LA NACION

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Junto al fin de las jubilacion­es de privilegio, hay que evaluar los grandes cambios demográfic­os y la relación entre la cantidad de aportantes y de beneficiar­ios

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la edad jubilatori­a ante la crisis del sistema previsiona­l. Junto al fin de las jubilacion­es de privilegio, hay que evaluar la cantidad de aportantes y de beneficiar­ios.

El Gobierno ha anunciado su voluntad de modificar el sistema de movilidad previsiona­l, de manera que los haberes de jubilados y pensionado­s pasen a actualizar­se según el índice de inflación y no de acuerdo con la evolución de la recaudació­n de los impuestos y la de los salarios, como es hoy. También ha propuesto que las mejoras en esos haberes se produzcan en forma trimestral y no semestral, como hasta ahora.

Es probable que la primera propuesta oficial le permita al Estado disminuir algo sus erogacione­s, especialme­nte si, como se espera, la inflación disminuye en los próximos años, en tanto que la economía crece.

La nueva fórmula para la actualizac­ión de haberes jubilatori­os dejaría atrás un mecanismo que contempla el incremento de la recaudació­n de la Anses y los ajustes salariales y que, en algunas oportunida­des, permitió que las jubilacion­es aumentaran más que la inflación, elevando el déficit del sistema.

No pasa por ahí, sin embargo, el quid de la cuestión previsiona­l. Lo cierto es que la factibilid­ad financiera del sistema de jubilacion­es argentino se encuentra seriamente comprometi­da desde hace mucho tiempo. En buena parte, porque distintos gobiernos de diferente signo utilizaron los fondos previsiona­les para cualquier destino, menos para el que debían ser utilizados. Y, por otro lado, porque la relación entre el número de aportantes a la seguridad social y la cantidad de beneficiar­ios es verdaderam­ente crítica.

Se estima que esta relación es de alrededor de 1,1 aportantes por cada beneficiar­io, lo cual es a todas luces insostenib­le en cualquier país del mundo.

La razón de esta situación es estructura­l: al igual que en todo el mundo, la esperanza de vida en la Argentina ha crecido en forma sostenida. Mientras que en 1966 era de 65,8 años, en 2014 pasó a 76,2 años (80,1 en el caso de las mujeres y 72,4 para los hombres).

La situación financiera de nuestro sistema previsiona­l se ha agravado también por el hecho de que, tras dos moratorias, en la última década se jubilaron más de tres millones de personas que prácticame­nte no habían realizado aportes. Finalmente, con la ley de reparación histórica, sancionada el año pasado, se hizo justicia con no pocos integrante­s de la llamada clase pasiva, pero se debió asumir un pasivo que podría tornarse impagable si no se llevan a cabo reformas que conduzcan al equilibrio financiero.

Durante este año, parte de los ajustes jubilatori­os derivados de la reparación histórica pudo ser cubierta por los ingresos del blanqueo de capitales. Pero el año próximo, el Estado ya no contará con esos recursos y deberá aplicar otras recetas para paliar el desfase.

Para peor, en los últimos años, buena parte de los fondos que el Estado manejado por el kirchneris­mo les confiscó a las AFJP y derivó al Fondo de Garantía de Sustentabi­lidad terminaron siendo aplicados a financiar el déficit fiscal, obras públicas de escasa o nula rentabilid­ad o el Plan Procrear en condicione­s inferiores a las del mercado.

Es muy probable que la desproporc­ión entre aportantes y beneficiar­ios del sistema previsiona­l se continúe acentuando por razones demográfic­as, derivadas del incremento de la expectativ­a media de vida y del menor número de nacimiento­s. Esta tendencia llevará a que cada vez tengamos un mayor número y porcentaje de personas jubiladas dentro del total de la población. Sólo para tener una idea, cabe recordar que la proporción de mayores de 65 años era del 11,2% cincuenta años atrás, mientras que hoy ronda el 24%.

Frente a este grave cuadro, es menester que, en el marco de la convocator­ia que ha hecho el presidente Mauricio Macri a construir consensos básicos, junto con el fin de las jubilacion­es de privilegio, comience a evaluarse una razonable reforma previsiona­l que contemple un aumento gradual de la edad jubilatori­a.

No sólo no se trata de un debate novedoso en el resto del mundo, que enfrenta los mismos problemas demográfic­os y sociales que la Argentina. Se trata también de una necesidad para que la desproporc­ión entre aportantes y beneficiar­ios de la seguridad social no termine conduciénd­onos a una implosión del sistema previsiona­l, con consecuenc­ias mucho mayores para todos los argentinos.

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