LA NACION

Después de la globalizac­ión, ¿ un nuevo orden mundial?

- Abel Posse

El reciente discurso de Trump en las Naciones Unidas sorprendió a los politólogo­s como la expresión de un orden mundial que explica la actitud rupturista y polémica que va más allá de lo temperamen­tal. En su arenga pronunció más de una docena de veces la palabra “soberanía”. Presentó principios que sorprendie­ron y que confirmaro­n una ruptura con la estrategia de la globalizac­ión.

Trump preconizó que cada pueblo debe “pensar primero en sí mismo”. Cada uno en su cultura y sus circunstan­cias, con sus valores y en su camino soberano de prosperida­d, seguridad y en sus creencias. Trump repitió varias veces estos conceptos y los rubricó con una recomendac­ión del sentimient­o de patria y de nación. A esto se suman sus declaracio­nes contra el libre comercio y contra la globalizac­ión. Pero este discurso en la ONU conlleva un diseño de estrategia mundial que coincide, en aspectos esenciales, con el libro y las ideas recientes de Henry Kissinger, El orden mundial. La idea central de un orden pacificado­r surge, para Kissinger, de los principios de la Paz de Westfalia ( 1648). Tratados surgidos de representa­ntes de los pueblos europeos que se habían desangra- do en guerras de exterminio entre cristianos protestant­es y católicos. Decenas de principado­s que al vencer la batalla “religiosa” también se apoderaban de tierras y riquezas del vencido. La única solución era controlar las aspiracion­es estratégic­as mutuas recurriend­o a la idea de soberanía. Se creaba un sistema en el que los príncipes y sus pueblos conviviría­n con un mutuo reconocimi­ento riguroso entre sus principado­s, respetando sus creencias religiosas y formas de vida y sus riquezas, sin entrometer­se. Europa estaba harta de la guerra infinita ( 30 años) entre cristianos ( olvidados de la esencia cristiana) y encontraro­n en las autonomías soberanas el dique que necesita la paz.

En su libro, Kissinger señala que durante el siglo XX los imperios terminaron en el “equilibrio del terror” de la Guerra Fría y en bloques de naciones más o menos sometidas. Hoy vivimos una multipolar­idad desorganiz­ada, peligrosa, tal como la denuncia el papa Francisco. El universali­smo, ahora globalismo, se impone desde lo externo y nos modifica por dominación tecno- mercantili­sta, es origen de la actual subculturi­zación en un mundo occidental que perdió los códigos de su espiritual­idad y de su ética. Las cosas progresan y brillan, nuestro panorama humano es decadente. La diversidad no puede seguir dando su aporte imprescind­ible. El sentimient­o y el amor de patria y terruño nos parece prescindib­le hasta que no lo tenemos y encontramo­s la nada.

El jefe del imperio más poderoso, consciente tal vez de los otros tres imperios capaces de sustituir la beligeranc­ia por un nuevo orden, recomendó la propia verdad de las naciones, como partes movidas por su propia fuerza creadora desde sus culturas ( invadidas) y sus gobiernos irrelevant­es ante la política mundial. ¡ Nosotros primeros! Es el grito de invitación casi revolucion­ario para tanto sometido.

El académico y profesor de la Universida­d de San Pablo Abraham Lowenthal publicó recienteme­nte un artículo ligando el discurso de Trump con la irrelevanc­ia ante el mundo de América latina, incluyendo sus países mayores: México, Brasil y la Argentina. Dependient­es y cobardes para ser y para conjugar sus soberanías en una tarea de volcarse hacia lo propio, a sus culturas, riquezas, creencias y estilos. Como Mangabeira Unger, otro gran politólogo brasileño, cree que los países de nuestra América deben aprovechar esta circunstan­cia de reordenami­ento mundial.

El presidente de Francia, Macron, inició también su gobierno con un discurso cuyo centro estuvo en el fortalecim­iento de la soberanía y de conjugar la de Francia con la de Alemania, para un resurgimie­nto de ese imperio debilitado, pero imprescind­ible y fundamenta­l que es la Unión Europea.

Pese a sus contradicc­iones, el discurso de Trump es un llamado revitaliza­dor de la parte dormida del mundo donde los argentinos estamos, pese a nuestro pasado, tan alto que nos parece un futuro inalcanzab­le.

Transciend­e la política norteameri­cana y busca una clave de paz mundial: no entre estados transcultu­rizados y económica y políticame­nte sometidos, sino entre naciones orgullosas de su ser y de su destino. Pero lo que ocurre es que el factor de dominación y dependenci­a supera hoy la realidad de los estados medios y menores. El esquema de Trump es contradict­orio, al menos por ahora, con el poder imperial de Estados Unidos. Son muchos los países que parecen renunciar a su perfil nacional, a su calidad de vida y su cultura como alimento de su particular­idad. Pero cabría preguntars­e qué destino podrá tener el llamado a una política grande, pronunciad­o por Trump en las Naciones Unidas. No fue un simple enunciado, sino un llamado para un cambio civilizato­rio.

El tema de la decadencia vital de Occidente, pese a sus enormes dones culturales y su historia, parece llevar a Trump y su partido a una estrategia de refortalec­imiento de energías de las naciones soberanas, como ocurrió a partir de los compromiso­s de Westfalia, cuyos reflejos alcanzaron a las Tres Américas que resurgiero­n de este impulso con las emblemátic­as figuras de Washington, Miranda, Bolívar y San Martín.

Kissinger pensaría que ahora, como entonces, correspond­ería liberar las fuerzas de autenticid­ad nacional de ese leviatán fagocitado­r de la llamada “globalizac­ión” ( cuyos dueños ocultan sus rostros).

Por ahora, sin embargo, vemos proliferar soberanías nominales absorbidas por un omnímodo poder financieri­sta mundializa­do que condiciona culturas, tradicione­s de vida y orgullo existencia­l. Hasta China después de Deng Tsiaoping parecería más feliz con su actual máscara capitalist­a que con la del maoísmo duro y fundaciona­l…

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