LA NACION

Memoria de una lectora impenitent­e

- Sylvia Molloy Hugo Beccacece

Dada su brevedad, quizás el mejor comentario a Citas de lectura, de Sylvia Molloy (Buenos Aires, 1938), el más fiel a su título y el más beneficios­o para el lector, sería copiarlo íntegramen­te en PDF en esta edición como un homenaje a su calidad y al deleite que produce su lectura. En veintinuev­e estampas, la autora de En breve cárcel, El común olvido, Varia imaginació­n y Vivir entre lenguas cuenta fragmentos de su vida que transcurri­ó, desde muy chica, entre biblioteca­s.

El primero de esos capítulos, suerte de prólogo, define la finalidad del conjunto: “Este libro recuerda encuentros con libros que por alguna razón, profunda o frívola, me acompañan hasta el día de hoy. Al anotar esos recuerdos posiblemen­te los amplíe, acaso los invente. Reunidos constituye­n mi tránsito –mi vida–a través de la lectura. O de la escritura: no hay diferencia”.

La pedantería, no la erudición li- teraria, está ausente de las páginas de Molloy. Ella la reemplaza ventajosam­ente con la gracia y la ternura. Podría hablarse acerca del libro en términos teóricos y en jerga; pero como ocurre con los escritores de verdad, Molloy se confía a la memoria del corazón, que no se lleva bien con la disquisici­ón alambicada. Lo que importa en ella es el tono: el mismo tono llano, no académico, elegante y, al mismo tiempo, “casero”, que utiliza Marcel Proust en el comienzo de Sobre la lectura, prefacio de su traducción a Sésame et le lys, de John Ruskin. Es también el tono de un libro de memorias que no tiene que ver con la lectura, Léxico familiar, de Natalia Ginzburg. Y es sobre todo el tono de los ensayos de José Bianco, “Pepe”, uno de los amigos más queridos y admirados por la autora, al que ella convierte en un personaje de una simpatía irresistib­le (lo era).

Porque Molloy comete la irreverenc­ia de ocuparse de los escritores como personas con una biografía y narra anécdotas o registra diálogos a menudo desopilant­es (por ejemplo, un duelo verbal entre Pepe y Victoria Ocampo en las oficinas de Sur que podría haber tenido como título “La ironía y la furia”). En una estampa posterior, “De otros usos de los libros”, revela que Pepe utilizaba los volúmenes de su biblioteca para esconder dinero. En cierta ocasión, buscó una suma en el Diccionari­o filosófico de Voltaire, un escondite habitual, pero no la encontró y, de pronto, recordó con alivio que, como un veleidoso traidor, la había puesto en una obra del poco confiable Rousseau.

Por supuesto, no podían faltar a la cita ni Jorge Luis Borges ni Silvina Ocampo (ella, imbatible de comicidad y delirio) con sus libros respectivo­s. Los dos marcaron a Molloy. Es evidente que, desde el punto de vista de los afectos, Sylvia se sentía más cerca de Silvina. En “Libro y celos”, recuerda que una tarde, en la plaza Dorrego, hojeando libros usados, halló una primera edición de Las invitadas de Silvina Ocampo dedicada a un amigo de ambas. Pensó en comprarlo, pero después tuvo rabia y celos porque Silvina, a pesar de la amistad que las unía, nunca le había dedicado un libro. Lo dejó en el puesto. Al rato, volvió, pagó y se lo llevó: “Mejor tener un libro de Silvina dedicado aunque la dedicatori­a no sea para mí”.

En la adolescenc­ia, los libros introdujer­on a Molloy en el amor. Amó la literatura francesa porque, en el secundario, su primer amor fue la profesora de francés; por si fuera poco, en la biblioteca paterna encontró un ejemplar de Toi et moi, poemas de amor de Paul Géraldy, dedicado por su padre a su madre. Cayó en el voyeurismo auditivo y fantasioso: empezó a conjeturar con qué voz él le habría leído esos versos a la joven novia.

Ya de chica, a Molloy le encantaba la pose del lector con el libro en la mano: “No es que no me gustara leer; pero también me gustaba hacerme la que leía. Me gustan las dos cosas hasta el día de hoy”. Ahora, para goce de todos, puede sentarse a leer con uno de sus propios libros en la mano.

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MAXIMIlIAn­o AMEnA
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CITAS DE LECTURA Sylvia Molloy Ampersand 74 págs., $ 260

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