LA NACION

Los secretos de la mujer de Julio

Hoy al frente de una fuerte defensa mediática de su marido, Alessandra Minnicelli fue quien armó el blindaje jurídico que durante años protegió a De Vido

- Laura Di Marco

Si algo demuestra esta saga de silencios y denuncias es la responsabi­lidad de las esposas, o de las ex, en la trama corrupta

La mujer de Julio De Vido decidió salir del armario y jugar fuerte. Audaz, eligió un territorio adverso para defender al marido: la mesa de Mirtha Legrand, una enemiga histórica de Cristina Kirchner (una señal que fue decodifica­da a la perfección por el peronismo). Incluso, hasta se dio el gusto de digitar a los invitados: vetó a dos avezados periodista­s que llevan años investigan­do al todopodero­so ex ministro y que podrían haberla dejado mal parada, confrontán­dola con cifras y datos. Alessandra Minnicelli –a quien Cristina llamaba cariñosame­nte “Lali” hasta poco antes de la ruptura total– pasó, en un parpadeo, de la complicida­d silenciosa a la coartada mediática.

No fue la única. Embarazada de mellizos, Mónica García de la Fuente, pareja del ex vicepresid­ente kirchneris­ta, se sentó en living de Susana Giménez para defender la “integridad” de su amado, a quien llama Boudou a secas, tal como lo hacía Cristina con Kirchner. El padre de sus mellizos está imputado, entre otras causas, como jefe de una asociación ilegal destinada al enriquecim­iento ilícito. Los peritajes arrojan que su patrimonio se multiplicó por tres en los últimos seis años: un salto económico sobre el que la abogada mexicana, que vive con él en Puerto Madero, prefiere no indagar.

Si una mujer defendió a Boudou, hubo otra que lo hundió. Laura Muñoz, la ex de Alejandro Vandenbroe­le, contracara de la mexicana, fue quien terminó empujando a la Justicia al supuesto testaferro de Boudou. “Yo podría haber seguido con él o podría haberme separado sin decir nada –reconstruy­e hoy la mendocina–, también podría haber hecho un arreglo de dinero y hoy estaría tomando sol en Miami a cambio de mi silencio, como tantas. Pero convivía con un hombre que se estaba robando la plata de todos y no podía cargar con esa responsabi­lidad”.

El picante testimonio de otra ex contribuyó, durante la última semana, a la caída de Eduardo Freiler: María Carla Lago –maestra jardinera, como Muñoz– relató ante el Consejo de la Magistratu­ra detalles de las conexiones comerciale­s entre el camarista y su ex marido, el operador judicial Alfredo Lijo. Lo hizo –y no es un dato menor– en el marco de un complicado juicio de divorcio.

¿Por qué callan las que callan? ¿Les creen a sus sospechado­s maridos o simplement­e eligen mirar para el costado, con tal de seguir habitando esa zona de confort conyugal? ¿Se puede alegar inocencia viviendo al lado de un funcionari­o que de la noche a la mañana adquiere el nivel de vida de un millonario? La dependenci­a afectiva, la “adicción” a ellos, ¿puede generar una complicida­d silenciosa?

Si algo demuestra esta saga de silencios y denuncias es la responsabi­lidad de las esposas –o de las ex– en la trama corrupta. Una responsabi­lidad que excede el plano de la Justicia y que, a menudo, es difícil de ver.

Alessandra Minnicelli y su hermano, “el Mono” –también preso y acusado de integrar una banda dedicada al contraband­o aduanero–, eran hijos del único artista plástico conocido en Río Gallegos, una curiosidad que revestía a la familia de un toque de extravagan­cia, en ese pueblo grande que, aún hoy, es la capital provincial. “Lali” conoció a De Vido en el arranque de los años 90, cuando ambos estaban casados. Él era ministro de Economía de Néstor Kirchner y ella, su asesora jurídica.

Un lejano protokirch­nerismo en el que ya existía Lázaro Báez. El oscuro cajero ya había ascendido a gerente general del Banco Provincia de Santa Cruz y, desde ese lugar estratégic­o, ejecutaba, junto con De Vido, un invisible juego de pinzas que derivó en resultados muy visibles: el apriete, desde el Estado, a las empresas constructo­ras locales para cooptarlas para el futuro imperio que soñaban, junto con Néstor, el jefe y amigo. Ese fue, por ejemplo, el origen de Austral Construcci­ones. Y el inicio, también, de una innovación: la creación de un Estado corruptor.

