LA NACION

Excursión a Puerto Blest: de la selva a la mesa

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La excursión a Puerto Blest es uno de los paseos tradiciona­les desde Bariloche. Son 25 kilómetros en micro y una hora de navegación. Al comienzo, Luis, el guía, comparte la informació­n de rigor: temperatur­a, cantidad de habitantes, cantidad de lagos, cantidad de cerros y de nieve. “Se producen 2,5 millones de litros de cerveza al año, hay más de 20 fábricas de chocolate que producen más de 600 toneladas por año”.

Mientras, los azules, turquesas, amarillos, anaranjado­s, verdes, dorados y ocres se suceden tras las ventanilla­s. El lago Nahuel Huapi está siempre y observa de manera sigilosa. Algo oculta en sus 557 metros cuadrados. Hasta se llegó a creer que una criatura de siete metros se escondía bajo esas aguas.

El recorrido continúa en silencio, entre pinos (no autóctonos) y cipreses. En una curva, aparece el imponente hotel Llao Llao sobre una colina, frente al puerto donde las embarcacio­nes esperan a los turistas.

“Les aconsejo que aprovechen para mirar el paisaje con los ojos y no a través del celular”, dice Luis mientras el catamarán se aleja de Puerto Pañuelo.

El sol penetra por las ventanilla­s y el brazo Blest, el más importante del Nahuel Huapi, también observa inmutable. En la cabina hay sillones y mesas amplias donde los desconocid­os aprovechan para compartir mate, café, charlas, medialunas y fotos.

El catamarán atraca en un pequeño muelle y, mientras se instalan las pasarelas de descenso, algunos aprovechan para subir a la popa y observar, sin vidrios de por medio, a los gigantes dormidos. La cordillera de los Andes parece pintada por algún genio omnipresen­te. “Tanta belleza y lo único que nos sale es sacar el celular y congelar una imagen”, se resigna un pasajero. El secreto del pan

“¡Bienvenido­s!”, exclama el chef mientras se calza el delantal blanco. A 150 metros del muelle, espera una mesa para veinte comensales. Tres panes humean sobre el mantel blanco. La miga es amarronada y tiene pequeñas semillas de sésamo. “La harina es de trigo integral producida en Trevelin”, dice el chef.

Al primer bocado, los “mmmm” se esparcen por toda la mesa. La textura es liviana, esponjosa y aireada. El secreto: la levadura patagónica (Saccharomy­ces eubayanus), que no puede comprarse en ningún almacén ni supermerca­do. Se requiere de mucha paciencia y espíritu explorador porque sólo está en los hongos llao llao que crecen a los pies de coihues.

“Estos hongos se comen ni bien se recolectan y tienen un sabor azucarado. ¡Son deliciosos!”, dice Lucía Pajarola antes de comenzar la caminata por la selva valdiviana en la orilla frente a Puerto Blest. Ella, junto a Mariela y Javier, forman parte de Conicet Patagonia Norte y serán los guías del recorrido.

De su bandolera, saca una bolsa con dos bolitas blancas y gelatinosa­s. A simple vista no son muy atractivos y apetecible­s. Pero tienen el componente mágico con el que no sólo se hacen esponjosos panes sino también cervezas edición limitada. La marca neerlandes­a Heineken lanzó la H41 Lager Salvaje, una cepa con matices afrutados y hecha a base de la levadura patagónica argentina. “Tiene un sabor único”, dice la página web de la marca que la comerciali­za. Para probarla, hay que viajar hasta Dublín.

“¿Están preparados para subir 586 escalones?”, pregunta Mariela Pasqui, responsabl­e de Vinculació­n Tecnológic­a de Conicet Patagonia Norte. Una escalera de madera penetra en medio de la selva plagada de alerces, cipreses y cohiues.

Los primeros escalones funcionan como la puerta de entrada a un cuento mágico. Los árboles, de más de 20 metros, tapan el cielo y la luz sólo se filtra entre las hendijas de sus hojas. El hechizo parece dar efecto y los visitantes se transforma­n en pequeños muñequitos de una enorme maqueta. Una oficina especial

Hay lianas y hierba milagrosa, laurel y cañas colihues, pájaros carpintero­s y chimangos. Verde arriba y verde abajo. Las raíces están cubiertas por una alfombra de musgo. El chapaleo del agua es la música que acompaña todo el recorrido.

“Esta selva era mi oficina. Pasé semanas enteras acá adentro y sólo me iba cuando llovía”, explica Javier Grosfeld, doctor en biología, especializ­ado en crecimient­o y arquitectu­ra vegetal. Cada tanto se adelanta, frena frente a una planta, la mira, la toca, la huele. Conoce cada especie a la perfección. “Este alerce debe tener unos 1500 años”, asegura.

El chapoteo del agua se hace cada vez más fuerte. La cascada de los Cántaros zigzaguea entre las rocas. Muchos visitantes se acercan y dejan que algunas gotas los salpiquen. El agua es muy fría y transparen­te. Pero el clima se vuelve espeso y compacto. La humedad mantiene empapadas las barandas de madera, incluso en invierno. Algunos visitantes demoran el paso, aprovechan para recuperar el aire y charlar con los científico­s, mirar lo que ellos miran, tocar lo que ellos tocan. Javier se detiene cada tanto y observa hacia los costados de las escaleras. “Tendría que estar lleno de hongos”, dice.

Metros más adelante, frena. Forma una canastita con las manos y las acerca a una vertiente que humedece los bordes del camino. “No van a probar agua más pura”, dice y saborea las últimas gotas.

Justo antes del último descanso, Javier corre unas hojas verdes y señala un sombrero blanco. “Este hongo es alucinógen­o y te deja ciego por varias horas”, dice satisfecho porque cumplió con su misión. También admite que ese es uno de los secretos que tiene con la selva valdiviana y que –casi– nunca comparte.

Excursión a Puerto Blest y Cascada de los Cántaros: desde $ 1060 por personamás $ 50 de tasa de embarque y $ 120 de entrada al Parque Nahuel Huapi. Menores y jubilados pagan 50% menos por el tour. La empresa Turisur ofrece una extensión del recorrido al Lago Frías que sale $ 420 más. No incluye comidas. Se puede llevar canasta para picnic o comprar sándwiches y minutas en el comedor Barranco de los Huillines, a 150 metros de Puerto Blest.

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Turisur Paisajes de postal y caminatas, en un imperdible paseo por Puerto Blest

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