El problema no es un juez, sino el sistema judicial y penitenciario
Si sólo se cambiaran los nombres de la víctima del crimen, del victimario y de aquel que le otorgó el beneficio al autor del delito estaríamos ante exactamente la misma noticia, repetida desde hace años, sin remedio a la vista: un juez libera “discrecionalmente” a un procesado o un condenado por un delito grave, y el “agraciado”, en lugar de hacer algo útil para sí y, al mismo tiempo, para la sociedad, sube la apuesta y desata más violencia, siembra muerte y drama, desata odios y reclamos de más y múltiples escarmientos, sin que, al final, nada cambie para mejor.
El caso de Abril Bogado, de quien segó su joven vida José Eduardo “Pepito” Echegaray, y de Nicolás Villafañe, el juez de Ejecución Penal que descartó los informes negativos del Servicio Penitenciario Bonaerense –algo que está dentro de sus prerrogativas–, es historia repetida. Tanto como que, cada vez que ocurrió un hecho análogo, el fuego de la polémica se consumió casi tan rápido como se encendió. Tanta repetición habilita a una conclusión: el problema no es un juez, sino el sistema judicial y el penitenciario.
No es sólo la desactualización de leyes, un babel de normas, reformas, contrarreformas y parches a los códigos, siempre en tensión entre la vindicta que nace de la opinión pública y “decodifican” los legisladores de turno y el freno que, desde las objeciones constitucionales, aparecen a posteriori, en general desde determinado sector de la práctica del derecho, del quehacer académico en la materia y de las asociaciones de defensa de los derechos humanos.
Es, también, el ámbito en el que las personas en conflicto con la ley penal deben rendir sus cuentas –las cárceles–, y el paradigma de tratamiento que se les dará a los condenados para que, una vez agotada la sentencia, puedan reintegrarse productivamente a la sociedad.
Todo, dentro de un contexto más amplio de sucesivos vaivenes en las políticas de persecución pe-
nal. Un día todos van presos, cualquiera que sea el delito o el grado de sospecha; otro, todos salen en libertad o gozan de cualquier beneficio, no importa cuánto sea el peligro. A eso se suma, además, la nunca resuelta discusión acerca de qué hacer con los menores que delinquen, si comprenden lo que hacen o no, si hay que bajar la edad de imputabilidad y en cuántos años situar ese piso.
Los poderes del Estado deben garantizar que quienes delinquen serán capturados y sancionados. Que quienes hayan cometido delitos graves deben ser sacados de las calles y quedar bajo la guarda gubernamental en condiciones dignas. El monto de las penas debe ser razonable y su cumplimiento debe darse bajo un régimen de tratamiento penitenciario progresivo.
El sistema todo debe basarse en la racionalidad, no en la discrecionalidad. Hoy puede recibir la misma pena un ladrón que alguien que intenta un homicidio y no lo logra. Hoy, un tribunal puede dictar la pena máxima a un femicida o reducirle la sentencia “porque estaba enamorado y actuó bajo emoción violenta”. Hoy, una persona condenada por un delito grave puede pasar años sin estar ni un solo día tras las rejas, y otros, en sólo un año en un pabellón “bravo” pueden degradarse tanto que, para ellos, la cárcel se convierte en una escuela del crimen y en la que las condiciones indignas de reclusión les inyectan tanto odio que al salir a la calle también expresarán su desprecio hacia la sociedad que los mandó a la “tumba” con su propia vindicta, causando todavía más daño.
Hoy, especialmente, nadie, ni siquiera dentro del mismo ámbito judicial, puede decir cuál es exactamente la regla, qué es lo que la sociedad –a la que deben dar respuesta desde el derecho– debe esperar ante una condena.
En la Argentina, hoy, hay más detenidos procesados que condenados. Sin condena firme no se puede iniciar un tratamiento penitenciario específico para cambiar las conductas de los reos y darles herramientas –estudio, capacitación, trabajo– para que puedan reinsertarse de forma valiosa en la comunidad. Sin un proceso aplicado en pos de ese objetivo, la reducción de las tasas de reincidencia son una utopía y el sistema, entonces, se convierte en una máquina que “guarda” delincuentes por un tiempo para devolverlos “recargados” de desprecio y violencia.
Pero aun si efectivamente se produjera ese benéfico tratamiento intramuros, de nada servirá si, una vez afuera, las puertas se les cierran a los condenados que cumplen sus penas. Hoy, el Estado libera a los presos, pero se desentiende de ellos. Sólo los reencuentra cuando, como en el caso de Abril, ya es demasiado tarde. Y cuando eso sucede, todo recomienza: otra vez, sólo se cambian los nombres, pero se da la misma historia.