Breve historia de una larga decadencia
Causa y efecto, la Argentina es un país que genera héroes que en realidad son víctimas de la desidia. Si es inevitable encontrar en la tragedia del ARA San Juan y sus 44 tripulantes las carencias militares del país, la verdadera razón debe buscarse en la ausencia de una política de defensa diseñada en democracia.
Treinta y cuatro años después de perder el poder, las Fuerzas Armadas siguen sin encontrar un lugar, despeñadas en una larga decadencia. Una vez que el episodio se haya cerrado, con o sin rescate, es posible que vuelva también a borrarse el interés en responder la pregunta que envuelve todas las dudas: ¿qué hacer con las Fuerzas Armadas?
El poder militar no dejó de ser tal el 10 de diciembre de 1983, sino el 14 de junio de 1982, día en el que Mario Benjamín Menéndez firmó la rendición en Malvinas. Fue ahí donde el gobierno militar comenzó una fuga sin capacidad de negociación, a diferencia de otras dictaduras entre 1930 y 1973. De hecho, por primera vez los últimos gobernantes de facto fueron juzgados y condenados, con lo que se abrió una larga secuencia que, entre idas y vueltas (aprobación y derogación de leyes de obediencia y punto final; indultos concedidos y luego eliminados), continúa todavía con los procesos por violaciones a los derechos humanos.
Los militares de hoy, ajenos por edad y por convicciones, siguen pagando el alto precio de aquellos años en los que la política de defensa era bifronte: reprimía el terrorismo interno y a la vez aspiraba a concretar las veleidades bélicas de los comandantes de convertir en guerras las hipótesis de conflicto.
“Si nosotros vemos personajes que durante la existencia de la guerrilla cumplieron roles muy centrales y crueles, y hoy se han incorporado a la democracia y hasta algunos son apóstoles de los derechos humanos. Si aceptamos esos roles, ¿por qué no podemos aceptar que los militares cambiaron?”, preguntó el viernes en una radio Horacio Jaunarena, ministro de Defensa de Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde.
En estas casi cuatro décadas, el mundo bipolar de la Guerra Fría pasó a los libros de historia, la tecnología de defensa se transformó radicalmente y las hipótesis de conflicto variaron no una, sino varias veces. La decadencia castrense nunca estuvo sola en el país; siempre fue acompañada por un visible desinterés para pensar y ejecutar una nueva política de defensa.
Por una vía indirecta, sin embargo, de Raúl Alfonsín a Carlos Menem hubo dos elementos que morigeraron esa deliberada inacción: el sofocamiento de los carapintadas y los acuerdos con Chile y Brasil.
Como una reacción de los juicios contra los militares, a partir de principios de 1987, los levantamientos de Semana Santa, Monte Caseros y Villa Martelli, durante el gobierno alfonsinista, y el del Edificio Libertador, en la administración menemista, hicieron poco menos que imposible pensar una política de defensa en medio de tamañas urgencias. En todo caso, hubo acciones de contención que sirvieron para confirmar que el partido militar había desaparecido. Esa preocupación está expresada en la ley de defensa de la democracia, que reafirma, entre otras cosas, que los militares no pueden intervenir en conflictos internos.
Mientras, la Argentina concretaba dos acuerdos diplomáticos con impacto directo en su necesidad de defenderse. En 1985, Alfonsín firmó el tratado de límites con Chile y cerró una secuencia de más de un siglo que a punto estuvo de terminar en una guerra, en la Navidad de 1978. La posibilidad de ir a la batalla era una idea fija, para los comandantes del Proceso, que llevarían a cabo tres años y medio más tarde, en Malvinas. El otro riesgo bélico, un conflicto con Brasil, fue también borrado con la creación del Mercosur. El rival regional se convirtió en socio estratégico en una de las pocas políticas de Estado que han perdurado de gobierno en gobierno.
Fue así como los militares se convirtieron para la dirigencia casi en una incómoda decisión presupuestaria. Unos prejuicios mal curados llevan todavía hoy al poder político
La razón de la tragedia del ARA San Juan está en la ausencia de una política de defensa en democracia
a poner a los militares en el lugar de los asuntos ajenos.
Muy de vez en cuando aparece una noticia sobre la extendida inoperancia por falta de recursos de marinos, aviadores y soldados, cuando no una desgracia ocurrida por el uso de herramientas supera das por el tiempo. Para la Cumbre del G -20, el año próximo, el país tendrá que alquilar aviones de guerra y otros equipos para crear un escudo de protección para los jefes de Estado más importantes del mundo que visitarán Buenos Aires.
La violenta muerte del conscripto Omar Carrasco, en enero de 1996, derivó en el final del servicio militar obligatorio. Hacía décadas que se sabía que el reclutamiento masivo era innecesario. Más acá, en el final del cristinismo, el Ejército recibió recursos pero sólo a los fines de que su jefe, el general César Milani, hiciera espionaje interno.
La desaparición del ARA San Juan, cuando todavía falta conocer el desenlace y establecer las causas del desastre, es apenas el último y más llamativo eslabón de una larga cadena que no termina de cortarse.
Como a la salud de una persona, a la defensa un país la extraña sólo cuando la necesita. Tal vez sea hora de encontrarla.