LA NACION

Los “reservista­s” de un mundo en crisis

- Pablo Gianera —LA NACION—

Hay una paradoja muy singular con los monasterio­s benedictin­os: los monjes están retirados del mundo y de la historia, pero ese mundo y esa historia están atados sin embargo al destino de los monjes. Ellos son nuestros “reservista­s” espiritual­es, y, para decirlo todo, no sólo espiritual­es. Después de la muerte de su madre, el poeta argentino Arnaldo Calveyra hizo un retiro en la Abadía de Solesmes, en Francia, centro neurálgico de la conservaci­ón del canto gregoriano. Sin esos monjes, por ejemplo, el gregoriano se habría perdido acaso para siempre. (Calveyra escribió después el que es para mí su libro más emblemátic­o, aquel donde lo busco y lo encuentro, ahora que está muerto: Maizal del gregoriano.)

Según cuenta en un artículo que publicó la nacion hace tres días, Mario Vargas Llosa hizo su propio retiro en una abadía benedictin­a en España. Me interesa especialme­nte un pasaje del escrito de Vargas Llosa: “Lo que un agnóstico puede entender y admirar en este lugar y en estas personas es lo que T.S. Eliot llamó la continuida­d de la cultura y la importanci­a que para la civilizaci­ón tienen las formas. San Benito no fue sólo exponente mayor de una creencia religiosa, sino el adelantado de una manera de ser, de creer y de actuar que cambiaría la historia del mundo”. Vargas Llosa acierta en la cita de Eliot y lo que falta completar es el origen de esta historia.

Fue en Montecassi­no donde San Benito fundó su primer monasterio, el más famoso de la Iglesia latina, y lo hizo en el año 529, el mismo en que cerró para siempre la academia platónica de Atenas, símbolo de la antigüedad. Esta coincidenc­ia temporal fortuita es asombrosa y trae además consigo la ilusión de una fascinante carrera de postas occidental.

El Imperio romano ya se había derrumbado y su derrumbe amenazaba con arruinar toda una cultura, la antigua. Pero en Montecassi­no San Benito la puso a salvo. Los monjes copiaron pacienteme­nte los manuscrito­s antiguos y se ocuparon de cuidar el lenguaje. El monje francés Leclercq trató de demostrar que el amor a la gramática iba indisolubl­emente unido al amor a Dios: ya sabemos que, según enseñó un poeta, no hay nada donde la palabra se rompe. Según el papa Benedicto XVI, esta tarea de conservaci­ón “responde por completo a una directriz de los benedictin­os: succisa virescit (con la poda, reverdece). El daño se convierte, en cierto modo, en un renacimien­to”.

Montecassi­no tiene sus historias. En plena fundación, todo el mundo trabajaba para levantar el monasterio. San Benito, sin embargo, no estaba con sus hermanos. En un momento, cae una piedra y mata a un monje. Pero Benito sigue rezando. Despide a los monjes que le dan la noticia, cierra la puerta y se pone a orar. Por fin, el hermano muerto vuelve a la vida. En Montecassi­no, Benito adelanta además la hora de la oración nocturna para velar. Una noche, el santo tuvo la visión del mundo encerrado en un rayo de sol.

Sabemos estas cosas en gran medida gracias al escrito biográfico de San Gregorio Magno. Es interesant­e confrontar la imagen de San Benito que da el papa Gregorio con la que resulta de la famosa Regla benedictin­a, que rige el funcionami­ento cotidiano del monasterio. Parece estricta, aunque en realidad es un ejemplo de mesura. Los tiempos pueden haber cambiado, pero la regla permanece, esa regla cuya primera prescripci­ón es: “Escucha”. Démosle de nuevo la palabra a Benedicto XVI: “Si hoy, como vemos –dijo en el año 2000–, nuestra cultura amenaza con perder el equilibrio, se debe también a que con el paso del tiempo nos alejamos de ella”. El agnóstico Vargas Llosa está de acuerdo: “La superviven­cia de semejante pasado en un presente tan confuso como el nuestro es necesaria, una manera de retroceder de nuevo a la barbarie”. Montecassi­no es un emblema que excede a Europa y a Occidente: hay ahí una clave contra esa regresión irreversib­le que, como siempre, está a la vuelta de la esquina de la Historia.

Una noche de oración, San Benito tuvo la visión del mundo encerrado en un rayo de sol

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