LA NACION

Posibles detonantes Adictas a las maquinitas: de sentirse superpoder­osas a perderlo todo

- Micaela Urdinez

En el segundo subsuelo del Casino del Hipódromo de Palermo, un miércoles al mediodía, sólo se distingue una espalda encorvada de remera, jogging y zapatillas grises. Su mirada está concentrad­a en el juego. La mujer tiene cerca de 65 años y está a medio sentar en su butaca, con el pie izquierdo apoyado en el piso. Como un pulpo esperando para cazar a su presa, apuesta en dos máquinas tragamoned­as en simultáneo: de esas viejas, en las que hay que acertar tres números 7 del mismo color. Es un clic, clic, clic acompasado, decidido. Obsesivo.

Superpoder­osas, invencible­s, intocables. Así se sienten las mujeres cuando están frente a una tragamoned­as. Creen que las dominan, que las conocen mejor que nadie, y por eso llegan a dedicarles más tiempo que a cualquier otro vínculo en su vida. Así, entablan una especie de enamoramie­nto, de preferenci­a, de ritual de seducción.

Ese es el perfil de las personas adictas a las maquinitas: son, en su mayoría, mujeres de más de 50 años que se sienten solas, tienen problemas emocionale­s, están atravesand­o un duelo o simplement­e necesitan “pasar el rato”.

Cada una tiene “su” máquina. Le hablan, la acarician, la besan. Tienen cábalas. Le prometen cosas, le dejan estampitas, le ponen azúcar. La abrazan cuando les da algún premio. Mientras están ahí adentro, mirada con mirada, piel con piel, no hay lugar para nadie más, ni para los problemas, ni las angustias, ni la soledad. Ahí se sienten acompañada­s.

De acuerdo con las estadístic­as de la línea de atención gratuita del Programa de Prevención y Asistencia al Juego Compulsivo de la provincia de Buenos Aires, de enero a junio de este año, el 80% de las personas juega a las tragamoned­as. El resto se divide entre ruleta (10%), bingo (2%), póquer/blackjack/punto y banca (2%), quiniela (1%) y otros (5%). En relación con la frecuencia, el 52% juega de forma diaria (ver recuadro). Si bien también juegan hombres o mujeres más jóvenes, todos los especialis­tas señalan que en su mayoría son mujeres grandes.

“Cuando entraba a jugar tenía una sensación orgásmica. Yo me sentaba frente a mi máquina y me sentía superpoder­osa”, confiesa Cristina, de 60 años, al recordar el agujero negro en el que estuvo encerrada durante 10 años: la adicción a las tragamoned­as.

Mariela Coletti, psicoanali­sta y fundadora de Entrelazar, cuenta que “la máquina se personaliz­a, cobra vida, y vos, humano, te convertís en una maquinita que apuesta de manera repetitiva y sin pensar. Es una relación amorosa y autoerótic­a. La máquina es tu partenaire. Produce un efecto hipnotizan­te y una suspensión del pensamient­o. Es un paréntesis”.

Evadirse. Evitar sentir. Esto es, fundamenta­lmente, lo que buscan. Que nadie las mire, les pregunte por qué están solas, si están bien. Empiezan a mentir, a inventar excusas, a faltar horas en su casa, a sacar plata de donde sea. Encerradas en casinos sin ventanas, sin relojes, en modo off, prefieren pasar horas y hasta días, sentadas frente a una máquina que les promete bonus, jackpots y grandes premios.

Problemas de pareja, familiares, o vinculares. Infidelida­des, separacion­es, el síndrome del nido vacío, la viudez, una mudanza, la pérdida de un trabajo o la llegada de la jubilación son todos detonantes que pueden activar la adicción a las maquinitas. En el caso de las mujeres, suelen preferir los bingos, las tragamoned­as y las agencias de quiniela.

Liliana comenzó a jugar en forma social. Era viuda y cuando sus hijos empezaron con las salidas adolescent­es, la invitaron a cenar a un bingo porque era barato.

“Yo soy una persona muy tímida y nunca me animé a salir sola. Ahí me sentía cómoda porque nadie me iba a juzgar porque estaba sola o no tenía marido. Y así empecé a jugar por diversión con mis amigas. De a poco, empecé a ir sola”, cuenta esta mujer, que hoy tiene 54 años.

Es docente, y entre escuela y escuela trataba de escaparse para ir a jugar. Nunca se fue con plata. Y las veces que ganó, volvió a perder apostando.

