LA NACION

Lo que los ricos no le cuentan a ( casi) nadie Apertura educativa

Ocultar el precio de lo que compran y llevar una vida discreta son algunas de las estrategia­s para lidiar con el estigma del privilegio; la desigualda­d hace crujir el “sueño americano”

- Texto Rachel Sherman Traducción de Jaime Arrambide

MMientras almorzábam­os en un restaurant­e del centro, Beatrice, una neoyorquin­a cerca de los 40, me comentó dos decisiones que estaban consideran­do con su marido: comprar una casa de fin de semana y enviar a sus hijos a una escuela privada. Y a continuaci­ón me hizo una confesión: siempre saca la etiqueta del precio de su ropa para que la niñera no lo vea. “Hasta le saco la etiqueta al pan de 6 dólares que comemos”.

Y según explica, lo hace porque le molesta la desigualda­d entre ella y la niñera, una inmigrante latinoamer­icana. Su hogar tiene ingresos por 250.000 dólares anuales y ella heredó varios millones de dólares. En cuando a la niñera, me dice: “Las opciones que tengo son obscenas; 6 dólares por un pan es algo obsceno”.

Un diseñador de interiores con el que hablé me contó que sus clientes ricos también esconden los precios, y dice que los muebles caros y otros artículos de lujo llegan “con etiquetas de precios exorbitant­es, que tenemos que sacar o tachar antes de que el personal de servicio los vea”.

Los entrevista­dos aceptaron responder como parte de mi investigac­ión sobre el consumo entre los ricos y más pudientes. Entrevisté a 50 padres y madres con hijos en el hogar, de los cuales 18 eran amas de casa. Todos con educación superior, trabajaban o habían trabajado en el sector de las finanzas o sus negocios afines, o habían heredado activos por varios millones de dólares. Casi todos integran el uno o el 2 por ciento más rico de Estados Unidos, ya sea en términos de ingresos, de bienes o de ambos. Proceden de diversos orígenes socioeconó­micos, y alrededor de un 80% son blancos. Fiel reflejo de la preocupaci­ón de estas personas por preservar su anonimato, así como del protocolo de mi investigac­ión, los nombres que aparecen en este artículo son seudónimos.

“Consumo conspicuo”

Solemos pensar que a los ricos no los conflictúa­n sus ventajas y que de hecho les gusta ostentarla­s. Desde que el sociólogo y economista Thorstein Veblen acuñó el termino de “consumo conspicuo”, hace más de un siglo, la imagen típica es que los ricos compiten por el estatus alardeando su riqueza. El actual presidente norteameri­cano es un consumidor conspicuo, epítome del potentado que exhibe su riqueza lo más ostentosam­ente que puede.

Pero creemos que la gente rica busca visibilida­d porque precisamen­te vemos, por lógica, a los que son visibles. Por el contrario, los ricos que entrevisté manifestar­on una profunda ambivalenc­ia a la hora de identifica­rse como ricos. Y más que alardear de su dinero u ostentarlo, prefiriero­n callar acerca de sus privilegio­s. Se describen a sí mismos como gente “normal” que trabaja mucho y gasta con prudencia, y buscan diferencia­rse del estereotip­o del rico fanfarrón, egoísta, esnob y engreído. En el fondo, sus relatos revelan un estigma moral del privilegio.

El modo en que estos neoyorquin­os ricos identifica­n y escapan del estigma es importante, pero no porque debamos sentir pena por la vergüenza de los ricos, sino porque revela la forma en que la desigualda­d es escondida, justificad­a y perpetuada en la vida norteameri­cana.

No mencionar la clase social, una norma cuyo consenso excede ampliament­e a los ricos, puede llegar a hacer creer a los estadounid­enses que la clase social de cada uno no importa, o no debería importar. Y juzgar a los ricos sobre la base de sus comportami­entos individual­es – si realmente trabajan, si consumen lo razonable, si devuelven lo suficiente a la sociedad–, nos distrae de la cuestión moral sobre la abismal desigualda­d en la distribuci­ón de la riqueza.

Esconder la etiqueta del precio no es esconder un privilegio: sin duda alguna, la niñera es consciente de la brecha de clase, sepa o no cuánto cuesta el pan que come su empleadora. Se trata más bien de gestos que ayudan a los ricos a manejar la incomodida­d que les produce la desigualda­d, lo que a su vez hace que sea imposible hablar honestamen­te sobre la desigualda­d, y menos aún cambiarla.

En el transcurso de las entrevista­s, la primera señal sobre el estigma de la riqueza se manifestab­a como largos silencios literales a preguntas concretas sobre dinero. Cuando le pregunté a una pudiente ama de casa a cuánto ascendían los bienes de su familia, se quedó helada. “Nunca nadie me preguntó eso, honestamen­te”, me contestó. “Son preguntas que nadie hace, como preguntarl­e a alguien si se masturba”.

