Vivir en tribu, pero sin perder la originalidad
Los seres humanos somos gregarios desde hace muchos miles de años. Vivir en tribus o manadas de individuos iguales nos ayudó a sobrevivir y a defendernos en la selva, en el desierto, en el bosque, en la llanura. La cebra albina corría mucho más riesgo de ser vista por un depredador que todo el grupo de cebras rayadas. Además lo parecido resultaba, por conocido, más seguro, menos amenazador. Hoy ya no vivimos en la selva ni hay (por suerte) leones que nos quieren comer, pero ese mensaje antiquísimo les llega a nuestros chicos de muchas generaciones en las que tuvieron hijos justamente aquellos que sobrevivieron y lo lograron por desconfiar de lo “diferente” y por perderse en el anonimato que les daba el ser iguales.
Cuando lo comprendemos podemos no enojarnos tanto ante los pedidos desesperados, las demandas y exigencias (“¡lo necesito!”, “todos lo tienen”, “quiero ir”) de nuestro chicos y adolescentes de mochilas, juguetes, cortes de pelo, teléfonos de marca, estilos de ropa, programas con los que ellos intentan camuflarse para pasar desapercibidos. Comprender el susto que les da verse distintos a sus amigos no necesariamente implica ceder a sus reclamos. La clave es no enojarnos ante esa dificultad para diferenciarse y tolerar ser distintos a otros. Cuando sistemáticamente hacemos caso a sus reclamos no damos espacio para la búsqueda de individuación y hasta podrían creer que efectivamente corren peligro si se atreven a ser originales.
Lo diferente puede resultar amenazador. Es nuestra tarea ayudarlos a entender que pueden ser distintos sin que corra peligro su vida, su salud o sus relaciones sociales. Por otro lado, ser distinto también puede atraer la atención y despertar celos, envidias, rechazos, y hay momentos en la infancia en que su inseguridad los lleva a no poder tolerarlo. Hace falta fortaleza y una autoestima adecuada para animarse a intentarlo y correr el riesgo de ser mal mirado por otros que no pueden o no se animan a hacerlo.