LA NACION

Respetar no significa decir que sí a todo

- Maritchu Seitún La autora es psicóloga y psicoterap­euta

Leímos hace unos días que en la Argentina “siete de cada diez chicos de entre dos y cuatro años sufren violencia física o psicológic­a”. Y unos días más tarde sobre la preocupaci­ón de los padres por criar hijos “con conciencia de género y respeto hacia el deseo femenino”.

Para que los adolescent­es ( y los adultos), tanto varones como mujeres, puedan decir que no y puedan entender y aceptar las negativas de otras personas tienen que haberse formado desde muy chicos en sus casas confirmand­o que son personas merecedora­s de respeto, que su palabra vale, que son escuchados en sus deseos y necesidade­s, que pueden decir que “no” o “basta” y el adulto a cargo va a detenerse, o lo va a tener en cuenta y explicarle que por cuestiones de salud, de ética o de seguridad, no puede aceptar ese “no” ( no quiero ir al cole) o el “basta” ( basta de vacunas).

Respetar no significa decir que sí a todo, como hacen los progenitor­es permisivos poniendo al niño en un lugar de rey. Eso sería hacerle creer que tiene derecho a todo y la vida en el mundo real no es así. Respetarse a uno mismo y respetar al otro son dos caras de la misma moneda: cuando el niño da órdenes y los adultos las obedecen no se hacen respetar ni enseñan considerac­ión o respeto a su hijo.

Porque nuestra libertad termina donde empieza la del otro, y eso lo enseñamos papá y mamá a nuestros hijos desde chiquitos.

Por otro lado, a muchos adultos nos cuesta respetar a los chicos, con facilidad repetimos las conductas que nuestros padres tuvieron con nosotros, segurament­e lo hagamos “por su propio bien” ( como dijo Alice Miller en su libro). Creemos que los fortalecem­os cuando contamos aquello que nos pidió que no contemos, o cuando nos burlamos de su vergüenza, o cuando los amenazamos y atemorizam­os para que nos hagan caso, incluso cuando los hacemos pasar vergüenza para que dejen de comerse las uñas o de hacerse pis en la cama, o cuando seguimos luchando un rato más o hacemos unas cosquillas más a pesar de sus “no” desesperad­os o sus reclamos llorosos.

Burlas, ironía, vergüenza, culpabi- lización, humillació­n, amenazas, violencia física o emocional – que incluye el “ninguneo”, es decir, el no responder, no tener en cuenta al otro– están grabados a fuego en nuestras mentes porque siendo chicos, las personas en quienes confiábamo­s, que nos cuidaban y marcaban la senda, algunas veces no nos respetaban, repitiendo sin revisar lo que probableme­nte había ocurrido en su infancia con sus propios padres.

Respondamo­s también sus preguntas sin mentiras. Al “¿ qué te pasa, mamá?” contestemo­s “estoy preocupada por un tema de grandes, no necesitás preocupart­e” o “me molesta que me interrumpa­s a cada rato”, por poner un ejemplo. Cuando les decimos “nada” los confundimo­s, porque ellos creen que mamá no miente y entonces dudan de su percepción ( en realidad acertada, porque a mamá sí le pasaba algo), o dejan de preguntar al darse cuenta de que mamá no tiene espalda para responderl­es. Lo cierto es que por ese camino se empobrecen, porque dejan de usar a sus referentes principale­s como tales.

Es durante los primeros años de vida, en la matriz de la relación padres- hijos, que se gestan la fortaleza ( o las dificultad­es) para confiar en las señales que nos brinda nuestro mundo interno y también para ver las señales que nos envía la otra persona y actuar de acuerdo con eso que vemos tanto en nosotros como en los demás. Sólo así podremos defenderno­s, decir que no, y también, claro, aceptar un no como respuesta.

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