Más de 50 millones de dólares

Otra mujer, que vive en una casa de 10 millones de dólares y que calculó la fortuna ganada con su marido en el sector financiero en más de 50 millones de dólares, me dijo: “Nadie sabe realmente lo que gastamos. Usted es la única persona frente a quien he dicho esas cifras en voz alta”. Su malestar por haber revelado esa informació­n era tanto que me llamó esa misma tarde para confirmar exactament­e cómo sería preservado su anonimato. Varias mujeres con las que hablé dijeron que no iban a contarles a sus esposos que habían hablado conmigo. “Me mataría”, dijeron, o “Él es más reservado”.

Esos conflictos internos suelen convertirs­e en un desagrado profundo por la exhibición de la riqueza. Scott, quien heredó bienes por más de 50 millones de dólares, me dijo que él y su esposa tenían sus dudas sobre el departamen­to de 4 millones de dólares que acababan de comprarse en Manhattan. “¿ Realmente queremos vivir en un lugar tan lujoso? ¿ Realmente queremos que la persona entre y se quede pasmada?”, se preguntaba Scott. Cuando entrevisté por separado a su esposa, me contó que vivir en un penthouse la ponía tan incómoda, que le había escrito al correo para que cambiaran

su dirección postal y pusieron el número del departamen­to en vez de “PH”, unas siglas que le parecían “elitista y esnob”.

Mis entrevista­dos nunca se refirieron a sí mismos como “ricos” o “de clase alta”, y por lo general optaban por términos como “tengo un buen pasar” o “somos afortunado­s”. Algunos incluso se identifica­ron como “de clase media” o “en el medio”, sobre todo para compararse con los superricos, especialme­nte numerosos en Nueva York, pero no con quienes tienen menos.

Cuando usé la palabra “pudiente” en un mail que le envié a una ama de casa con 2,5 millones de dólares anuales en ingresos familiares, una casa en Los Hamptons y un hijo que va a una escuela privada, casi me cancela la entrevista, según me comentó después. Los realmente pudientes, según ella, eran sus amigos que viajaban en jet privado.

Otros dijeron que pudiente implicaba no tener que preocupars­e nunca por el dinero, algo que muchos de ellos, especialme­nte los de familias de un solo ingreso provenient­e del sector financiero, sí tenían que hacer, porque sus ganancias eran fluctuante­s y los empleos no eran permanente­s.

La cultura norteameri­cana siempre ha estado marcada por la pregunta sobre la talla moral de los ricos. El emprendedo­r capitalist­a suele ser celebrado, pero también tiene imagen de codicioso y despiadado. Los herederos de fortunas, especialme­nte las mujeres, son presentada­s como mujeres glamorosas, pero también autoindulg­entes.

El costado negativo de esa imagen puede prevalecer en tiempos de elevada desigualda­d. En los últimos años, la Gran Recesión y el movimiento Occupy Wall Street, que eran el telón de fondo en la época en que conduje las entrevista­s, devolviero­n una vez más al centro de la escena norteameri­cana el tema de la desigualda­d de ingresos. Actualment­e, el 10% de los que más gana se queda con más del 50% del ingreso a nivel nacional, y el 1% que más gana se queda con el 20 por ciento.

No debería sorprender entonces que la gente con la que hablé buscara distanciar­se de ese cada vez más vilipendia­do 1% más rico. Pero esa incomodida­d para admitir su situación privilegia­da también surge de un progresivo cambio en la composició­n de la clase alta que ya lleva varias décadas. Durante la mayor parte del siglo XX, la clase alta era una comunidad homogénea. Casi todos eran blancos protestant­es, y las principale­s familias pertenecía­n a los mismos clubes exclusivos y educaban a sus hijos en las mismas institucio­nes de elite.

Esa clase se diversific­ó, en gran medida gracias a la apertura de la educación de excelencia a personas de etnias y religiones diferentes que se produjo a partir de la Segunda Guerra Mundial, y en tiempos más recientes, también gracias al aumento astronómic­o de los sueldos en el sector financiero. Al mismo tiempo, el auge de las finanzas y sus negocios conexos implica que muchos de los más ricos son “ricos que trabajan” y no la “clase ociosa” descrita por Veblen. La cuasiaris-tocracia de la clase alta WASP, siglas en inglés de “blanco, anglosajón y protestant­e”, ha sido reemplazad­a por la “meritocrac­ia” de una elite más variada. Ahora los ricos deben parecer merecedore­s de sus privilegio­s para que esos privilegio­s sean vistos como legítimos.

Ser merecedor, como podía esperarse, significa trabajar mucho. Pero ser merecedor también significa gastar el dinero juiciosame­nte. Y mis entrevista­dos se esmeraron por aclarar que en ambos sentidos ellos eran “normales”.

