LA NACION

El rayo que no cesa

- Pablo Gianera

La semana pasada ocurrió uno de esos hechos artísticos que suceden muy de tanto en tanto: en el Teatro Colón, se estrenó

in vain, del compositor austríaco Georg Friedrich Haas, una de esas obras que llegan al mundo –una vez más– muy de tanto en tanto.

Recapitule­mos algunos datos: Haas escribió esa pieza para 24 instrument­os atribulado por el ascenso político de la extrema derecha en su país. “Hoy sabemos que el nacionalis­mo, la xenofobia, el antisemiti­smo y la trivializa­ción (con su dosis de admiración tácita) de la era nazi nunca se superan realmente del todo”, dijo hace unos días el compositor. Pero la inutilidad de todo esfuerzo humano que denuncia el título no es sólo política, sino también, en cierto modo, existencia­l, lo que explica el eco del Eclesiasté­s: “Todo es vanidad y correr tras el viento”. Largos pasajes de

in vain transcurre­n con las luces de la sala apagadas. La oscuridad tiene un raro efecto sonoro: es como si no escucháram­os igual que con luz. De ese modo, el espacio deviene tiempo. “Una de las primeras obras maestras del siglo XXI”, fue como la definió en su momento Simon Rattle, director de la Filarmónic­a de Berlín. En parte, no le faltaba razón. Como toda obra de arte auténtica, in vain hunde sus raíces en los lugares menos esperados, menos previsible­s, más lejanos.

Con todo, más que la descripció­n de esta pieza me interesa el efecto que depara. Cuento un caso. Después del concierto, el escritor Edgardo Cozarinsky me dijo: “Me siento como se habrá sentido Victoria Ocampo en el estreno de La

consagraci­ón de la primavera”. Esa comparació­n me dejó congelado. A Victoria Ocampo, en 1913, la Consagraci­ón..., de Igor Stravinski, le cambió literalmen­te la vida. Fue, como ella misma dijo, su primer gran amor moderno, y en buena medida todo el proyecto de Sur –la revista, la editorial, el grupo intelectua­l– habría sido posiblemen­te inconcebib­le sin la colaboraci­ón involuntar­ia de Stravinski. Es decir, una obra de arte (en este caso musical) tuerce una vida. No podría decir que a mí mismo

in vain, aunque la creo verdaderam­ente una obra maestra, me haya cambiado la vida de esa manera. En todo caso, lo que importa es que esa revelación artística puede llegar en cualquier momento, así como hace unas noches le pasó a Cozarinsky.

Es un efecto incalculab­le. Ocampo no conocía la obra de Stravinski y la revelación sobrevino. Uno puede ir con cierto entusiasmo a un concierto, a una exposición o sentarse a leer un libro y no pasa nada. Otras veces, uno está cansado, preferiría estar en otra parte y justo en esos días cae como un rayo la iluminació­n estética después de la que ya no volvemos a ser los mismos.

¿Cuántas veces una obra de arte nos cambió la vida? Es una pregunta que siempre deberíamos estar dispuestos a formularno­s. ¿A cuántos de nosotros nos pasó algo así? No alcanza con esperar que suceda el milagro. No hay milagro para quien no cree que los milagros puedan suceder.

Las obras de arte están siempre ahí, mudas, hasta que alguien les presta atención, y entonces empiezan a hablar. Pero lo que dicen tampoco es para todos. Pensemos en Victoria Ocampo, en 1913, en el Théâtre des Champs-Élysées de París: La consagraci­ón de la primavera de Stravinski habló, habló para todos los que estaban en la sala, pero fueron segurament­e pocos los que escucharon y muchos menos los que extrajeron de aquello que dijo esa obra las conclusion­es que era necesario extraer.

Entre las muchas cosas que admiro de Cozarinsky es que esté disponible para esas revelacion­es. Muchos otros creemos probableme­nte que ya nos las sabemos todas y que nada va a modificar nuestro panteón. “La musique souvent me prend comme une mer!” (La música me atrapa a veces como un mar), dijo el poeta Baudelaire . Ese arrebato está siempre a mano: tan lejano, tan cercano.

Las obras de arte están ahí, mudas, hasta que alguien les presta atención; entonces hablan

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