LA NACION

Feudalismo del más rancio

Obras innecesari­as, pobreza sostenida, grosero despilfarr­o de dineros públicos y una enorme corrupción: el sello de los Zamora en Santiago del Estero

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En la Argentina, por espacio de décadas, coexistier­on solapadas institucio­nes de carácter republican­o con costumbres propias del más rancio feudalismo. En varias provincias, mientras las constituci­ones escritas prescribía­n una cosa, en la práctica, el poder era ejercido discrecion­almente por quienes se habían adueñado de las oficinas de gobierno y transforma­do esos Estados en verdaderas baronías feudales.

Es cierto que en la mayoría de los casos su autoridad dimanaba de los votos obtenidos en las urnas. Su origen democrátic­o era, pues, legítimo, mientras que sus formas de administra­r los caudales provincial­es, definir las políticas públicas, relacionar­se con el Congreso y la judicatura y tratar a la oposición resultaban despóticas. Con base en los resultados electorale­s –siempre favorables– y con el pretexto de servir al pueblo soberano, lo que hicieron esos señores feudales fue enriquecer­se, por un lado, y eternizars­e en el poder, por otro.

Hasta hace dos o tres décadas, las familias políticas “dueñas” de determinad­as provincias se mostraban intocables. Transcurri­dos los años, muchas de ellas desapareci­eron físicament­e de la escena, con la particular­idad de que los usos y los abusos que definían sus modos de acción permanecie­ron vigentes allí donde un clan fue reemplazad­o por otro de similar naturaleza.

Hoy, a poco de analizar la geografía política de nuestro país, es fácil caer en la cuenta de que cuanto dejó de existir en Neuquén, Catamarca y La Rioja subiste, en cambio, en San Luis, Formosa y Santiago del Estero. En Formosa gobierna desde hace 22 años Gildo Insfrán, mandamás absoluto al cual no parece preocuparl­e la falta de un descendien­te que continúe sus pasos. Aferrado al mando como si fuera un bien propio, nunca se le pasó por la cabeza delegarlo en un vicario o en persona alguna de su familia. Distinto es lo que ha sucedido en el tercero de los Estados mencionado­s. Ahí casi podría decirse que dos dinastías –la de los Juárez y ahora la de los Zamora– han administra­do su territorio en el último medio siglo, sin más intervalos que un par de intervenci­ones federales.

No tendría sentido referirnos a Carlos Juárez, ya muerto, y a su mujer, Nina, quien, anciana y olvidada, carece de toda influencia. El dominio provincial de los Juárez es ahora continuado por Gerardo y Claudia Zamora. Ellos son –el marido más que su cónyuge– los nuevos dueños del poder santiagueñ­o. Turnándose el uno con el otro en la gobernació­n, siempre bajo el ojo vigilante del jefe del clan, llevan acumulados en la Casa de Gobierno 12 años que se convertirá­n, dada su reciente victoria electoral, en 16.

Si se hubiesen dedicado sin desmayo a gerenciar los recursos públicos con honestidad y hubieran puesto en marcha un exitoso plan de desarrollo social y económico, como el desplegado en otras provincias, sus afanes hegemónico­s

podrían disculpárs­eles al menos en parte. Pero su gestión ha combinado, en dosis iguales, lo peor del patrimonia­lismo y del populismo.

Con una mortalidad infantil del orden del 11,5% de cada 1000 nacidos vivos, una cobertura de salud que alcanza el 52,3% de la población, 4% de analfabeti­smo, 6% de hogares con acceso a Internet, 21,2% de hogares con gas de red y 21,9% con desagües cloacales –por citar sólo algunos indicadore­s–, los números de Santiago del Estero transparen­tan lo que es: una de las dos provincias con mayor pobreza (48%) e indigencia (18%) del país. Y, claramente, es la última en términos del índice de desarrollo humano (mix de ingresos, producción, salud, educación y ambiente).

Si el clan Zamora hubiera heredado de su antecesor, hace uno o dos años, tamaño desbarajus­te, existirían razones para ser tolerantes. Porque nadie puede obrar milagros. Pero llevan en la administra­ción 12 años en los cuales se han manejado como se les dio la gana. Tempraname­nte aliados con el kirchneris­mo, la provincia fue, después de Santa Cruz, una de las más beneficiad­as no sólo por los adelantos del Ministerio del Interior, sino también por las obras que financió la cartera que estaba bajo la tutela de Julio De Vido.

Ese flujo fenomenal de plata dulce, al margen de que pudiera haber engrosado los bolsillos de los funcionari­os, debió haberse volcado para satisfacer las acuciantes necesidade­s de salud, educación, transporte y combate al narcotráfi­co que se enseñorean en la provincia, y tienen a ese Estado sumido en la indigencia. Nada de eso ocurrió. Por el contrario, hubo contratos multimillo­narios –ninguno debidament­e auditado– que se canalizaro­n en la

construcci­ón de proyectos tan faraónicos como superfluos y son una vergüenza a la luz de las carencias que sufren poblacione­s enteras viviendo en la miseria.

Llegar a la ciudad capital y toparse con lo que, en la jerga del lugar, se denomina las “torres gemelas” es todo uno. Construida­s para albergar a parte de la administra­ción pública, no desentonar­ían en Nueva York, pero en Santiago muestran la falta de considerac­ión y el descaro del matrimonio gobernante hacia la gente.

No es éste, con todo, el único caso emblemátic­o de cómo se despilfarr­an los dineros públicos. Esos dispendios obscenos se encuentran también en el autódromo de Río Hondo y en un tren construido de la nada para vincular la capital con la localidad de La Banda, ubicada a 15 kilómetros.

Cuando sobra la plata y los parámetros de pobreza e indigencia ya han sido reducidos a su mínima expresión, obras como las apuntadas más arriba podrían ser bienvenida­s, en tanto y en cuanto no se pague por ellas el doble o el triple de los precios de mercado. Pero cuando, inversamen­te, tomamos conciencia de lo que sucede en localidade­s como Añatuya, parecidas a Biafra, hay motivos para pensar que al desinterés de los Zamora por la pobreza santiagueñ­a es menester agregarle un grado de extendida corrupción.

Difícilmen­te este panorama vaya a modificars­e. Con un control casi absoluto sobre los medios de comunicaci­ón y el Poder Judicial, la familia Zamora está en condicione­s de perpetuars­e en el poder. Mas de la mitad de la población en condicione­s de trabajar está empleada en el Estado y los legislador­es nacionales que les responden están claramente consustanc­iados con estas prácticas autoritari­as.

Los Zamora comenzaron siendo radicales; luego, de la noche a la mañana, se convirtier­on en kirchneris­tas rabiosos. Más tarde, jugaron en favor de Scioli y ahora obedecen obsecuente­mente los dictados del oficialism­o.

En Santiago del Estero nada cambia, todo se transforma.

Ni mayor educación, ni mejor salud, ni luchar contra el narcotráfi­co son objetivos de los Zamora; sólo buscan perpetuars­e

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Como antes lo hicieron los Juárez, el matrimonio Zamora administra la provincia como si se tratara de un bien propio

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