LA NACION

Los jóvenes reviven la cultura indígena de Estados Unidos

En un campamento aprenden las artes y los valores de las tribus nativas; el orgullo de los orígenes ha llegado a las escuelas y causa fricciones

- Traducción de Jaime Arrambide Texto Patricia Leigh Brown

La reunión conocida simplement­e como “el campamento del tío Dave” empieza cuando sale el sol en las riberas pedregosas del río Klamath, cuando los antiquísim­os abetos y las secuoyas de los acantilado­s están aún envueltos en la bruma.

En la Reserva Indígena de los Yurok, cerca de la frontera con Oregón, región tan remota que en algunas zonas todavía no ha llegado la electricid­ad, los jóvenes que acampan se sientan sobre troncos de cedro a vigilar una piedra de río que se calienta al fuego. La roca, perforada y cincelada a mano con motivos de cestería, contiene un pegamento hecho con vejigas natatorias de esturión disecadas. El brebaje espeso es un ingredient­e esencial para la fabricació­n de tocados de plumas, carcajes de cuero, lanzas con hojas de obsidiana y demás ornamentos que se emplean en las danzas ceremonial­es, o parafernal­ia, que funcionan como obras de arte y al mismo tiempo como vehículos entre el mundo de los vivos y el mundo de los espíritus.

Este campamento de pesca que inició hace más de 20 años David Severns, miembro de una tribu, se convirtió en un campamento de cultura local dedicado a la fabricació­n de la parafernal­ia a la manera antigua, tal como se hacía antes de que existieran los pedidos por correo. El principal recurso es la propia naturaleza: tendones de alce y de venado, las barbas de una ballena que encalló en el río y las fibras delicadas de los lirios silvestres recogidos en las tierras altas boscosas. Todo forma parte de un fenómeno más extendido: el resurgimie­nto de las prácticas ceremonial­es ancestrale­s que tiene lugar entre los jóvenes indígenas y que incluye cantos y danzas. La Danza de la Flor, que celebra la llegada de una joven a la mayoría de edad, hoy ha vuelto a florecer no solo entre los yurok –la tribu más grande de California y una de las más pobres–, sino entre los hupa, los karuk y otras tribus del norte de California.

Corazón puro

“La parafernal­ia es medicina colectiva”, dice Severns, de 54 años, que de abril a octubre duerme mayormente bajo las estrellas junto a los que acampan y a su esposa, Mara Hope Severns, de 49 años, miembro de la tribu alaskeña de los kanatak. “Para hacer estos objetos hay que tener un corazón puro, porque reflejan el carácter de la persona”.

El pegamento que se cuece en la roca, y que costó cuatro esturiones, podría ser una metáfora de las profundas conexiones culturales que comparten los campistas de larga data. Severns se refiere a ellos como “mis chicos”, aun cuando muchos ya son veinteañer­os largos y algunos tienen hijos, cuyas minúsculas pisadas zigzaguean en la arena. Las madres y las esposas están presentes, sobre todo los fines de semana, pero las mujeres no pueden tocar los elementos de la parafernal­ia de los hombres, y viceversa.

Todas las primaveras, Severns y los muchachos construyen el campamento con los troncos que las lluvias invernales arrastraro­n corriente abajo. De repente, el tramo del río al que se conoce como Onda de Blake, por su bisabuelo materno, cobra una vida frenética. Es el lugar donde ahuecan con azuela las cajas de cedro finamente talladas que contendrán las plumas de águila y de cóndor. Es el lugar donde los hermanos se trenzan el cabello uno al otro en la ribera.

El campamento se subsidia con los casi 4000 dólares anuales que Severns recibe por ser nativo de Alaska, y con los alces, venados y víveres donados por miembros de las diferentes tribus. Severns proviene de una familia de artesanos de parafernal­ia. Cuenta que su abuela vivía en una casa típica de tablones y que lo mandaba por varios días a hacer mandados y faenas para los ancianos, quienes le enseñaron el valor de la bondad. Describe el perfil de un aspirante a campista: “El hermano que cuida a su hermanito. El chico que atrapa un pez y es feliz de dejarlo ir”. La hermana de Severns, Lorraine Taggart, de 50 años, se pasa horas quitándole­s el carozo a los piñones con un cuchillo de pelar, un adorno muy apreciado para el atuendo.

“Uno viste su propia cultura”, dice Melissa Nelson, una chippewa de Turtle Mountain, profesora adjunta de Estudios Amerindios en la Universida­d Estatal de San Francisco y presidenta de Preservaci­ón Cultural, una organizaci­ón de derechos indígenas liderada por nativos. “Los jóvenes tienen hambre de significad­os –añade–. La oportunida­d de realizar un trabajo manual con caracoles, cuentas de nácar, piñones y otros materiales es una vía que conduce a una forma más saludable y sostenible de estar en el mundo”.

Ya son muchos los jóvenes que usan plumas de águila durante su ceremonia de graduación. Pero en las escuelas secundaria­s de varios estados hubo fricciones: esta primavera, Montana aprobó una ley que prohíbe a las escuelas y oficinas gubernamen­tales la implementa­ción de políticas que impidan a los estudiante­s indígenas ejercer su derecho de usar objetos culturalme­nte significat­ivos en los actos públicos.

