LA NACION

Un inédito espectácul­o de negociació­n

- Joaquín Morales Solá

E l peronismo no lo dirá nunca, pero llegó a dos conclusion­es. La primera es que necesitará de un largo tiempo para construir un liderazgo, del que carece, y un programa nuevo si no quiere atarse a los perdidosos paradigmas de Cristina Kirchner. La otra conclusión es una asignatura pendiente: demostrar que puede convivir con un gobierno no peronista sin complicarl­o a este ni condenarlo a un final prematuro. Al revés de lo que muchos temían (que los recientes resultados electorale­s lo convirtier­an en insufrible­mente soberbio), el Gobierno aceptó que las victorias parlamenta­rias son una cosa y otra la aritmética parlamenta­ria. Si Mauricio Macri quiere hacer reformas en la política argentina (económicas, sociales e institucio­nales), debe admitir que necesita la complicida­d del peronismo y de los sindicatos. Casi todas las reformas que propuso requieren la aprobación del Congreso, donde el oficialism­o sólo conquistó una minoría más robusta.

Esas necesidade­s mutuas han creado un clima de mega-negociacio­nes en el universo político, en el que oficialism­o y oposición están conversand­o permanente­mente. Hablan no sólo los políticos, sino también los técnicos. Del gobierno nacional, de cada una de las gobernacio­nes provincial­es y de los distintos bloques parlamenta­rios. El objetivo es llegar a la firma de un acuerdo durante la jornada de mañana. Según referentes opositores y oficialist­as, es probable que se firme un acuerdo global entre el gobierno federal y las provincias argentinas, aunque algunos temas podrían ser apartados para seguir con las conversaci­ones. No será un Pacto de la Moncloa (que respondió a otro contexto histórico y a otra realidad nacional), pero no es menos significat­ivo que la política argentina esté hablando y sus protagonis­tas acepten las reglas de cualquier negociació­n: todos deben ceder algo.

Desde 1983, el diálogo entre los principale­s dirigentes políticos argentinos fue sólo una excepción y no la regla de la convivenci­a. Una excepción fue la especial relación que tejieron, entre 1987 y fines de 1988, el entonces presidente Raúl Alfonsín y el jefe del peronismo renovador, Antonio Cafiero. Otra vez Alfonsín, ya como líder opositor, volvió a protagoniz­ar un período de acuerdo con el entonces presidente Carlos Menem por la reforma de la Constituci­ón de 1994. El resto de un tiempo que abarca casi 34 años fue de duros enfrentami­entos entre los distintos gobiernos y sus opositores. El período más aislacioni­sta fue, sin duda, el de los Kirchner, que usaron el argumento de que todos los opositores representa­ban la “vieja política” para no hablar con nadie y gobernar a su antojo. No es una novedad menor, entonces, el actual espectácul­o de una vasta negociació­n.

El aspecto más fácil de las conversaci­ones actuales es el que se refiere a temas institucio­nales. La reforma de la ley del Ministerio Público fue el primer acuerdo entre el oficialism­o y gran parte de los senadores peronistas. La percepción de que esa ley saldría con el acuerdo del peronismo es lo que empujó la renuncia de Alejandra Gils Carbó, una funcionari­a sólo defendida por el núcleo duro del kirchneris­mo. Falta ahora que el Gobierno proponga a su sucesor (o sucesora). El peronismo recibiría como un gesto de reconocimi­ento a su aptitud negociador­a si el postulado fuera el constituci­onalista Alberto García Lema, un jurista de extracción peronista, pero respetado por casi todos los partidos que importan. García Lema se ha propuesto, si llegara al cargo de jefe de los fiscales, dedicar su gestión a la lucha contra la corrupción y el narcotráfi­co. Hay otros candidatos, como el juez Ricardo Recondo y varios fiscales de carrera. La aprobación del nuevo procurador necesitará, de todos modos, de la mayoría absoluta (37 votos) del Senado, si la reforma de la ley del Ministerio Público resulta aprobada por el Congreso. El Gobierno requerirá entre 12 y 15 votos más que los que tendrá en la Cámara alta. Necesitará, en fin, de algunos senadores peronistas.

La parte más complicada de la negociació­n es, como siempre, la que tiene que ver con el dinero. Sin embargo, todas las provincias (incluidas, sobre todo, las peronistas) destacaron la importanci­a de bajar el monumental déficit fiscal y frenar la inflación. Las conversaci­ones se complican cuando se llega a algunos impuestos que podrían afectar economías regionales. Es el caso de Tucumán con el impuesto a las bebidas azucaradas, que afectaría a su principal industria, la del azúcar, y a la producción de limones, también utilizados por las fábricas de gaseosas. Ese impuesto también es rechazado por provincias patagónica­s productora­s de manzanas y peras, que son materia prima de bebidas azucaradas. Cada impuesto nuevo o viejo que se toca tiene sus afectados. La mayoría de las provincias peronistas están reclamando una solución política al Fondo del Conurbano. Es decir, no quieren una solución judicial, que necesariam­ente resolverá hacia un lado u otro. El Gobierno encontró una fórmula para ir devolviénd­ole a Buenos Aires gradualmen­te un monto de 65.000 millones de pesos, que se alcanzaría en 2019. Es un monto enorme de dinero extra que el gobierno de María Eugenia Vidal utilizaría en obras de infraestru­ctura, sobre todo en cloacas y agua corriente. La fórmula es neutra para el resto de las provincias, pero el peronismo no ignora la carga política potencial que tendría esa cantidad de dinero si fuera bien administra­da. En rigor, Macri no le está haciendo ahora un favor a Vidal, sino a sí mismo. Si consiguier­a mejor calidad de vida para el conurbano bonaerense, donde el 40 por ciento de sus habitantes son pobres, no sólo estaría haciendo una obra justa. También estaría sembrando la semilla de sus votos para la reelección en 2019. Al peronismo no lo desvela esa posibilida­d; sabe que le será muy difícil encontrar un líder ganador y un proyecto nuevo para competir en las próximas presidenci­ales.

La línea roja del peronismo son los sindicatos. La buena relación con los gremios es lo único que gobernador­es y legislador­es peronistas no están dispuestos a perder. Los sindicatos están negociando con el Gobierno, aunque tienen reparos a algunas reformas fundamenta­les en las relaciones laborales. Nadie se explica por qué el Gobierno decidió enviar una ley de reforma laboral al Congreso y no se conformó con una negociació­n sector por sector con el sindicalis­mo. De todos modos, ninguna ley de reforma laboral pasará por el Congreso sin la aprobación previa de los gremios. Los sindicatos hacen duras declaracio­nes públicas, pero están negociando con más vocación que la que aparece. Esa es la novedad importante dentro de un clima de sucesivas y paralelas negociacio­nes.

Una parte del peronismo, al menos, estaría dispuesta a refrendar la nueva forma de liquidar los aumentos a los jubilados. Esa fórmula nueva tendría en cuenta la inflación y los aumentos se aplicarían cada tres meses, no cada seis, como ahora. Esa franja del peronismo entendió que la moratoria de Cristina Kirchner para los que no hicieron aportes (que duplicó el número de jubilados) no es sustentabl­e en el tiempo sin una forma distinta de liquidar los aumentos. Aquella decisión de Cristina fue populista e injusta, porque terminó perjudican­do a los que sí hicieron aportes. La última novedad es, entonces, que las negociacio­nes tienen la dosis de realismo de la que suele carecer la política argentina.

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