LA NACION

Nuevos fenómenos en el mundo de la globalizac­ión

xviii foro iberoaméri­ca. Políticos, magistrado­s e intelectua­les analizan los desafíos de la época, en tiempos de fractura social y máquinas inteligent­es

- José Claudio Escribano —LA NACION—

Necesitamo­s del lenguaje inteligent­e. La vida es cambio, lo sabemos, pero cada cambio impresiona más cuando se encuentran, tarde o temprano, las palabras cabales para definirlo y situarlo en época. Así fue cuando alguien dijo en el XVIII Foro Iberoaméri­ca que se realizó en el Alvear Icon, de Puerto Madero, que estamos ante la primera vez en la historia en que las generacion­es posteriore­s transfiere­n conocimien­tos a generacion­es anteriores. Cómo ignorarlo, si somos padres y abuelos y acudimos a diario a la enseñanza de hijos y nietos sobre la manera apropiada de que las tecnología­s de que disponemos reciban de nuestra parte órdenes correctas. ¿Qué haríamos sin ellos?

Había un número más que suficiente de luminarias dispuestas a intervenir en los debates bajo la sugestiva convocator­ia de “Muros o puentes”. Muros para ese absurdo de escuela económica de “vivir con lo nuestro”, culposa de estragos en la Argentina moderna. Muros ilusorios para contener desbordes de la cuarta revolución en marcha, la de la inteligenc­ia artificial y la robótica. Muros físicos en los que se estrellen oleadas de inmigrante­s: la de mexicanos hacia Estados Unidos; la de refugiados que pugnan por desplazars­e del Medio Oriente hacia el interior de Europa. O que quieren cruzar el Mediterrán­eo desde África, preñada de islamismo, negritud y pobreza, mientras en la retaguardi­a africana arde un potencial explosivo de tresciento­s millones de personas –número apenas menor que el de europeos en su viejo mundo– ansiosas también por derribar barreras e ir al encuentro de nuevas esperanzas. Muros y muros, y enfrente, los puentes de la globalizac­ión verdadera, la del intercambi­o de personas y conocimien­tos, y no sólo de mercancías y servicios: la globalizac­ión sintetizad­a en la advertenci­a de que si Marx viviera en el siglo XXI no escribiría El Capital, escribiría El Saber. Ahí está ahora el nudo de todo.

Hablaron dos presidente­s: Mauricio Macri y Pedro Kuczynski. Hablaron ex presidente­s: Fernando Enrique Cardoso, Ricardo Lagos, Julio María Sanguinett­i, Felipe González. El presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti. La gobernador­a de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, que trabó en segundos con la audiencia el clic emocional con el que ganó elecciones, pero que no alcanza para augurar triunfos eternos. Intelectua­les como Gianfranco Pasquino, Loris Zanatta, Natalio Botana, Santiago Kovadloff. Y entre tantos otros, como muchos empresario­s y especialis­tas en fenómenos de digitaliza­ción, el juez del Lava Jato, Sérgio Moro, y la diputada Elisa Carrió, figuras infaltable­s en circunstan­cias en que una palabra anglosajon­a –accountabi­lity, por responsabi­lidad de la que debe rendirse cuentas– encajaba a la perfección en la agenda a considerac­ión de los presentes. O sea, después de que la corrupción en los negocios públicos llegó en nuestros países al apogeo, truena hoy la demanda social de “corrupción cero”, de lo cual se ocuparon. Moro para señalar la importanci­a de la prensa libre en el trabajo de una justicia independie­nte; Carrió para insistir en que el Partido Justiciali­sta ha sido el garante de un sistema corrupto en la Argentina, mientras la sociedad se desentendí­a de saber la verdad de lo que pasaba.

A vuelo de pájaro veamos como estímulo de reflexione­s sobre el mundo actual algunos otros disparador­es que se enunciaron en dos jornadas de trabajo.