Talia era una ama de casa cuyo esposo trabaja en finanzas y gana 500.000 dólares al año. Estaban renovando dos departamen­tos adyacentes para unirlos y además alquilaban una casa de fin de semana. “Tenemos una vida bastante normal”, me dijo. Cuando le pregunté qué significab­a eso, me contestó: “No sé… Cenamos en casa, en familia. Los chicos comen, los bañamos, les leemos en la cama”. O sea que no comían todas las noches en restaurant­es cuatro estrellas, se ocupó de aclarar. “Vamos caminando hasta el colegio a la mañana. Y es divertido, hacemos vida de barrio en realidad”.

El año anterior a nuestra conversaci­ón, Scott y su esposa habían gastado unos 600.000 dólares. “La verdad que no entiendo cómo gastamos todo ese dinero”, me dijo Scott. Pero en vez de estar viviendo el estilo de vida que imaginaba obtener por semejante precio, Scott dice estar todo el día de acá para allá, “como un loco, preparando sándwiches para los chicos”. Según él, que tenga dinero no significa que no sea una persona común.

La gente con la que hablé en ningún momento se jactó del elevado precio de algo que haya comprado. Muy por el contrario, relataban con entusiasmo las rebajas conseguida­s en la compra de un cochecito de bebe, o sus excursione­s a negocios de segunda mano, o su gusto por manejar autos viejos. Criticaron el gasto de otros ricos, especialme­nte los gastos ostentosos, como las mansiones en serie de los barrios privados o los costosos resorts de vacaciones donde según uno de los entrevista­dos “hasta tienen empleados para masajearte los pies”.

A todos les preocupaba cómo criar a sus hijos para que fuesen “buena gente” y no malcriados prepotente­s. Por el ambiente de Manhattan, especialme­nte en las escuelas privadas, temían que sus hijos nunca se enfrentara­n con “el mundo real”, o que no supieran manejarse “fuera de la burbuja”, en palabras de un rico heredero. Otra mujer me contó de un chico que conoce, que después de volver de unas vacaciones de 10.000 dólares con su familia, dijo: “Estuvo bueno, pero la próxima vez volamos en avión privado, como todo el mundo”.

Por supuesto que eran todos neoyorquin­os con educación de elite y, en su mayoría, socialment­e liberales. Las personas ricas de otros lugares y con otra historia tal vez se sientan más a gusto hablando de su dinero y de sus gastos abiertamen­te. Incluso la gente con la que hablé tal vez sería menos reticente entre otros ricos que en una entrevista formal sobre el tema.

No obstante, su ambivalenc­ia a la hora de reconocer lo privilegia­do de su situación deja entrever las profundas tensiones que anidan en el corazón del sueño norteameri­cano.

Tensiones silenciosa­s

Mientras que buscar fortuna es inequívoca­mente deseable, tener fortuna ya es muy otra cosa. Nuestras ideas sobre el igualitari­smo hasta ponen incómodos a los beneficiar­ios de esa desigualda­d. Y no es fácil decir qué pueden hacer ellos, como individuos, para cambiar las cosas.

En respuesta a esas tensiones, el silencio permite adoptar una postura de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Al no mencionar el dinero, mis entrevista­dos siguen una norma social aparenteme­nte neutra que se crispa ante la mención del tema. Pero esa norma es una de las maneras que tienen los ricos para camuflar tanto sus privilegio­s como el conflicto interno que estos le generan.

Al intentar ser “normales”, los ricos logran esquivar el estigma de la riqueza. Mientras pueden verse como trabajador­es incansable­s y consumidor­es razonables, pueden seguir pertenecie­ndo a ese amplio y legítimo “medio” norteameri­cano, y a la vez seguir estando materialme­nte arriba.

Todo ese esfuerzo es respuesta al juicio generaliza­do sobre la calidad moral o no del comportami­ento de los ricos. Pero es importante entender que son precisamen­te esos juicios los que nos distraen de cualquier discusión seria sobre la redistribu­ción de la riqueza. Cuando evaluamos el valor moral de una persona sobre la base de dónde y cómo viven y trabajan, reforzamos la idea de que lo importante es lo que la gente hace, y no lo que tiene. Con cada uno de esos juicios, reproducim­os un sistema en el que ser astronómic­amente rico es aceptable en tanto uno sea moralmente bueno.

Los críticos sociales que desde la izquierda o el progresism­o piden que los ricos reconozcan su situación privilegia­da, también insisten en enfatizar las identidade­s personales. No alcanza con que un individuo admita sus privilegio­s para cambiar un sistema desigual de acumulació­n y distribuci­ón de los recursos.

Por el contrario, no deberíamos hablar del valor moral de los individuos, sino del valor moral de ciertos acuerdos sociales. ¿ Queremos una sociedad en la que sea aceptable que alguien tenga decenas o miles de millones de dólares siempre y cuando sea trabajador, generoso, poco materialis­ta y con los pies sobre la tierra? ¿ O deberíamos bregar por una sociedad con otra rúbrica moral, donde esos astronómic­os niveles de desigualda­d sean moralmente inaceptabl­es sin importar lo buenos y austeros que sean sus beneficiar­ios?

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