La contemplación, juego de miradas
San Juan de la Cruz pensaba que la contemplación era la ciencia secreta de Dios
C uando contemplamos una obra de arte, también ella, de un modo misterioso, nos contempla a nosotros. La novela Maes
tros antiguos, de Thomas Bernhard, parece hacer propia esa presunción. Dos hombres se encuentran todos los días en un banco de la sala Bordone del Kunsthistorisches Museum de Viena para contemplar un único cuadro: El hombre de la
barba blanca, de Tintoretto. Esos encuentros son la excusa para que uno le cuente al otro su vida, o parte de ella, y ponga en funcionamiento una implacable meditación sobre el arte. Lo hacen delante del cuadro y el hombre del cuadro es el testigo mudo de sus confesiones. La experiencia artística consiste en esa ilusión contemplativa de que algo, o alguien, nos mira, nos escucha o nos habla en secreto detrás de la obra, porque la contemplación no es solamente visual, sino también auditiva. Antes de que se subastara anoche
Salvator Mundi, la pintura atribuida a Leonardo da Vinci fue expuesta en la casa Christie’s y alguien tuvo la idea de poner una cámara un poco por debajo del cuadro y registrar las reacciones de los visitantes. El resultado, con la colaboración del mon- taje, depara ese mismo abismo de la contemplación estética.
Los rostros podrían servir para una galería de muecas. Algunos parecen literalmente iluminados por el cuadro; otros miran con una sonrisa de asombro bien terrenal; unos terceros parecen reservados, como si lo que ven los intimidara, y todavía otros más, en grupo, se mantienen juntos como si quisieran protegerse. El Salvator Mundi los contempla con la esfera transparente en la mano izquierda y la misericordia en los ojos.
No todos los visitantes – fueron más de 27.000, entre ellos Patti Smith y Leonardo DiCaprio– son propensos a lo que terminó llamándose síndrome de Stendhal, esa perturbación física – aceleración del ritmo cardíaco, vahído, mareo, vértigo, un dolor que nace de una inmensa alegría imposible de retener– que puede producir la visión de una obra de arte. En uno de sus libros de viajes ( Ro
ma, Nápoles y Florencia), Stendhal, en una descripción que terminó volviéndose famosa y muy citada, expli- có qué le pasó exactamente. “Había llegado a ese grado de emoción en el que se tropiezan las sensaciones celestes dadas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”. El síndrome puede producirse no sólo en un museo o en una basílica. José Emilio Burucúa contó que sintió algo parecido ante un libro ( ¿ era de la imprenta de Gutenberg?). Todos los bibliófilos sentimos eso, a veces, muy raras veces, cuando tenemos en las manos ( casi siempre de prestado) tal o cual volumen, tal o cual ejemplar con ex libris, tal o cual manuscrito. Algo de eso sentí cuando vi hace poco, en una muestra en la Biblioteca Nacional, el manuscrito de “Pierre Menard” de Borges, una especie de Santo Grial de la literatura del siglo XX. Claro que en este caso el síndrome de Stendhal está más ligado al fetichismo de la escritura de puño y letra que a la experiencia artística. Pero seamos justos: la lectura es también una variedad de la contemplación y le competen las mismas leyes de ese juego de miradas. Lo contemplado, como toda mirada, demanda un desciframiento.
El teólogo italiano Ugo Perone, discípulo del filósofo Luigi Pareyson, dijo una vez que no existe contemplación estética o religiosa que no implique una relación personal con lo contemplado: la contemplación es acción porque implica una presencia total de la persona. Tal vez por eso, podríamos agregar, San Juan de la Cruz pensaba que la contemplación era la ciencia secreta de Dios.
Toda contemplación está colmada de misterio. En Salvator Mundi, ese misterio pertenece tanto a la representación como a lo representado.