Una extravagancia musical
Desde que Umberto Eco nos enseñó que hacer listas (listas de lo que sea, de gustos, de disgustos, de libros no leídos, de seres mitológicos) era una debilidad que tenía su linaje y por lo tanto su prestigio, es difícil no ceder a ellas. Es común que a quienes ejercemos la crítica musical se nos pidan listas: ¿quiénes fueron los cinco pianistas del siglo XX? ¿Y los directores? ¿Los tres mejores tenores? (que no son desde ya los tristes Tres Tenores de los años noventa), y así. Se entiende: las listas de este tipo participan de la crítica y de la pedagogía.
El australiano Percy Grainger no entra en modo alguno en mi lista de diez compositores favoritos, una lista que en este mismo momento renuncio a confeccionar. Pero sin duda clasificaría alto en una lista de artistas extravagantes del siglo XX, y en realidad de cualquier siglo.
Una buena manera de entender sus extravagancias es empezar justamente por las listas. En 1945, Grainger confeccionó ese listado que me pidieron tantas veces. En el primer lugar estaba Bach. Claro que el propio Grainger se ubicó en el noveno lugar, debajo de su amigo el inglés Frederick Delius. ¿Raro? Puede ser, pero esperen a enterarse de que ese noveno lugar estaba por encima de Mozart y de Chaikovski. Un tipo insoportable.
No era ésta la mayor de las extravagancias de Grainger. Era un hombre que dormía con frazada en verano y destapado en invierno porque, decía, el verano era para tener calor y el invierno para sentir frío. Para relajarse, Grainger, que también era pianista, llegaba corriendo a los recitales, tirando de una carretilla en la que llevaba su banqueta.
Llegó a ganar 60.000 libras por semana; fue amigo de Edvard Grieg y de George Gershwin. Se casó en el Hollywood Bowl ante 20.000 personas. Era racista, pero fue el primero que invitó a Duke Ellington a una universidad a dar una charla como compositor en una época en la que el jazz no era considerado desde el punto de vista de la composición.
Tras la muerte de Grainger, en 1961, hubo mucho revuelo en Melbourne, su ciudad natal, cuando se anunció la apertura pública de una caja con sus pertenencias. “Papeles privados, No abrir hasta diez años después de mi muerte”, decía la caja. Latía la ilusión de la obra maestra desconocida. A cambio, aparecieron en esa caja juguetes sexuales. Fue un escándalo y, más que nada, una decepción sin remedio.
Grainger tenía especial predilección por la música folklórica. La estudiaba, solía hacer registros fonográficos de ella y fue muy famoso, y redituable para él, su arreglo de In
an English Country Garden (llegó incluso a los Muppets). Era un verdadero maestro de las transcripciones para piano, como puede comprobar cualquiera que escuche lo que hizo con los conciertos de Grieg y de Schumann. Daba la impresión de que cualquier cosa, cualquier música, para el tipo de orquesta que fuera podía hacerla funcionar en el blanco y negro del piano.
Caí durante cierto tiempo bajo el hechizo de Grainger. Más que sus propias piezas, tenía debilidad por la infinidad de sus transcripciones folklóricas –esas melodías británicas y danesas–, por algunas de sus canciones y, sobre todo, por su obra
In A Nutshell, una suite de una sencillez apabullante.
Mucho más podría decirse sobre Grainger, y podrían citarse incluso muchos pasajes de sus cartas. Pero lo más importante no puede ser dicho, apenas puede ser mostrado. Se lo advierte en las fotos que quedan de él. El aspecto de dandy extrovertido (él mismo se mandaba hacer la ropa según sus propios diseños) consigue apenas disimular los ojos desorbitados, ligeramente extraviados, del que padece su extravagancia. No nos olvidemos de esto: “La música es el arte de la agonía”, dijo una vez. “Después de todo, nace de un grito.”
Percy Grainger llegaba corriendo a sus recitales de piano con la banqueta en una carretilla