Los jóvenes reviven la cultura indígena de Estados Unidos
En un campamento aprenden las artes y los valores de las tribus nativas; el orgullo de los orígenes ha llegado a las escuelas y causa fricciones
La reunión conocida simplemente como “el campamento del tío Dave” empieza cuando sale el sol en las riberas pedregosas del río Klamath, cuando los antiquísimos abetos y las secuoyas de los acantilados están aún envueltos en la bruma.
En la Reserva Indígena de los Yurok, cerca de la frontera con Oregón, región tan remota que en algunas zonas todavía no ha llegado la electricidad, los jóvenes que acampan se sientan sobre troncos de cedro a vigilar una piedra de río que se calienta al fuego. La roca, perforada y cincelada a mano con motivos de cestería, contiene un pegamento hecho con vejigas natatorias de esturión disecadas. El brebaje espeso es un ingrediente esencial para la fabricación de tocados de plumas, carcajes de cuero, lanzas con hojas de obsidiana y demás ornamentos que se emplean en las danzas ceremoniales, o parafernalia, que funcionan como obras de arte y al mismo tiempo como vehículos entre el mundo de los vivos y el mundo de los espíritus.
Este campamento de pesca que inició hace más de 20 años David Severns, miembro de una tribu, se convirtió en un campamento de cultura local dedicado a la fabricación de la parafernalia a la manera antigua, tal como se hacía antes de que existieran los pedidos por correo. El principal recurso es la propia naturaleza: tendones de alce y de venado, las barbas de una ballena que encalló en el río y las fibras delicadas de los lirios silvestres recogidos en las tierras altas boscosas. Todo forma parte de un fenómeno más extendido: el resurgimiento de las prácticas ceremoniales ancestrales que tiene lugar entre los jóvenes indígenas y que incluye cantos y danzas. La Danza de la Flor, que celebra la llegada de una joven a la mayoría de edad, hoy ha vuelto a florecer no solo entre los yurok –la tribu más grande de California y una de las más pobres–, sino entre los hupa, los karuk y otras tribus del norte de California.
Corazón puro
“La parafernalia es medicina colectiva”, dice Severns, de 54 años, que de abril a octubre duerme mayormente bajo las estrellas junto a los que acampan y a su esposa, Mara Hope Severns, de 49 años, miembro de la tribu alaskeña de los kanatak. “Para hacer estos objetos hay que tener un corazón puro, porque reflejan el carácter de la persona”.
El pegamento que se cuece en la roca, y que costó cuatro esturiones, podría ser una metáfora de las profundas conexiones culturales que comparten los campistas de larga data. Severns se refiere a ellos como “mis chicos”, aun cuando muchos ya son veinteañeros largos y algunos tienen hijos, cuyas minúsculas pisadas zigzaguean en la arena. Las madres y las esposas están presentes, sobre todo los fines de semana, pero las mujeres no pueden tocar los elementos de la parafernalia de los hombres, y viceversa.
Todas las primaveras, Severns y los muchachos construyen el campamento con los troncos que las lluvias invernales arrastraron corriente abajo. De repente, el tramo del río al que se conoce como Onda de Blake, por su bisabuelo materno, cobra una vida frenética. Es el lugar donde ahuecan con azuela las cajas de cedro finamente talladas que contendrán las plumas de águila y de cóndor. Es el lugar donde los hermanos se trenzan el cabello uno al otro en la ribera.
El campamento se subsidia con los casi 4000 dólares anuales que Severns recibe por ser nativo de Alaska, y con los alces, venados y víveres donados por miembros de las diferentes tribus. Severns proviene de una familia de artesanos de parafernalia. Cuenta que su abuela vivía en una casa típica de tablones y que lo mandaba por varios días a hacer mandados y faenas para los ancianos, quienes le enseñaron el valor de la bondad. Describe el perfil de un aspirante a campista: “El hermano que cuida a su hermanito. El chico que atrapa un pez y es feliz de dejarlo ir”. La hermana de Severns, Lorraine Taggart, de 50 años, se pasa horas quitándoles el carozo a los piñones con un cuchillo de pelar, un adorno muy apreciado para el atuendo.
“Uno viste su propia cultura”, dice Melissa Nelson, una chippewa de Turtle Mountain, profesora adjunta de Estudios Amerindios en la Universidad Estatal de San Francisco y presidenta de Preservación Cultural, una organización de derechos indígenas liderada por nativos. “Los jóvenes tienen hambre de significados –añade–. La oportunidad de realizar un trabajo manual con caracoles, cuentas de nácar, piñones y otros materiales es una vía que conduce a una forma más saludable y sostenible de estar en el mundo”.
Ya son muchos los jóvenes que usan plumas de águila durante su ceremonia de graduación. Pero en las escuelas secundarias de varios estados hubo fricciones: esta primavera, Montana aprobó una ley que prohíbe a las escuelas y oficinas gubernamentales la implementación de políticas que impidan a los estudiantes indígenas ejercer su derecho de usar objetos culturalmente significativos en los actos públicos.
