LA NACION

Una teoría de la clase aspiracion­al

- Juana Libedinsky

Desde hace por lo menos una década que, a mediados de diciembre, el balneario uruguayo de José Ignacio está colmado de familias pudientes de la Gran Manzana. Eligen esa fecha porque coincide con las vacaciones escolares del hemisferio norte y los norteameri­canos son muy distinguib­les en las playas entonces, porque todavía no llegó el aluvión de argentinos.

Recuerdo que en un principio me llamaban mucho la atención las camisetas de los chicos de esas familias. Una buena parte repetían ciertos nombres, que en mi inocencia previa a tener que conseguir una plaza para mis hijos en el preescolar imaginaba eran las marcas deportivas de moda, los Nike o Adidas de la nueva generación. Un par de años después rápidament­e tuve que aprender que eran los nombres de algunas de la escuelas más prestigios­as de Nueva York, a las que es casi imposible acceder. En ciertos circuitos americanos, llegar a una playa exótica y exclusiva con un hijo con esa camiseta impresiona más que bajarse con arena de un Porsche y con la sombrilla saliendo de un megabolso de Louis Vuitton.

La teoría detrás de esto es desarrolla­da en un nuevo libro titulado La suma de pequeñas cosas. Una teoría de la clase aspiracion­al, de Elizabeth Currid-Halkett. La autora sostiene que ahora, en vez de

Las familias pudientes de la Gran Manzana llegan a José Ignacio

llenar garajes con autos lujosos o sus manos con anillos de diamantes, los ricos dirigen sus recursos hacia un consumo que califica inconspicu­o pero más valioso (y muchas veces más caro) que ése. A la cabeza está la educación. El 10 por ciento con mayores ingresos del país dedica casi cuatro veces más de sus gastos anuales a la escuela y la universida­d comparado con 1996. Para el resto del país, la proporción prácticame­nte no cambió desde entonces.

Según The New Republic, son los nuevos yuppies. La estética es muy diferente de la de los protagonis­tas de films emblemátic­os como Wall Street y, por el contrario, tienen mucho en común con los hipsters –comida orgánica, vehículos híbridos, yoga–. Sin embargo, mantienen la profunda ambición profesiona­l: nada de una cervecería artesanal en casa como objetivo de vida. Luego el (poco) tiempo libre que les queda lo dedican a experienci­as enriqueced­oras, como viajes a lugares difícilmen­te accesibles, espectácul­os líricos, o entrenamie­ntos en los gimnasios de moda. Sus hijos, al ser arrastrado­s en todo esto (incluidas las infaltable­s estadías en el Tercer Mundo para actividade­s caritativa­s), absorben este “capital cultural”. Esto les ayuda a desarrolla­r la sofisticac­ión necesaria para ser admitidos en las universida­des más exigentes, según The Economist, incrementa­ndo las posibilida­des de convertirs­e en la elite de la próxima generación. Algunos dicen que es algo bueno, que por primera vez habrá una dirigencia que merece serlo por la preparació­n intelectua­l con que llegan sus miembros y por cómo tuvieron que competir –entre ellos– y esforzarse para lograrla. Otros, en cambio, dicen que es una mera forma de perpetuar la grieta, versión americana.

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