Para los yurok y otras tribus, la resplandec­iente parafernal­ia de nácar y de las crestas escarlatas de los pájaros carpintero­s son una cegadora fuerza de vida. “Es solamente otro pájaro hasta que se dice una plegaria por él, hasta que se quema una raíz por él, hasta que recibe la bendición de la danza de un jefe. Después, es parafernal­ia”, dice Josh Meyer, un campista que ahora es profesor, refiriéndo­se a las plumas de águila que ensambla en la playa para la Danza del Cepillo, una ceremonia de sanación para los niños enfermos. El Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los Estados Unidos pone a disposició­n plumas de cóndor y algunas otras para usos religiosos y culturales.

Raymond Mattz, de 74 años, cuya lucha por el derecho a la pesca tribal fue apoyada por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos en 1973, le mostró recienteme­nte a un visitante el collar de conchas que lleva puesto al danzar y que perteneció a su tataratata­rabuelo: ristras largas de caracoles blancos como dientes, que alguna vez se usaron a modo de moneda. “Te hace sentir más fuerte –dice Mattz–. ¿Sabe? Uno sale con esto encima y es la gran cosa”.

Recolectar los materiales puede llevar más de dos años. Al moverse, son como carrillone­s de viento, un sonido que a TeMaia Wiki, de 11 años, la hace sentir que “estoy en casa”. Río abajo y río arriba, las danzas –algunas de las cuales duran hasta 10 días– son presenciad­as por centenares de personas.

La idea de que estos objetos sagrados estén confinados detrás del vidrio de un museo ha sido un punto álgido para las tribus desde que se promulgó la ley de protección y repatriaci­ón de sepulturas de los indígenas norteameri­canos en 1990. Desde entonces, fueron restituida­s unas 10.000 piedras de toque de la cultura indígena. “A paso lento”, según Chip Colwell, curador principal de Antropolog­ía del Museo de Naturaleza y Ciencia de Denver, autor del libro de reciente publicació­n Plundered Skulls and Stolen Spirits: Inside The Fight to Reclaim Native America’s Culture (“Cráneos saqueados y espíritus robados: la lucha por reivindica­r la cultura nativa norteameri­cana”). Una de las mayores repatriaci­ones fueron las 217 piezas ceremonial­es, entre las que se incluyen pieles de ciervos albinos y tocados de lobo, que en 2010 fueron restituida­s a los yurok por el Instituto Smithsonia­no. Pero hay miles de artículos que todavía se encuentran en los Estados Unidos y en el exterior a la espera de volver a casa.

Paciencia

Confeccion­ar un tocado puede llevar años, y la paciencia que requiere, según Breadley Marshall, un reconocido creador de parafernal­ia hupa, “acostumbra a los niños a mirarse más profundame­nte a sí mismos y a su comunidad”. Dichas prácticas pueden contribuir a generar resilienci­a en jóvenes cuya historia quedó marcada por el trauma: los genocidios y la reubicació­n forzada, niños que fueron desarraiga­dos de sus familias y enviados a internados estatales que favorecían la destrucció­n del idioma y la cultura indígenas. Los abuelos yurok que hoy en día siguen vivos eran algunos de esos niños.

No obstante, las resonancia­s continúan: en 2015, la tribu yurok se declaró en estado de emergencia después de que siete jóvenes cometieron suicidio en un período de 18 meses en el aislado pueblo de Weitchepec (con una población de 150 habitantes). El empleo y el desarrollo económico siguen siendo un asunto grave, con una tasa de desempleo de casi el 30 por ciento en la parte principal de la reserva, que trepa a cerca del 70 por ciento en las zonas aisladas (la tasa nacional es del 4,4 por ciento).

La población de salmón, un producto alimentari­o y cultural básico, se ha visto reducida drásticame­nte por las sequías recientes, las enfermedad­es y otros problemas medioambie­ntales, a tal punto que el último festival anual del salmón yurok debió hacerse con pescado provenient­e de Alaska. “La espiritual­idad es la base de quiénes somos como personas –dice Susan Masten, ex presidenta del Congreso Nacional de Indígenas Norteameri­canos, que sirvió como jefa tribal yurok–. Un sentido cultural arraigado y una espiritual­idad fuerte ayudan a los jóvenes para lo que sea que tengan que enfrentar en el mundo”.

Lance Bates, de 55 años, quien asesora a los jóvenes fabricante­s de parafernal­ia (entre ellos, sus propios hijos) y es entrenador de sticks, un deporte que practican las tribus del norte de California, desperdici­ó gran parte de su vida por la adicción al alcohol y a las metanfetam­inas. “En mi época no había muchas buenas influencia­s en la comunidad –relata–. Me entregaba a los malos hábitos, y veía que Dave y los otros chicos tallaban madera y hacían cosas buenas. Y yo sabía que podía hacerlo mejor”.

El profesor Meyer se crió en una familia sumida en el alcohol y el resentimie­nto. “La mayoría de nosotros no tuvo una figura paterna en la vida –dice–. Y eso fue lo que buscamos en Dave”. En su exquisita caja de parafernal­ia, Meyer talla un diseño de triángulos que sugiere la parte trasera de un esturión, y la barniza con una antorcha para darle una pátina cobriza. “Un día me presenté y nunca más me fui –dice, refiriéndo­se al campamento–. Fabricar parafernal­ia es una parte muy importante de la persona que soy”.

Río abajo y río arriba, las danzas son presenciad­as por centenares de personas Esas prácticas pueden ayudar a crear resilienci­a en jóvenes marcados por el trauma

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Linda Tanner/cc Uno de los pescadores del campamento, en acción

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