LA NACION

La importanci­a de la CIDH

- Santiago Cantón —PARA LA NACION— Secretario de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires

L uego de llamarla “inefable e ignominios­a ”, Hugo Chávez prefirió buscar palabras más sencillas para que la audiencia comprendie­ra mejor. Nunca corto de adjetivos, la definió como una “colcha de retazos”, “basura”, “excremento puro”, “mafia” y “nefasta”. Por último, para coronar su catilinari­a tropical, agregó “es un cuerpo politizado, utilizado por el imperio para agredir a gobiernos como el venezolano”.

Las palabras de Hugo Chávez estaban dirigidas a la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos (CIDH) y con ese discurso se sumaba a una larga lista de gobiernos que durante décadas han buscado desde reducir las competenci­as de la CIDH, hasta directamen­te eliminarla por completo. Estas críticas no han respondido a una ideología política en particular. Por ejemplo, a las expresione­s chavistas que reiteran la trillada crítica de la izquierda regional que acusa a la CIDH de ser un “títere del imperio”, se le enfrentan expresione­s como “marxistas y montoneros” de un ministro de Fujimori, o la respuesta temeraria de Harguindeg­uy al informe de la visita de la CIDH de 1979: “La Argentina sólo confiesa ante Dios”, o el más vulgar “falta de objetivida­d”, del canciller de la dictadura Washington Pastor.

Las críticas continúan y en los últimos años se concentrar­on en atacar a la principal función de la CIDH para defender de manera rápida y eficiente los derechos humanos: las medidas cautelares. Primero comenzó Chávez a mediados de la década pasada, argumentan­do que la CIDH carece de mandato para otorgarlas, y dio inicio a un proceso que culminó con la renuncia de Venezuela a la OEA. La crítica chavista encontró rápidament­e un aliado en el presidente Correa, de Ecuador, que no dudó en sumarse y amenazó con retirarse del sistema interameri­cano de DD.HH. Al dúo Chávez-Correa se le sumó el Brasil de Dilma, que protestó contra una medida cautelar retirando al embajador, hecho sin precedente­s en los casi 70 años de historia de la OEA. El póquer de verdugos de la CIDH se completó con Cristina Kirchner, que a pedido de Dilma y Hugo, envió al canciller Timerman a una Asamblea General Extraordin­aria de la OEA, en Washington DC, para proponer una reforma que prácticame­nte eliminaba las medidas cautelares, y peor aún, marcaba una alarmante interrupci­ón en la histórica posición argentina de defensa incondicio­nal de la CIDH iniciada por Raúl Alfonsín en 1983.

El mandato de la CIDH para otor- gar medidas cautelares es incuestion­able. Surge del mandato convencion­al de defensa de los derechoshu­manos,delreglame­ntodela CIDH, de una práctica aceptada por los Estados durante tres décadas, figura explícitam­ente en el artículo XIII de la Convención Interameri­cana sobre Desaparici­ón Forzada de Personas y también ha sido reconocido por la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos, por el Alto Comisionad­o de derechos humanos de la ONU y por varias Cortes superiores de América latina.

Gran parte de las críticas a la CIDH de los últimos años, se debió al uso de las medidas cautelares para proteger la libertad de expresión y de prensa. Periodista­s, políticos, diarios, radios y canales de televisión de todas las Américas han sido beneficiar­ios de medidas cautelares. Desde la creación de la Relatoria Especial de Libertad de Expresión de la CIDH en 1998, se han otorgado medidas cautelares para garantizar la libertad de expresión en más de 70 casos, para proteger a cientos de personas. Recienteme­nte, la Sociedad Interameri­cana de Prensa (SIP) ha acudido a la CIDH en reiteradas oportunida­des y ha expresado su apoyo y satisfacci­ón por el otorgamien­to de medidas cautelares para proteger a diarios y periodista­s en Venezuela, Ecuador y Honduras.

Lamentable­mente, una concepción politizada de los derechos humanos, originada, razonablem­ente, en las décadas del 60 y 70, ha fomentado críticas por parte de gobiernos, sociedad civil y medios de comunicaci­ón, tanto de izquierda como de derecha, basadas netamente en argumentos políticos. Muy por el contrario, lejos de la política, el accionar de la CIDH, está sustentado en normas, principios y prácticas aceptadas por los Estados. La vigencia efectiva de los derechos humanos en América latina sólo se logrará cuando estos dejen de ser un botín de guerra político codiciado por todos los sectores.

Luego de que la CIDH admitiera la demanda del diario El Universo contra Ecuador, el presidente Rafael Correa respondió comparando la CIDH con la empresa recolector­a de basura de Guayaquil y la acusó de ser una ONG que “sataniza” a los Estados. Cuando la discusión por los derechos humanos se basa en Satán y las empresas recolector­as de basura, en lugar de basarse en normas y principios, perdemos todos.

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