Amenazas de bomba en escuelas: una triste epidemia
El llamativo aumento de falsas advertencias telefónicas sobre artefactos explosivos exige una firme acción judicial y una distinta actitud de los padres
En los dos últimos meses fueron denunciadas alrededor de 2600 amenazas telefónicas contra establecimientos educativos bonaerenses. Sólo en uno de esos casos fue detectada una granada; en los restantes, se trató de falsas advertencias, mayormente asociadas a estudiantes que buscaban perder un día de clases o zafar de un examen, o a intentos de grupos políticos de sembrar confusión en las semanas previas a las elecciones legislativas que tendrán lugar el 22 de este mes.
En cualquiera de los dos casos, lo ocurrido nos obliga a preguntarnos qué nos pasa como sociedad para que lleguemos a tal extremo de sinrazón y de desprecio por la escuela. Durante los últimos tiempos, como lo hemos comentado en esta columna editorial, hemos asistido a una lamentable seguidilla de ataques a docentes, tanto de alumnos como de padres de éstos, en un ejemplo de pérdida absoluta del respeto por la autoridad de los maestros. Ahora, asistimos a una verdadera epidemia de falsas amenazas de bomba en los establecimientos educativos, que además de generar intranquilidad agravan la pérdida de días de clases, como si las huelgas gremiales no hubieran provocado ya suficiente daño.
Resulta deplorable que haya quienes pretendan desgastar a un gobierno a partir de maniobras artificiales para sembrar miedo y caos en la comunidad educativa. Del mismo modo, es triste y desalentador ver que chicos en edad escolar tomen un teléfono para efectuar una falsa advertencia sobre atentados explosivos en sus colegios, que por protocolo suelen derivar en procedimientos policiales dentro de los colegios y en la suspensión de las clases.
No deja de ser positivo, además de imprescindible, que las autoridades políticas y judiciales de la provincia de Buenos Aires se hayan decidido a actuar para cortar de cuajo estos episodios. Durante los últimos veinte días, se detuvo a 28 menores de edad sindicados como autores de algunas de esas amenazas telefónicas, al tiempo que 12 padres de esos chicos han sido imputados por el delito de intimidación pública, dado que la mayoría de sus hijos son inimputables penalmente. Simultáneamente, avanzan las investigaciones en otros 120 expedientes.
Todo indica que en la mayoría de las causas abiertas se podrán iniciar demandas civiles contra los padres de los autores de las llamadas telefónicas, con el fin de que alguien se haga responsable por los costos que para el Estado y la sociedad tienen estos sucesos, que distan de ser una broma.
En el poder político existe la convicción de que el problema podría mitigarse cuando, por cada amenaza, las autoridades de las escuelas presenten una denuncia, que habilitará un seguimiento del caso y la inmediata identificación de la línea telefónica utilizada para llevar a cabo la intimidación. Paralelamente, la Legislatura bonaerense inició el tratamiento de un proyecto para penar con multas económicas y hasta treinta días de prisión a quienes realicen amenazas de bomba contra colegios.
De cualquier manera, la principal solución sólo puede pasar por la recuperación del debido respeto por la educación, a partir del diálogo entre padres e hijos.
Muchas veces cuestionamos el flojo desempeño de los alumnos en la escuela al observar que, según distintos operativos de evaluación educativa, más de la mitad de ellos ni siquiera comprenden lo que leen en los libros de texto. Deberíamos detenernos a pensar que tal vez sí comprendan lo que leen en la sociedad, empezando por la escasa importancia que los mayores le asignamos a la educación. Cuando los adultos advirtamos cuánto aprenden nuestros hijos de nuestro propio comportamiento y de nuestra indiferencia ante determinados valores, probablemente las cosas comiencen a cambiar y la escuela vuelva a ser, junto a la familia, el pilar sobre el cual se sostenga nuestro futuro.