El rayo que no cesa
La semana pasada ocurrió uno de esos hechos artísticos que suceden muy de tanto en tanto: en el Teatro Colón, se estrenó
in vain, del compositor austríaco Georg Friedrich Haas, una de esas obras que llegan al mundo –una vez más– muy de tanto en tanto.
Recapitulemos algunos datos: Haas escribió esa pieza para 24 instrumentos atribulado por el ascenso político de la extrema derecha en su país. “Hoy sabemos que el nacionalismo, la xenofobia, el antisemitismo y la trivialización (con su dosis de admiración tácita) de la era nazi nunca se superan realmente del todo”, dijo hace unos días el compositor. Pero la inutilidad de todo esfuerzo humano que denuncia el título no es sólo política, sino también, en cierto modo, existencial, lo que explica el eco del Eclesiastés: “Todo es vanidad y correr tras el viento”. Largos pasajes de
in vain transcurren con las luces de la sala apagadas. La oscuridad tiene un raro efecto sonoro: es como si no escucháramos igual que con luz. De ese modo, el espacio deviene tiempo. “Una de las primeras obras maestras del siglo XXI”, fue como la definió en su momento Simon Rattle, director de la Filarmónica de Berlín. En parte, no le faltaba razón. Como toda obra de arte auténtica, in vain hunde sus raíces en los lugares menos esperados, menos previsibles, más lejanos.
Con todo, más que la descripción de esta pieza me interesa el efecto que depara. Cuento un caso. Después del concierto, el escritor Edgardo Cozarinsky me dijo: “Me siento como se habrá sentido Victoria Ocampo en el estreno de La
consagración de la primavera”. Esa comparación me dejó congelado. A Victoria Ocampo, en 1913, la Consagración..., de Igor Stravinski, le cambió literalmente la vida. Fue, como ella misma dijo, su primer gran amor moderno, y en buena medida todo el proyecto de Sur –la revista, la editorial, el grupo intelectual– habría sido posiblemente inconcebible sin la colaboración involuntaria de Stravinski. Es decir, una obra de arte (en este caso musical) tuerce una vida. No podría decir que a mí mismo
in vain, aunque la creo verdaderamente una obra maestra, me haya cambiado la vida de esa manera. En todo caso, lo que importa es que esa revelación artística puede llegar en cualquier momento, así como hace unas noches le pasó a Cozarinsky.
Es un efecto incalculable. Ocampo no conocía la obra de Stravinski y la revelación sobrevino. Uno puede ir con cierto entusiasmo a un concierto, a una exposición o sentarse a leer un libro y no pasa nada. Otras veces, uno está cansado, preferiría estar en otra parte y justo en esos días cae como un rayo la iluminación estética después de la que ya no volvemos a ser los mismos.
¿Cuántas veces una obra de arte nos cambió la vida? Es una pregunta que siempre deberíamos estar dispuestos a formularnos. ¿A cuántos de nosotros nos pasó algo así? No alcanza con esperar que suceda el milagro. No hay milagro para quien no cree que los milagros puedan suceder.
Las obras de arte están siempre ahí, mudas, hasta que alguien les presta atención, y entonces empiezan a hablar. Pero lo que dicen tampoco es para todos. Pensemos en Victoria Ocampo, en 1913, en el Théâtre des Champs-Élysées de París: La consagración de la primavera de Stravinski habló, habló para todos los que estaban en la sala, pero fueron seguramente pocos los que escucharon y muchos menos los que extrajeron de aquello que dijo esa obra las conclusiones que era necesario extraer.
Entre las muchas cosas que admiro de Cozarinsky es que esté disponible para esas revelaciones. Muchos otros creemos probablemente que ya nos las sabemos todas y que nada va a modificar nuestro panteón. “La musique souvent me prend comme une mer!” (La música me atrapa a veces como un mar), dijo el poeta Baudelaire . Ese arrebato está siempre a mano: tan lejano, tan cercano.
Las obras de arte están ahí, mudas, hasta que alguien les presta atención; entonces hablan