Para los yurok y otras tribus, la resplandeciente parafernalia de nácar y de las crestas escarlatas de los pájaros carpinteros son una cegadora fuerza de vida. “Es solamente otro pájaro hasta que se dice una plegaria por él, hasta que se quema una raíz por él, hasta que recibe la bendición de la danza de un jefe. Después, es parafernalia”, dice Josh Meyer, un campista que ahora es profesor, refiriéndose a las plumas de águila que ensambla en la playa para la Danza del Cepillo, una ceremonia de sanación para los niños enfermos. El Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los Estados Unidos pone a disposición plumas de cóndor y algunas otras para usos religiosos y culturales.
Raymond Mattz, de 74 años, cuya lucha por el derecho a la pesca tribal fue apoyada por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos en 1973, le mostró recientemente a un visitante el collar de conchas que lleva puesto al danzar y que perteneció a su tataratatarabuelo: ristras largas de caracoles blancos como dientes, que alguna vez se usaron a modo de moneda. “Te hace sentir más fuerte –dice Mattz–. ¿Sabe? Uno sale con esto encima y es la gran cosa”.
Recolectar los materiales puede llevar más de dos años. Al moverse, son como carrillones de viento, un sonido que a TeMaia Wiki, de 11 años, la hace sentir que “estoy en casa”. Río abajo y río arriba, las danzas –algunas de las cuales duran hasta 10 días– son presenciadas por centenares de personas.
La idea de que estos objetos sagrados estén confinados detrás del vidrio de un museo ha sido un punto álgido para las tribus desde que se promulgó la ley de protección y repatriación de sepulturas de los indígenas norteamericanos en 1990. Desde entonces, fueron restituidas unas 10.000 piedras de toque de la cultura indígena. “A paso lento”, según Chip Colwell, curador principal de Antropología del Museo de Naturaleza y Ciencia de Denver, autor del libro de reciente publicación Plundered Skulls and Stolen Spirits: Inside The Fight to Reclaim Native America’s Culture (“Cráneos saqueados y espíritus robados: la lucha por reivindicar la cultura nativa norteamericana”). Una de las mayores repatriaciones fueron las 217 piezas ceremoniales, entre las que se incluyen pieles de ciervos albinos y tocados de lobo, que en 2010 fueron restituidas a los yurok por el Instituto Smithsoniano. Pero hay miles de artículos que todavía se encuentran en los Estados Unidos y en el exterior a la espera de volver a casa.
Paciencia
Confeccionar un tocado puede llevar años, y la paciencia que requiere, según Breadley Marshall, un reconocido creador de parafernalia hupa, “acostumbra a los niños a mirarse más profundamente a sí mismos y a su comunidad”. Dichas prácticas pueden contribuir a generar resiliencia en jóvenes cuya historia quedó marcada por el trauma: los genocidios y la reubicación forzada, niños que fueron desarraigados de sus familias y enviados a internados estatales que favorecían la destrucción del idioma y la cultura indígenas. Los abuelos yurok que hoy en día siguen vivos eran algunos de esos niños.
No obstante, las resonancias continúan: en 2015, la tribu yurok se declaró en estado de emergencia después de que siete jóvenes cometieron suicidio en un período de 18 meses en el aislado pueblo de Weitchepec (con una población de 150 habitantes). El empleo y el desarrollo económico siguen siendo un asunto grave, con una tasa de desempleo de casi el 30 por ciento en la parte principal de la reserva, que trepa a cerca del 70 por ciento en las zonas aisladas (la tasa nacional es del 4,4 por ciento).
La población de salmón, un producto alimentario y cultural básico, se ha visto reducida drásticamente por las sequías recientes, las enfermedades y otros problemas medioambientales, a tal punto que el último festival anual del salmón yurok debió hacerse con pescado proveniente de Alaska. “La espiritualidad es la base de quiénes somos como personas –dice Susan Masten, ex presidenta del Congreso Nacional de Indígenas Norteamericanos, que sirvió como jefa tribal yurok–. Un sentido cultural arraigado y una espiritualidad fuerte ayudan a los jóvenes para lo que sea que tengan que enfrentar en el mundo”.
Lance Bates, de 55 años, quien asesora a los jóvenes fabricantes de parafernalia (entre ellos, sus propios hijos) y es entrenador de sticks, un deporte que practican las tribus del norte de California, desperdició gran parte de su vida por la adicción al alcohol y a las metanfetaminas. “En mi época no había muchas buenas influencias en la comunidad –relata–. Me entregaba a los malos hábitos, y veía que Dave y los otros chicos tallaban madera y hacían cosas buenas. Y yo sabía que podía hacerlo mejor”.
El profesor Meyer se crió en una familia sumida en el alcohol y el resentimiento. “La mayoría de nosotros no tuvo una figura paterna en la vida –dice–. Y eso fue lo que buscamos en Dave”. En su exquisita caja de parafernalia, Meyer talla un diseño de triángulos que sugiere la parte trasera de un esturión, y la barniza con una antorcha para darle una pátina cobriza. “Un día me presenté y nunca más me fui –dice, refiriéndose al campamento–. Fabricar parafernalia es una parte muy importante de la persona que soy”.
Río abajo y río arriba, las danzas son presenciadas por centenares de personas Esas prácticas pueden ayudar a crear resiliencia en jóvenes marcados por el trauma