Respetar no significa decir que sí a todo
Leímos hace unos días que en la Argentina “siete de cada diez chicos de entre dos y cuatro años sufren violencia física o psicológica”. Y unos días más tarde sobre la preocupación de los padres por criar hijos “con conciencia de género y respeto hacia el deseo femenino”.
Para que los adolescentes ( y los adultos), tanto varones como mujeres, puedan decir que no y puedan entender y aceptar las negativas de otras personas tienen que haberse formado desde muy chicos en sus casas confirmando que son personas merecedoras de respeto, que su palabra vale, que son escuchados en sus deseos y necesidades, que pueden decir que “no” o “basta” y el adulto a cargo va a detenerse, o lo va a tener en cuenta y explicarle que por cuestiones de salud, de ética o de seguridad, no puede aceptar ese “no” ( no quiero ir al cole) o el “basta” ( basta de vacunas).
Respetar no significa decir que sí a todo, como hacen los progenitores permisivos poniendo al niño en un lugar de rey. Eso sería hacerle creer que tiene derecho a todo y la vida en el mundo real no es así. Respetarse a uno mismo y respetar al otro son dos caras de la misma moneda: cuando el niño da órdenes y los adultos las obedecen no se hacen respetar ni enseñan consideración o respeto a su hijo.
Porque nuestra libertad termina donde empieza la del otro, y eso lo enseñamos papá y mamá a nuestros hijos desde chiquitos.
Por otro lado, a muchos adultos nos cuesta respetar a los chicos, con facilidad repetimos las conductas que nuestros padres tuvieron con nosotros, seguramente lo hagamos “por su propio bien” ( como dijo Alice Miller en su libro). Creemos que los fortalecemos cuando contamos aquello que nos pidió que no contemos, o cuando nos burlamos de su vergüenza, o cuando los amenazamos y atemorizamos para que nos hagan caso, incluso cuando los hacemos pasar vergüenza para que dejen de comerse las uñas o de hacerse pis en la cama, o cuando seguimos luchando un rato más o hacemos unas cosquillas más a pesar de sus “no” desesperados o sus reclamos llorosos.
Burlas, ironía, vergüenza, culpabi- lización, humillación, amenazas, violencia física o emocional – que incluye el “ninguneo”, es decir, el no responder, no tener en cuenta al otro– están grabados a fuego en nuestras mentes porque siendo chicos, las personas en quienes confiábamos, que nos cuidaban y marcaban la senda, algunas veces no nos respetaban, repitiendo sin revisar lo que probablemente había ocurrido en su infancia con sus propios padres.
Respondamos también sus preguntas sin mentiras. Al “¿ qué te pasa, mamá?” contestemos “estoy preocupada por un tema de grandes, no necesitás preocuparte” o “me molesta que me interrumpas a cada rato”, por poner un ejemplo. Cuando les decimos “nada” los confundimos, porque ellos creen que mamá no miente y entonces dudan de su percepción ( en realidad acertada, porque a mamá sí le pasaba algo), o dejan de preguntar al darse cuenta de que mamá no tiene espalda para responderles. Lo cierto es que por ese camino se empobrecen, porque dejan de usar a sus referentes principales como tales.
Es durante los primeros años de vida, en la matriz de la relación padres- hijos, que se gestan la fortaleza ( o las dificultades) para confiar en las señales que nos brinda nuestro mundo interno y también para ver las señales que nos envía la otra persona y actuar de acuerdo con eso que vemos tanto en nosotros como en los demás. Sólo así podremos defendernos, decir que no, y también, claro, aceptar un no como respuesta.