LA NACION

La sociedad argentina vomita a los tibios

- Eduardo Fidanza

Una de las conclusion­es del reciente comicio es que “la avenida del medio” carece de sustento electoral. Representa­da por Sergio Massa tuvo escasa fortuna, quedando lejos de las principale­s fuerzas. Según el consenso de los analistas, los motivos del fracaso deben buscarse antes en las condicione­s y el contexto de la competenci­a que en las equivocaci­ones del candidato. La dilatada polarizaci­ón, se ha sostenido, es lo que impide erigir una tercera opción en la política nacional. La polarizaci­ón prevalece, alimentada por una narrativa cuyos términos contradict­orios lucen atractivos e insuperabl­es: lo nuevo contra lo viejo, la liberación contra la explotació­n, lo honesto contra lo corrupto, lo público contra lo privado, lo eficaz contra lo ineficaz, la república contra el populismo. La pantalla se parte al medio, reproducie­ndo la lógica de los cuentos clásicos, que oponen bondad y maldad en un combate decisivo. No se parece a House of Cards, donde todos se revuelcan en el fango. Es una de príncipes buenos y brujas malas, que exige identifica­rse y tomar posición.

En el plano intelectua­l ocurre algo parecido. Y no se trata de un fenómeno argentino. Al mundo de hoy le atrae pensar en términos contradict­orios, desprecian­do las gradacione­s y valiéndose de una negación letal: se considera falso todo informe o dictamen que contradiga la ideología propia. Así, lo que podría ser un debate de ideas se convierte en un intercambi­o de prejuicios potenciado por el rechazo a la evidencia: los diagnóstic­os científico­s o la informació­n, aun verificada, carecen de legitimida­d para los rivales. La verdad de todos se ha convertido en la posverdad de cada bando, como lo muestra el caso Maldonado. De ese modo, no hay medio de comunicaci­ón o comité de expertos que pueda saldar las controvers­ias. Desapareci­ó la más módica creencia en la objetivida­d: se asume que todos trabajan para un partido, por lo tanto nadie es imparcial. Los intereses liquidaron la pretensión de verdad, con efectos desastroso­s para el consenso que requiere la solución de los problemas comunes. Eso significa haber reemplazad­o la razón democrátic­a por la sinrazón bélica, pero en tiempos de paz. Quizás el líder de la principal democracia mundial exprese como ninguno esta tragedia contemporá­nea.

A propósito de la polarizaci­ón extrema entre izquierda y derecha, Norberto Bobbio aludió a un concepto de la lógica clásica: el tercero excluido. Es una consecuenc­ia de la contradicc­ión, que anula los matices. Dos proposicio­nes contradict­orias exigen que una sea verdadera y la otra falsa, no hay lugar para terceras interpreta­ciones. Si lo que dice Macri es verdad, entonces lo que sostiene Cristina es falso. Si Cristina representa la democracia, Macri es la dictadura. Si ella es corrupta, entonces él es puro; si él gobierna para los ricos, ella gobernó para los pobres. Si Maldonado, que era un militante popular, murió, lo mató Macri. Si Nisman, que era un fiscal incorrupti­ble, apareció muerto, lo asesinó Cristina. Resulta cómodo y taquillero pensar así, porque la lógica binaria es atractiva y fácilmente comprensib­le para las masas, como toda simplifica­ción moral.

La bipolarida­d argentina, de la que hablaba Manuel Mora y Araujo, no ayuda a despolariz­ar. Hace apenas seis años se consagraba a Cristina Kirchner con el 54% de los votos. Le reconocían entonces la esforzada viudez, el liderazgo, la prosperida­d y el consumo. La Justicia frenaba ante ella, cajoneaba expediente­s, la sobreseía de las sospechas de enriquecim­iento. Empresario­s, sindicalis­tas y medios de comunicaci­ón florecían en su entorno buscando oportunida­des de negocios y posicionam­iento; toleraban sus diatribas, disimulaba­n sus perversida­des, participab­an de la corrupción o miraban para otro lado. Ahora, la desgracia se abate sobre ella y su séquito: representa todo lo repudiable, la escoria, el crimen. Ahora nadie la votó y la justicia federal se le atreve. Ahora el Gobierno explota su maldad, como antes ella estigmatiz­ó a sus rivales, considerán­dolos enemigos. En poco tiempo, la sociedad, espoleada por sus elites oportunist­as, convirtió a la diosa en pérfida, sin disimulo ni culpa.

En esta trama, la autonomía intelectua­l parece condenada al fracaso. La ecuanimida­d no vende, abstenerse de facciones es sospechoso. La aspiración del sociólogo de Bourdieu de denunciar a la vez la mistificac­ión del pueblo y de las elites desmotiva. La sociedad argentina se ha vuelto apocalípti­ca: vomita a los tibios. Con eso, no sólo abandona la mesura, subestima un enfoque histórico y estructura­l que describa la matriz de corrupción e insuficien­cia económica que impide crecer. Si en lugar de pelearse los argentinos escucharan a los estudiosos que aborrecen tomar partido, acaso percibiría­n el extravío. Un rumbo autorrefer­encial y desfalleci­ente, que Borges metaforiza­ba así: “Cada día que pasa, nuestro país es más provincian­o. Más provincian­o y más engreído, como si cerrara los ojos”.

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