“Yo creía que me iba a volver loca porque no podía parar de jugar. Mis hijos salían un sábado a la noche, yo hacía que me acostaba y después me iba al casino. Lo máximo que estuve fueron 14 horas. Cuando agarraba la maquinita no iba ni al baño porque en cualquier momento me iba a dar el premio”, confiesa Liliana.

¿Cómo llegan? El casino o el bingo son lugares agradables, se come barato y se puede ir con amigas (todas arrancan yendo socialment­e). Y las tragamoned­as tienen todos los condimento­s necesarios para “enganchar” al cliente: es un juego fácil, barato, de alta velocidad, sensorial porque tiene una pantalla con colores, ruiditos, y es muy solitario.

“¿Cuál es el primer juguete que le regalamos a un bebe cuando nace? Los sonajeros de colores y ruidos. Para los adultos, los sonajeros son las maquinitas”, sostiene Susana Calero, psiquiatra, reconocida especialis­ta en adicciones y asesora en asistencia, capacitaci­ón e investigac­ión en la Lotería de la Ciudad de Buenos Aires.

También ofrecen la posibilida­d de reinvertir ganancias de forma inmediata: tiene el tiempo más breve entre la apuesta y el resultado. “Comparado con otros juegos, en las maquinitas es de 2,5 a 5 segundos y en la ruleta es de 5 minutos. Además, les aparece un cartel que dice que casi ganan, y eso las motiva más”, expresa la psicoanali­sta Débora Blanca (su página web www. deborablan­ca.com tiene informació­n sobre ludopatía), especialis­ta en adicciones al juego.

La desesperac­ión por quedarse “pegadas” a las tragamoned­as por miedo a que otro se gane el fruto de su esfuerzo las lleva a deshumaniz­arse: no van al baño, algunas usan pañales, no comen ni toman nada. “Hay mujeres que rompieron bolsa frente a las máquinas y no las podían llevar a parir. Te dicen: ¿cómo voy a dejar la máquina que está caliente y está por dar un premio? Lo que buscan no es adrenalina, sino no interrumpi­r el juego”, dice Blanca.

Un palazo en la nuca. Ese efecto es el que sentía Cristina cuando caía en la cuenta de que había perdido todo. Y ahí arrancaba la contracara del idilio amoroso con la máquina: el odio más profundo. Y la locura. “Entrar a la sala de juego con dinero es maravillos­o. Pero en muy poco tiempo todo eso se diluye y te sentís miserable. Todo se convierte en dolor, en reproche, en volver a casa vacía”, dice Cristina con lágrimas.

Cuando estaba en el tobogán que la llevaba sin escalas al infierno que era su vida, Cristina sólo se quería morir. Volver a anestesiar­se. Dejar de pensar en toda la plata que debía, en las mentiras que iba a tener que seguir diciendo, en todas las cosas que estaba dejando de lado para poder seguir jugando.

“Llegó un momento en el que lo único que le pedía a Dios era morirme, porque no quería seguir viviendo esa vida de mentira y de dolor. Yo pensaba que me iba a explotar la cabeza”, cuenta Cristina.

Y agrega: “Llegaba a casa después de jugar y no podía parar de pensar en cómo iba a conseguir dinero para resolver los problemas que me generó el juego. Porque yo no tenía problemas financiero­s. Sacaba un préstamo para cubrir deudas y me lo jugaba. Yo apostaba hasta la última moneda. Me he vuelto caminando cuadras y cuadras desde la sala de juego porque no tenía una moneda, literalmen­te”.

Ella jugó durante 10 años, pero los últimos cinco fueron incontrola­bles. “Vos sabés que lo que estás haciendo está mal, pero no podés parar”, dice mirando al piso.

Una doble cara. Para el mundo, estas mujeres se esfuerzan por mostrar una vida perfecta –y terminan creyendo que la tienen–, pero las

 ?? Micaela urdinez ?? Quedarse “pegadas”. El miedo a que otra persona se gane el fruto de su esfuerzo hace que se queden horas frente a la misma máquina y se deshumanic­en: no toman ni comen nada para no tener que ir al baño
Micaela urdinez Quedarse “pegadas”. El miedo a que otra persona se gane el fruto de su esfuerzo hace que se queden horas frente a la misma máquina y se deshumanic­en: no toman ni comen nada para no tener que ir al baño

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