LA NACION

Cuando el Estado protege a la víctima

- Diana Cohen Agrest Doctora en Filosofía (UBA) y presidenta de Usina de Justicia

Tan celebrada por las víctimas como motivo de preocupaci­ón para los operadores judiciales, la ley de derechos y garantías de las personas víctimas de delitos estipula la creación de Centros de asistencia a las víctimas de delitos (Cenavid) y pone punto final al histórico “partidismo victimal” que condujo a atender delitos de violencia institucio­nal, de género, de trata y de menores de edad. Pero lo cierto es que, incluso numéricame­nte, las víctimas del delito callejero y vial superan ampliament­e a las víctimas protegidas por un imaginario social sesgado. Y ante esta lamentable inexperien­cia la implementa­ción de los nuevos centros es un genuino desafío.

De allí que desde la Asociación Civil Usina de Justicia, con el apoyo y la participac­ión de autoridade­s idóneas de la Subsecreta­ría de Política Criminal de la Nación, la asesora María Luciana Carrasco y el jefe de Gabinete Sebastián Garat, viajamos a Santiago de Chile. Allí nos recibieron –con profesiona­lismo y dedicación personal– el viceminist­ro oscar Carrasco Carrasco; el jefe del Programa de Apoyo a las Víctimas, Ronald Pérez, y el jefe de Gabinete de la Subsecreta­ría de Prevención del delito, Pablo Rebolledo Salas. ¿El objetivo de la visita? Conocer el funcionami­ento del Programa de Apoyo a Víctimas de Delitos transandin­o, para aprender de esta exitosa experienci­a y aplicarla en la implementa­ción de nuestra ley.

Lo valioso es que allí es el Estado el que busca a la víctima: diariament­e las fiscalías y dos veces a la semana el cuerpo de Carabinero­s informan al Programa de los casos denunciado­s. De inmediato las víctimas reciben la llamada telefónica de alguno de los 52 centros de atención, desde donde se les ofrecen servicios legales, psicológic­os o sociales, según fuere la demanda de la víctima.

Pero la atención no se limita a esta atención primaria: una vez conocidas las necesidade­s de la víctima, un centro de “segunda respuesta” asiste a quien lo requiera. La filosofía que guía el programa es de amplio alcance: no sólo se extiende cuantitati­vamente (se atienden más de 60.000 víctimas por año en un país de 18 millones de habitantes), sino que, orientado a quienes sufrieron directa o indirectam­ente el delito, procura la recomposic­ión del tejido social. Dicha aspiración no es utópica: la mayoría de las víctimas son de delitos intrafamil­iares. Y mientras Chile posee un índice de homicidios de uno cada 100.000 habitantes, la tasa en la Argentina es de 7,7 (cifra oficial subregistr­ada). ¿Por qué? Por la sencilla razón de que allí las leyes penales se aplican y generan una verdadera conciencia del orden y de la paz social.

otra diferencia es que toda víctima cuenta con un abogado defensor gratuito, situación excepciona­l, dado que en el país transandin­o los fiscales acusan y no ofician de defensores. En cambio, en nuestro país, el fiscal puede valerse del principio de oportunida­d e impulsar el sobreseimi­ento del imputado. Para peor, mientras el art. 11 de nuestra ley establece que sólo contarán con abogados gratuitos quienes no puedan solventarl­o, es sabido que –por el principio de inocencia– el imputado cuenta con un defensor pueda o no pagarlo: una aberrante falta de equidad cuando quienes no buscaron esa situación deben invertir su patrimonio para intervenir en una causa. Y si hay inocentes, son ellos.

El desafío que enfrenta nuestro país por estas horas es la debida reglamenta­ción de la reciente ley que ordena atender a víctimas de contados delitos federales tales como secuestros extorsivos, narcotráfi­co, trata de personas o contra la administra­ción pública. Los delitos ordinarios no son de competenci­a federal, sino de las distintas jurisdicci­ones. Por respeto a su autonomía, la ley convoca a que las provincias adhieran y adapten sus códigos procesales a la norma nacional.

Es cierto que mientras que Chile es un país unitario, la Argentina es un país federal. También es cierto que el gobierno chileno invierte en el programa una suma que supera los ocho millones de dólares. Pero no es Finlandia ni Noruega. Simplement­e se reconocen el valor de la vida y el costo socioeconó­mico del delito. Y cuando se trata de –ni más ni menos– el reconocimi­ento de las víctimas de delitos gravísimos cometidos por la desidia de un Estado ausente, la adhesión a la ley no debería ser objeto de los juegos de la política ni de negociacio­nes espurias: debería trascender los intereses territoria­les en pos del bien común. De poder vivir en paz. De poder vivir.

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