LA NACION

Desamparo. Sin el afecto de amigos ni familiares, la generación que salvó a Japón se extingue en soledad

Hoy ancianos, los que levantaron al país de las ruinas de la guerra sufren los cambios que transforma­ron la estructura social y familiar

- Traducción de Jaime Arrambide Norimitsu Onishi THE NEW YORK TImES

TOKIWADAIR­A, Japón.– Las cigarras, como sabe todo chico japonés en edad escolar, viven bajo tierra durante años antes de salir a la superficie en verano. Entonces se trepan al árbol más cercano y allí se desprenden de su antigua cáscara para empezar su fugaz segunda vida. Durante esos pocos días que están entre nosotros, se aparean, vuelan y cantan. Y cantan hasta que sus cuerpos aparecen en el piso con sus últimos estertores o patas arriba apuntando hacia el cielo.

Chieko Ito odiaba ese canto penetrante. Habían empezado a chillar, como siempre a principios del verano, y el ruido no haría más que aumentar en las semanas siguientes, hasta invadir su departamen­to del tercer piso y no dejar un minuto de silencio.

Era la mañana de su cumpleaños número 91, un día inusualmen­te tórrido, parte de una ola de calor que tenía preocupado­s a los líderes de su comunidad. Algunos voluntario­s repartían folletos informativ­os sobre los peligros del golpe de calor para los cientos de vecinos que, al igual que Ito, vivían solos en 171 edificios blancos y prácticame­nte idénticos.

Sin visitas ni familiares con quienes hablar, muchos ancianos residentes pasaban semanas o meses encerrados en sus pequeños departamen­tos, dando pocas señales de vida al mundo. Y cada año, algunos de ellos morían sin que nadie se enterase.

El gigantesco complejo habitacion­al del gobierno donde Ito ha vivido durante casi 60 años –uno de los más grandes de Japón, monumento al baby boom de la segunda posguerra y de las aspiracion­es de los japoneses por adoptar un estilo de vida moderno– de pronto se hizo conocido por razones completame­nte diferentes: las “muertes solitarias” en el país con el envejecimi­ento poblaciona­l más acelerado del mundo.

El verano es la estación más peligrosa en ese sentido, e Ito no estaba dispuesta a correr riesgos. Cumpleaños o no, sabía que no la llamaría nadie, que nadie le dejaría un mensaje ni pasaría a ver cómo estaba. Nacida en el último año del reinado del emperador Taisho, Ito nunca esperó vivir tanto tiempo. Sus antiguos amigos y sus familiares habían ido desapareci­endo uno tras otro, o estaban demasiado débiles. Los fantasmas, de los vivos y de los muertos, ahora moraban alrededor de Ito, en esos cientos de edificios monocordes a los que ella y su marido se mudaron sin dudarlo en 1960, cuando todo Japón rebosaba de jóvenes.

Ito dice que ha estado sola cada día de los últimos 25 años, desde que su hija y su marido falleciero­n de cáncer con apenas tres meses de diferencia. Todavía le queda una hijastra, pero con los años se fueron distancian­do, y sólo intercambi­an tarjetas de Año Nuevo y alguna llamada en un día festivo.

En la década de 1960, el gobierno construyó enormes complejos de viviendas en las afueras de Tokio y otras ciudades, donde vivían los miles de jóvenes asalariado­s a quienes se les encomendó la reconstruc­ción de la economía de posguerra. Esos complejos –extensos grupos de edificios llamados danchi– les hicieron conocer a los japoneses una estructura de vida occidental centrada en la familia núcleo, rompiendo con los tradiciona­les hogares multigener­acionales.

Los Ito se mudaron a mediados de diciembre de 1960, el primer día en que se permitió el acceso a los futuros ocupantes. Era un día despejado, de esperanza desbordant­e, y desde su balcón se veía la silueta del monte Fuji a la distancia.

Un par de años más tarde, tras dar a luz a su hija, todo parecía viento en popa. Seis días a la semana, su marido se subía al tren atestado de pasajeros hasta el centro de Tokio. Ella enseñaba en un jardín de infantes dentro del complejo. La población de chicos en los danchi no paraba de aumentar, al igual que en el resto de Japón.

Ito solía pararse junto a su ventana y mirar hacia el patio de juegos y los areneros de abajo. Los chicos de los edificios cercanos jugaban todos juntos, y el griterío era especialme­nte fuerte durante el verano. Ahora nadie juega en el lugar. Los niños prácticame­nte han desapareci­do y sus gritos de júbilo fueron reemplazad­os por el frecuente y perturbado­r ulular de las sirenas de las ambulancia­s.

En un libro en que relató su vida, Ito dividió sus años en los danchi en dos períodos muy distintos. El primero empieza con su boda y termina 32 años después, con las muertes de su marido y de su hija.

Allí transmite la impresión de que su vida –su verdadera vida– terminó junto con las de ellos, especialme­nte la de su hija, a quien suele referirse en tiempo presente.

La segunda parte habla de sus amigos, de sus viajes y de sus recorridas por el complejo de edificios. Las viejas amistades que se renuevan y los nuevos amigos que van llegando, aunque Ito los ha sobrevivid­o a casi todos.

Con el paso de las semanas, y a medida que el incesante canto de las cigarras se convirtió en el telón de fondo, Ito llegó a la conclusión de que había empezado a escribir para romper con la soledad, y para no olvidar. “Ni siquiera los malos momentos –dice–. De lo contrario, todo se pierde para siempre”.

Una de las mejores amigas de Ito se mudó al complejo tras enviudar. “Desde ese día, nos volvimos inseparabl­es –dice Ito–. “Yo soy así”.

Los años pasaron. Su amiga murió, al igual que muchos otros, que vivían en el danchi o en otras partes. La hermana de Ito desarrolló demencia senil. Uno de sus hermanos quedó postrado. Y hasta su hermano menor ahora tiene problemas para caminar.

“Hace 25 años que estoy sola –dice–. Les echo la culpa por haberse muerto. Estoy enojada”.

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Uno de los tantos edificios en Tokiwadair­a donde sólo viven ancianos
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Fotos de Ko sAsAKI/NYt Toyoko Sakai, de 83 años, vive sin compañía en su amplio departamen­to

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