LA NACION

Temporada de calor y fiestas de 50 personas

- Félix Bruzzone

La semana pasada empezó tibiamente la temporada de piletas con algunos llamados inusuales para pileteros que, como yo, todavía parecemos abrazados a una larga siesta invernal. Y esta semana, por lo que parece, estalló. Cuando las temperatur­as alcanzan los 30° todos descubren que ya es hora de vaciar, limpiar, pintar sus piletas, y me llaman. La sensación al terminar de limpiar una pileta es de gran satisfacci­ón. Los músculos están cansados de refregar, y los ojos y la piel, ardidos por los productos químicos, pero el haber terminado, el no tener nada más que hacer y poder caminar entre esas paredes celestes que lo superan a uno en altura, es como caminar rodeado por un cielo personal, un placer que es sólo de uno, porque los verdaderos dueños de la pileta sólo disfrutará­n cuando esta esté llena de agua, momento para el cual uno ya estará lejos, probableme­nte en otra pileta.

Entre los que llamaron con cierta desesperac­ión, esta semana, está mi clienta con nietas. Ella vive con su marido y un ovejero alemán en una casa donde mantienen la pileta limpia todo el año. Su desesperac­ión, por lo tanto, por estos días, no es por vaciar y limpiar la pileta, sino por ponerla a punto. Porque las piletas, fuera de temporada, a pesar de que uno las mantenga, siempre se van un poco de punto. Quizá enojadas porque nadie las mira, porque nadie las quiere, se dejan estar. no son el agua inmaculada y brillante del verano, esa agua sostenida por grandes cantidades de cloro y ácido clorhídric­o, agua hermosa y falsa del verano. Son, más bien, el agua verdadera, el agua que irrumpe. Pero como la verdad es algo que a casi nadie le gusta, que suele doler, algo a lo que muchos ven incluso como tan peligroso como la energía atómica, tan difícil de manejar, en el inicio de la temporada alta pileteril todos reclaman maquillaje.

En este sentido, el caso de mi clienta con nietas es paradigmát­ico porque ella no sólo necesita que su pileta esté impecable para sus nietas sino que siempre tiene entre veinte y cincuenta invitados por fin de semana.

Es curioso que gente de edad avanzada, como ella y su marido, tengan siempre tantos invitados. Pero lo cierto es que, cada vez que ella necesita un retoque para su pileta, ese es el argumento: “Mirá que este fin de semana tengo cincuenta personas”. Y entonces uno va, con gran temor, porque su trabajo será evaluado por gran cantidad de gente, y debe quedar bien, y porque luego del uso que le den a la pileta todas esas personas segurament­e habrá mucho más trabajo, y hace lo mejor que puede. Sin embargo, nunca queda demasiada evidencia del paso de esas cincuenta personas. Sí, en cambio, del paso de las nietas, que a veces olvidan sus antiparras sumergidas, o alguna hebilla para el pelo. Pero las cincuenta personas parecen ser, más bien, otro de los subproduct­os del verano.

El agua falsificad­a por el cloro y las fiestas eternas de cincuenta personas brillan en el cielo de mi clienta con nietas como en ninguno de los cielos de mis otros clientes. Ella hoy está sonriente, como casi siempre, y cuando empieza a hablar de sus cincuenta invitados yo empiezo a ver cómo, muy de a poco, alrededor de ella crece una gran pileta, una pileta hasta el horizonte, llena de gente que chapotea feliz. El verano de un piletero es ese, y acaba de empezar.

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