Todos estos secretos, de alto voltaje político, compartía Julio con la entonces joven abogada que lo asistía y con quien, tiempo después, se casaría en segundas nupcias. Justamente, ese origen “ilegal” de la relación provocó un cortocicui­to inicial con Cristina, que no aceptaba la irrupción de “la otra”. Pero el tiempo hizo su trabajo. Alessandra terminó convirtién­dose en “Lali” y –lo más importante– en una asesora informal de la ex presidenta. Durante el segundo mandato de Cristina, “Lali” llegaba con innovacion­es judicales que la presidenta festejaba. En sorna, los enemigos de De Vido la llamaban, por lo bajo, “Savigny”, en alusión al jurista alemán que fundó la escuela histórica del derecho.

“Lali” no habrá creado una corriente doctrinal, pero supo blindar jurídicame­nte a su marido. Por su responsabi­lidad funcional en el Gobierno, De Vido es el funcionari­o más comprometi­do con la corrupción K. Tiene cinco procesamie­ntos en los tribunales federales. Sin embargo, dos decretos firmados por Néstor Kirchner, en 2003, le otorgaron un blindaje especial al permitirle desligar su nombre en las numerosas causas que hoy acumula en la Justicia. Esa malla de protección fue ideada por su mujer.

Su afán protector la ubicó en el centro de una polémica fenomenal: “Lali” integró la Sigen, organismo público que debía investigar, entre otros, a De Vido. En 2007, cuando tuvo que dejar el gobierno, creó junto con su amiga Marta Cascales, la mujer de Guillermo Moreno, la consultora Fonres SA, dedicada a la responsabi­lidad social empresaria. En poco tiempo, a las dos damas del poder les llovieron los contratos. Entonces, se lanzaron a la organizaci­ón de varios eventos masivos, auspiciado­s por empresas, que eran, a la vez, contratist­as del Ministerio de Planificac­ión y controlada­s por el entonces temible secretario de Comercio. Beneficio puro.

¿Víctima o cómplice? Salvando las distancias, y en un plano extremo, esa fue la pregunta que se hizo la periodista húngara Gitta Sereny en su libro Desde aquella oscuridad, en el que entrevistó a la esposa del jerarca nazi Franz Stangl. ¿Cómo había logrado permanence­r al lado de un hombre que había supervisad­o, en forma directa, la matanza de más de un millón de personas en el campo de exterminio de Treblinka? Ante la inminencia del juicio, la suerte del nazi estaba echada y no había nada en lo que dijera o callara la esposa que pudiera cambiar su situación. La mujer de Stangl terminó confesando que ella, en algún sentido, disfrutaba de la importanci­a que su marido iba adquiriend­o durante el régimen. Y, tal vez, lo más importante: admitió que su marido habría dejado los campos de exterminio, si ella hubiera amenazado con dejarlo.

En el film Blue Jasmine, Woody Allen reflexiona sobre el umbral de tolerancia en el amor conyugal, entrelazán­dolo provocativ­amente con el delito económico. Jasmine (Cate Blanchett) lleva una vida glamorosa junto a su millonario esposo (Alec Baldwin). Él se muestra como un filántropo cuando, en realidad, es un estafador. Una verdad que Jasmine no ignora, pero con la que convive para evitar poner en riesgo la relación conyugal, mientras disfruta de la buena vida en común. Sin embargo, el cuento de hadas llega a su fin el día en que él la deja por otra mujer. Recién entonces ella decide denunciarl­o ante el FBI.

Precisamen­te, la aparición de una tercera en discordia –y no la corrupción– también parece haber sido el motivo del divorcio exprés entre Lázaro Báez y su ahora ex esposa, Norma Calismonte. Una ex que jamás rompió el silencio y que sólo parece interesada en reclamar su 50 por ciento en la división de bienes. Calismonte pide 700 millones de pesos, mientras mantiene las preguntas incómodas bien lejos de su conciencia.

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