LA NACION

“Sólo quiero vivir”

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carcome una sola idea: encontrar el momento para poder ir a jugar.

“Para mí, mis hijos eran divinos, estudiosos, y yo tenía la casa impecable. Cuando empecé en Jugadores Anónimos me di cuenta de la verdad: que mis hijos tenían problemas de adicciones que yo no había querido ver, que teníamos deudas y que la casa se me venía abajo”, cuenta Liliana.

Según los especialis­tas, una de las principale­s dificultad­es en relación con la ludopatía es que socialment­e es considerad­a un vicio y no una enfermedad. “Se cree que pueden dejar de jugar cuando quieran, que es algo recreativo, que juegan porque no tienen nada mejor para hacer. Y hay que hacerle entender a la gente que es un problema”, explica Coletti.

Para Cristina, el punto de inflexión fue que su marido se enfermó. “Nosotros somos una familia de trabajador­es y teníamos una plata ahorrada que yo me había jugado. Ahí tomé conciencia de que tenía un problema. Me senté con mis tres hijos y mi marido para decirles que estaba enferma y necesitaba ayuda. Y llamé a Jugadores Anónimos”, dice.

Cuando entró a JA, Cristina entendió que nunca más iba a estar sola porque ahí todos eran iguales. “Esta es una enfermedad que no se cura, pero se puede detener, y ahí hay que empezar a trabajar, a transitar un camino que no es fácil. Porque el juego, además de ser una enfermedad, tiene mucho de hábito. Para mí, los primeros meses, los domingos fueron terribles”, cuenta Cristina.

Una de las cosas de las que más se arrepiente Cristina es de la cantidad de tiempo que desperdici­ó en las salas de juego. “Porque no es sólo la plata, sino el tiempo que les saqué a mis hijos, a mi familia y a mis amigos. Mi papá se estaba muriendo y yo lo dejaba en mi casa para irme a jugar. Porque estaba tan estresada y tan preocupada. Son todas excusas que nos ponemos para seguir jugando”, afirma.

Según Cristina, a ella JA le salvó la vida. “Hoy lo único que quiero es vivir, porque tengo una vida maravillos­a, en la que todo lo que hago es disfrutar y agradecer. No tengo espacio para el juego y puedo ver siempre el vaso medio lleno”, concluye Cristina.

Un día a Liliana la llamó su mejor amiga para contarle que su sobrina había tenido un accidente. “¿Pero está grave?, le pregunté. “Por favor, vení”, me dijo. Y en lugar de salir corriendo, seguí jugando hasta que se me acabó la última moneda. Cuando fui al hospital, ella ya no estaba ahí. Ahora no me acuerdo de qué explicació­n le di, pero recuerdo verle en la cara la expresión de saber que le estaba mintiendo. Y dije «no juego más». Pero el miércoles fui de nuevo, hasta las 4 de la mañana. Llamé a mi hermana y ella me dijo que tenía que pedir ayuda”, recuerda Liliana.

Se anotó en un grupo de JA, habló con sus hijos adolescent­es y dejó de manejar plata. “Mis hijos durante un año me tenían las tarjetas y anotábamos en un cuaderno todos los gastos. Si tenía que sacar plata, me acompañaba­n al cajero o íbamos a pagar cuentas”, cuenta.

En el país existen más de 70 grupos de JA, aunque no en todas las provincias. Lo que sí se puede es asistir de lunes a lunes a una reunión en la ciudad de Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires.

En JA, Liliana aprendió a conocerse, a aceptar su realidad y, a partir de ahí, empezó un proceso de recuperaci­ón.

“Yo vengo de una familia de adictos y yo siempre les dije a mis hijos que nunca les iba a mentir. Y eso fue lo que más me impactó, haberles fallado y cometer los mismos errores que mis padres. Por suerte, pudimos hablar de todo y hoy tenemos un vínculo bárbaro”, resume Liliana.

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Rodrigo néspolo Un juego hipnotizan­te. Las tragamoned­as tienen varios factores que atrapan al cliente: es fácil, barato, de alta velocidad, sensorial, porque tiene una pantalla con muchos colores y diferentes ruidos, y es muy solitario

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