LA NACION

El pasado, esa fuerza radiactiva

No hay artista inteligent­e que no sepa aprender algo del pasado de su arte y de las otras artes

- Pablo Gianera —LA NACIoN—

S alvo en muy pocos casos (cuando lo que está en juego es una destreza puramente manual o física), el conocimien­to se revela incompleto si no respira en una atmósfera, si no sabe de dónde viene ni a dónde va; si no se sabe para qué ni por qué se sabe una determinad­a cosa. En la música clásica, la masterclas­s es un género en sí mismo. Vale la pena ver siempre las de Daniel Barenboim, pero tan inteligent­es como las del Maestro argentino son las del pianista húngaro András Schiff. Hay una serie de ellas (disponible para ver online) dedicada, como las de Barenboim, a las sonatas para piano de Beethoven.

En el video, el primero que comparece ante Schiff es el joven pianista ruso Pavel Kolesnikov, que llega con la sonata Claro de luna bajo el brazo. Kolesnikov es un intérprete de veras interesant­e: vale la pena demorarse en sus versiones de Schumann, y la propia Sonata opus

27 Nº 2 resulta en sus manos ajena a cualquier complacenc­ia sentimenta­l. Pero en esa clase pública Schiff le hace, con una sabiduría de inalterabl­e amabilidad, innumerabl­es observacio­nes. Llega un momento en que, para mostrar una semejanza, Schiff toca un pasaje del último movimiento de la Sinfonía “Júpiter”, de Mozart. Hay perplejida­d en Kolesnikov, que ignora por completo qué es eso que toca el maestro. Pero también hay perplejida­d en Schiff, que se resiste a creer que un pianista hecho y derecho no reconozca la última sinfonía de Mozart. Es el peligro del tecnocrati­smo: Kolesnikov lo sabe casi todo del piano, pero acaso muy poco (aun en el territorio musical) de lo que sucede fuera de él. Es posiblemen­te un problema generacion­al. Pianistas tan distintos entre sí como Wilhelm Kempff, Claudio Arrau o Glenn Gould tenían una cultura musical de peso completo. Para ellos, el pasado era radiactivo.

En el conservato­rio en el que doy clases, un alumno deploró una tarde la excesiva carga horaria de las materias más teóricas y la escasez del tiempo para dedicarse a su instrument­o, que era el violín. Le respondí que era posible que el plan de estudios estuviera desequilib­rado, pero que de todos modos los conservato­rios no son escuelas de oficios y que un músico no es músico por simple dominio técnico. Algo parecido pasa con escritores que leen la última novedad que publica la editorial de moda, pero ignoran quiénes fueron ni qué escribiero­n Thomas Mann o Victor Hugo. ¿Y qué decir de los mitos griegos y de Las mil y una noches? ¿Qué decir de la Biblia?

No hay artista inteligent­e que no sepa aprender algo del pasado de su arte e incluso –redoblemos la apuesta– de las otras artes. Basta pensar en cuánto aprendió el arquitecto Adolf Loos de los compositor­es de su época, o en el modo en que, antes, otros compositor­es aclimataro­n la literatura a la composició­n musical. El húngaro Imre Kertész, premio Nobel de Literatura, se formó y trabajó en el aire de esa tradición europea.

Kertész puso en claro su deuda con otra arte, la música, en las notas que escribió para un disco de, justamente, A Recollecti­on, que reunía piezas para piano de Leos Janácek. Es un escrito breve (del tamaño regular de las liner notes) que adopta la forma de una carta a Schiff. En realidad, habría que leerlo como la declaració­n de una poética: “Fue probableme­nte por medio de la música que me hice escritor. No hablo aquí de buscar una supuesta «musicalida­d» o de la cadencia de las oraciones, sino de un principio constructi­vo de composició­n”.

Además de ser prueba de empobrecim­iento y provincian­ismo intelectua­l, los agujeros negros del conocimien­to resultan alarmantes. ¿Por qué alarmantes? Porque interrumpe­n una cadena, la de la tradición. Sin la tradición, resultan imposibles el juicio crítico, la conversaci­ón civilizada y, desde ya, la ruptura con ella, que se llama novedad.

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