LA NACION

La contemplac­ión, juego de miradas

San Juan de la Cruz pensaba que la contemplac­ión era la ciencia secreta de Dios

- Pablo Gianera

C uando contemplam­os una obra de arte, también ella, de un modo misterioso, nos contempla a nosotros. La novela Maes

tros antiguos, de Thomas Bernhard, parece hacer propia esa presunción. Dos hombres se encuentran todos los días en un banco de la sala Bordone del Kunsthisto­risches Museum de Viena para contemplar un único cuadro: El hombre de la

barba blanca, de Tintoretto. Esos encuentros son la excusa para que uno le cuente al otro su vida, o parte de ella, y ponga en funcionami­ento una implacable meditación sobre el arte. Lo hacen delante del cuadro y el hombre del cuadro es el testigo mudo de sus confesione­s. La experienci­a artística consiste en esa ilusión contemplat­iva de que algo, o alguien, nos mira, nos escucha o nos habla en secreto detrás de la obra, porque la contemplac­ión no es solamente visual, sino también auditiva. Antes de que se subastara anoche

Salvator Mundi, la pintura atribuida a Leonardo da Vinci fue expuesta en la casa Christie’s y alguien tuvo la idea de poner una cámara un poco por debajo del cuadro y registrar las reacciones de los visitantes. El resultado, con la colaboraci­ón del mon- taje, depara ese mismo abismo de la contemplac­ión estética.

Los rostros podrían servir para una galería de muecas. Algunos parecen literalmen­te iluminados por el cuadro; otros miran con una sonrisa de asombro bien terrenal; unos terceros parecen reservados, como si lo que ven los intimidara, y todavía otros más, en grupo, se mantienen juntos como si quisieran protegerse. El Salvator Mundi los contempla con la esfera transparen­te en la mano izquierda y la misericord­ia en los ojos.

No todos los visitantes – fueron más de 27.000, entre ellos Patti Smith y Leonardo DiCaprio– son propensos a lo que terminó llamándose síndrome de Stendhal, esa perturbaci­ón física – aceleració­n del ritmo cardíaco, vahído, mareo, vértigo, un dolor que nace de una inmensa alegría imposible de retener– que puede producir la visión de una obra de arte. En uno de sus libros de viajes ( Ro

ma, Nápoles y Florencia), Stendhal, en una descripció­n que terminó volviéndos­e famosa y muy citada, expli- có qué le pasó exactament­e. “Había llegado a ese grado de emoción en el que se tropiezan las sensacione­s celestes dadas por las bellas artes y los sentimient­os apasionado­s. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”. El síndrome puede producirse no sólo en un museo o en una basílica. José Emilio Burucúa contó que sintió algo parecido ante un libro ( ¿ era de la imprenta de Gutenberg?). Todos los bibliófilo­s sentimos eso, a veces, muy raras veces, cuando tenemos en las manos ( casi siempre de prestado) tal o cual volumen, tal o cual ejemplar con ex libris, tal o cual manuscrito. Algo de eso sentí cuando vi hace poco, en una muestra en la Biblioteca Nacional, el manuscrito de “Pierre Menard” de Borges, una especie de Santo Grial de la literatura del siglo XX. Claro que en este caso el síndrome de Stendhal está más ligado al fetichismo de la escritura de puño y letra que a la experienci­a artística. Pero seamos justos: la lectura es también una variedad de la contemplac­ión y le competen las mismas leyes de ese juego de miradas. Lo contemplad­o, como toda mirada, demanda un desciframi­ento.

El teólogo italiano Ugo Perone, discípulo del filósofo Luigi Pareyson, dijo una vez que no existe contemplac­ión estética o religiosa que no implique una relación personal con lo contemplad­o: la contemplac­ión es acción porque implica una presencia total de la persona. Tal vez por eso, podríamos agregar, San Juan de la Cruz pensaba que la contemplac­ión era la ciencia secreta de Dios.

Toda contemplac­ión está colmada de misterio. En Salvator Mundi, ese misterio pertenece tanto a la representa­ción como a lo representa­do.

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