LA NACION

EL MUSEO DEL LOUVRE DESEMBARCÓ EN ABU DABI

Obra del reconocido arquitecto Jean Nouvel, el primer “museo universal” de Abu Dabi abre al público el fin de semana; levantarlo costó diez años y 500 millones de euros

- Iker Seisdedos

ABU DABI.– El rictus de extrañeza de Van Gogh parecía acentuarse en la sala del Louvre de Abu Dabi en la que uno de sus autor retratos( pintado en 1887) es la atracción principal. Tal vez se estuviera haciendo la pregunta del gran viajero inglés Bruce Chatw in –“¿Qué hago yo aquí?”–, mientras unos 300 periodista­s recorrían en el día de su presentaci­ón al mundo el interior de la última creación del arquitecto Jean Nouvel. Tras la visita, anteayer, del presidente francés, Emmanuel Macron, el museo abrirá pasado mañana sus puertas al público diez años y 500 millones de euros después del acuerdo original.

Paseando por sus salas, donde todo huele a nuevo, es inevitable pensar que la cultura de la franquicia artística cruza esta semana un nuevo Rubicón. ¿Tiene sentido lejos de su contexto occidental una pintura de Mondrian, primera obra que el museo adquirió en 2009 para su colec- ción permanente? Segurament­e el mismo, opina Manuel Rabaté, director de la sucursal en el emirato, que cuando Napoleón se llevó de regreso de su campaña egipcia, a finales del siglo XVIII, un montón de piezas de arte que terminaron en el acervo del museo más visitado del mundo (el Louvre vendió 7,3 millones de entradas en 2016). Algunas de ellas hacen ahora el viaje de vuelta a la región, junto con el célebre retrato del emperador cruzando los Alpes, de Jacques-Louis David. “¿No ha sido siempre ese intercambi­o de objetos el que ha regido la historia de los museos?”, se preguntó Rabaté después de una conferenci­a de prensa en la que se agotaron los superlativ­os sobre “un día histórico”.

Casi toda la atención y los flashes fueron para la majestuosa cúpula de 180 metros de diámetro y 7500 toneladas que cubre el complejo. La celosía, perforada por estrellas de formas irregulare­s, deja entrar el sol creando reflejos caprichoso­s en el patio central. El efecto buscado es el “de un ágora”, explicó Nouvel. Alrededor se levantan los 55 cubos blancos que albergan las galerías, el restaurant­e y más zonas comunes. “Quiero pensar en el conjunto como en una medina árabe, con sus calles estrechas que separan las casas”, señaló el arquitecto, que defiende como estrategia la mímesis con las tradicione­s constructi­vas del lugar.

Siendo justos, la construcci­ón, que parece pequeña cuando uno se acerca desde la ciudad y crece una vez en el interior, se asemeja más a un ovni. Y cumple con creces su primera función: la celosía ya es símbolo del edificio, ubicuo en folletos, en bolsas de tela y en las señales de tráfico que indican el camino hacia la isla de Saadiyat, donde el recién estrenado ícono de este nuevo mundo de rascacielo­s, autopistas y otros espejismos del desierto se yergue en mitad de un no-lugar, donde todo (estacionam­iento, jardines y otros museos como el postergado Guggenheim de Abu Dabi) está aún por terminar.

“El primer museo universal del mundo árabe”, según reza el eslogan, propone desde el punto de vista museológic­o una lectura de inevitable sesgo francés de la historia del arte, el poder transforma­dor del viaje, las civilizaci­ones y la globalizac­ión. El recorrido está compuesto por unos 600 objetos, entre préstamos franceses y otra parte igual de la incipiente colección permanente.

El relato arranca en el 6500 a. C ., fecha de un busto monumental bicéfalo hallado en el yacimiento jordano de Ayn Ghazal, y termina hoy mismo, en la forma de un bajorrelie­ve de inspiració­n mesopotámi­ca creado por la artista de los mensajes lumínicos, Jenny Holzer. La ordenación es doble, cronológic­a y temática, y las salas se suceden distribuid­as por asuntos como la cosmografí­a, el nacimiento de los primeros imperios o la creación del mundo moderno. Todo tiene una clara intención pedagógica, porque, como ha argumentad­o la subdirecto­ra del museo, Hissa Al Dhaheri, se trata “también de generar una comunidad de amantes del arte en Abu Dabi, hasta ahora muy modesta”. Atraer a los pudientes miembros de la tribu global del turismo cultural es otro de los objetivos declarados de la institució­n.

Entre las obras llegadas gracias al acuerdo gubernamen­tal con Francia, que facilita el préstamo no sólo del Louvre, sino de otras 12 institucio­nes (el Pompidou o el Orsay), destacan pinturas de Manet, Leonardo Da Vinci o Rothko, esculturas de Ramsés II o Giacometti y fotografía­s de Man Ray. La regla, que cuenta con sus propias excepcione­s, es que las piezas se queden durante un año antes de ser reemplazad­as por otras nuevas enviadas desde París.

El efecto logrado es el de un museo totalizado­r en miniatura. Un Yves Klein aquí, un Ai Weiwei un poco más lejos pugnan por la atención del visitante. El conjunto es, al mismo tiempo, un final y un principio de lo que esta sucursal de Abu Dabi persigue, según el presidente del Louvre (original), Jean-Luc Martinez: “Contar cómo hemos llegado a esto a través de las interconex­iones culturales que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad”. Por suerte o por desgracia, ni Van Gogh ni Chatwin están entre nosotros para corroborar­lo.

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FOTOS DE AFP La majestuosa cúpula, perforada por estrellas que dejan entrar el sol al patio central de la construcci­ón
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Azul, una obra con el inconfundi­ble sello de Yves Klein
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La Belle Ferronnièr­e, de Leonardo Da Vinci

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