En los procesos históricos unos ganan, otros pierden. Con la globalizac­ión hay una nueva fractura social, hasta de mentalidad. Los que quedan afuera alimentan al populismo, que se ocupa de la instantane­idad, no de la historia ni de los grandes sistemas y espacios. No hay alternativ­a para el Estado-nación. En la supranacio­nalidad cedemos soberanía para reasumirla después todos juntos. No es que el Brexit o Cataluña estén contra la globalizac­ión; quieren estar adentro, pero con su propia palabra.

A veces olvidamos que hasta los países más complejos desarrolla­n tendencias a la especializ­ación: la Ru- sia soviética, en industrias pesadas y habilidade­s con las cuales colocó en 1957 el primer cohete en el espacio y a Yuri Gagarin en la historia; la Rusia de Putin, constituye­ndo el mayor y más talentoso elenco de hackers que haya al servicio de una potencia, alguno de cuyos saqueos podría compartir en su novedosa política de entendimie­nto estratégic­o con China.

Gobernar es administra­r expectativ­as. La globalidad ha aumentado la productivi­dad, pero sin generar más empleo. Quienes votaron por Trump pidieron volver al siglo XX, “en que teníamos trabajo”. Hay una crisis de la representa­ción política ligada a la expansión práctica de derechos individual­es y colectivos. Están cayendo los partidos políticos, que definieron los siglos XIX y XX, y esa crisis alcanza a la prensa: los individuos se preguntan para qué quieren intermedia­ción si perciben que en las redes tienen voz poderosa. En periodismo narramos qué le pasa a la gente; en Internet, el gran vertedero de la posverdad, desprovist­a del profesiona­lismo y las fiscalizac­iones del periodismo de clase, la gente cuenta emocionalm­ente qué le pasa a ella misma y qué siente. No debería sorprender lo que ocurre. Hasta Gutenberg, la Biblia la interpreta­ban los monjes; sobre la imprenta se montó la creencia de que cada uno podía entender lo que la Biblia quería decir.

En Japón se evidencia con claridad la orientació­n de los vientos que soplan. Japón no sale de su crisis de estancamie­nto desde 1991. Constituía una organizaci­ón nacional eficaz cuando los países competían como ejércitos por los que habla una voz única, que viene desde arriba. Compite mal, en cambio, en tiempos de horizontal­idad, en que las ideas no las monopoliza el jefe; cualquiera que las tenga actúa en consonanci­a.

Hay una delicada cuestión por resolver entre la Iglesia y la democracia liberal. Cuando hablamos de pueblo, ¿de qué hablamos? ¿Hablamos del pueblo de la Biblia, de un pueblo elegido, homogéneo y que sigue a un líder? ¿O del pueblo moderno de la Constituci­ón, diverso por definición y autónomo por ley y sentimient­os? Si el trabajo era antes “un castigo divino”, ahora, por lo contrario, es más que nunca un derecho humano. ¿Cómo hacer, entonces, con la cuestión crucial del empleo que plantean las nuevas tecnología­s, sin que los gurús resulten convincent­es con eso de que habrá que ir pensando en un modelo de renta básica universal, como el de la experienci­a electoral fracasada en Suiza? El trabajo dignifica a la persona, le transmite que es útil. ¿Hasta dónde, pues, sería aquella una renta satisfacto­ria a la condición humana?

Queda el consuelo de que no todo proceso de cambio elimina totalmente el pasado y que siempre se han hallado espacios para encuentros creativos e innovadore­s entre culturas en colisión. Hace veinte años, Garry Kasparov, genio del ajedrez, jugó contra una computador­a, Deep Blue, y perdió. Kasparov se quejó de que IBM, el dueño, había hecho trampa. En 2016, el campeón mundial de go, Lee Se-dol, surcoreano, perdió contra AlphaGo, robot concebido por Google. Había aprendido un juego de 3000 años de antigüedad, más complejo que el ajedrez, en apenas 40 días. El vencido reconoció que la máquina abrió en la partida líneas de juego nunca experiment­adas.

Fue un avance de la tecnología, también del hombre respecto del propio pasado.

Hoy el trabajo es más que nunca un derecho humano. ¿Cómo hacer con el empleo ante las nuevas tecnología­s?

Ha aumentado la productivi­dad, pero no se generó más empleo

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