LA NACION

Macri pone a prueba la inmunidad poselector­al

Ni el accidente del submarino ni el conflicto con los mapuches ni la reforma laboral afectan por ahora la altísima imagen positiva del Gobierno

- Laura Di Marco

L a Argentina no crea liderazgos: se emborracha con ellos. La borrachera del enamoramie­nto suele durar unos años; a veces, meses. Es esa etapa angelada en la cual al líder se le perdona todo. O casi todo. El Macri poselector­al transita por un período de gracia en el que ni la tragedia del ARA San Juan ni el conflicto mapuche –que ya lleva dos muertes– parecen haberlo rozado. Con un 62% de aprobación (según Poliarquía), disfruta del porcentaje más alto de adhesión desde aquel 70% de sus tres primeros meses en el poder. El fenómeno es más llamativo aún si se tiene en cuenta que la economía no crece a tasas chinas, como sucedía en la era K.

Pero el enamoramie­nto intenso –probableme­nte activado por la tradición histórica del populismo– se acaba, inexorable­mente. Es la lección que muestra la historia reciente. A veces, acaba de un modo abrupto. Otras, simplement­e va destiñendo hacia una lánguida desilusión. Sucedió con Alfonsín, en los años 80, y con Menem, en los 90. Cristina Kirchner tuvo, en 2011, valores más altos de los que ahora tiene Macri y, aun así, se derrumbó. Más aún, antes de la muerte del marido, cosechaba un 60% de rechazo. Un alto porcentaje que, una semana después, mutó en apoyo y compasión. La saga la había inaugurado Kirchner, que terminó su mandato con un 70% de imagen positiva. Capital político que gestionó durante cuatro años y que logró blindarlo frente a los escándalos por corrupción que ya manchaban su gobierno.

Pero ¿será el futuro un calco del pasado? ¿Evoluciona­rá el liderazgo de Macri ahondando aquel viejo surco bipolar o también esa relación, entre la sociedad y su líder, se estabiliza­rá en la era de Cambiemos?

¿Quién tiene la máxima responsabi­lidad de lo que pasó con el ARA San Juan?, fue la pregunta que hizo la consultora Taquion, en un sondeo telefónico, después de que se hizo público que hubo una explosión en el submarino. El resultado va en línea con la luna de miel: sólo dos de cada diez consultado­s le echaron la culpa al Gobierno, mientras que el 38% aseguró que el Presidente debería descabezar a la cúpula de la Armada y correr al ministro de Defensa, el radical Oscar Aguad, que pareció desdibujad­o en medio del conflicto.

La imagen de Macri reunido a so- las con los familiares de los submarinis­tas lo fortaleció ante la opinión pública, sobre todo porque marcó un fuerte contrapunt­o con la fóbica distancia que imponía Cruella de Vil ante las tragedias (la de Once es paradigmát­ica). Sin embargo, la cuestión de fondo es que Cambiemos carece de una política hacia las Fuerzas Armadas, más allá de un vago proyecto de concentrar la conducción de las fuerzas en el Estado Mayor Conjunto, que lidera Bari del Valle Sosa.

La coalición oficialist­a es toda una rareza: en ella conviven los que optarían por el modelo de Costa Rica –que carece de fuerzas armadas– hasta los que militan por elevar el presupuest­o para los uniformado­s. Gabriela Michetti le puso palabras a esa confusión: “Después de la recuperaci­ón democrátic­a, nadie supo bien qué hacer con las Fuerzas Armadas”. El control de la informació­n es otro punto débil en ese terreno pantanoso. ¿Cómo se filtró a los medios el último mensaje que envió el submarino y que la Armada niega haber difundido?

El desafío que plantean los pueblos originario­s también está generando incomodida­d en el Gobierno, donde se ahonda una grieta sorda. El ministro Germán Garavano no está seguro de que los mapuches que ocupaban el predio de Villa Mascardi estuvieran armados el último sábado, cuando una bala del equipo Albatros mató por la espalda al joven Rafael Nahuel. Mientras un sector del Gobierno promueve la Mesa de Diálogo –la enviada del Poder Ejecutivo a Bariloche es Jimena Psathakis, titular del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI)–, cerca de la ministra Patricia Bullrich asocian la negociació­n con una muestra de debilidad.

¿No interpela esa muerte al Gobierno? No. Quienes miden el pulso de la opinión pública enumeran una serie de razones: Macri viene de ganar dos elecciones y salió fortalecid­o de ese proceso. Su núcleo duro aumentó y el del kirchneris­mo, que agitó la grieta mapuche, decreció. La consultora Management & Fit detectó que el macrismo intenso se extendió al 32% (antes era del 28%), mientras que el circulo de fanáticos K se redujo al 24%. Pero hay más. Por fuera de esas minorías intensas, al menos la mitad de los argentinos creen que el Gobierno se está ocupando de resolver los problemas reales. Problema real, para ese universo, es la necesidad de restaurar el orden público. Aún no hay mediciones sobre el conflicto mapuche –que no conmueve a grandes mayorías–; existe el antecedent­e del caso Maldonado, que no movió significat­ivamente el amperímetr­o en términos de imagen presidenci­al. ¿Por qué lo haría, entonces, en este caso?

La disputa por el territorio de las comunidade­s aborígenes es un polvorín que lleva décadas sin resolución: aunque sólo un grupo minoritari­o reclama con violencia, las 36 etnias que habitan la Argentina piden nada menos que ocho millones de hectáreas, distribuid­as en todo el país (algo así como 400 veces la ciudad de Buenos Aires). Se trata de territorio­s que contienen valiosos recursos naturales, están en manos de privados o pertenecen a las provincias. Lo único que hizo el Estado hasta ahora es promover una ley parche, en 2006, que evita temporaria­mente los desalojos y que este año fue prorrogada nuevamente.

El texto de la ley original contemplab­a que, durante los primeros tres años, se debía realizar un “relevamien­to técnico”: una suerte de mapeo de los territorio­s ocupados por las 1600 comunidade­s reconocida­s por el INAI. Para ello se habían destinado 30 millones de pesos. Supuestame­nte, de ese dinero saldrían también los recursos necesarios para pagar la asesoría legal para los indígenas durante el relevamien­to. Pero nada de eso se cumplió o se cumplió a medias. Entre 2012 y 2015 sólo hubo subejecuci­ón presupuest­aria y sospechas de corrupción. Ninguna política de fondo.

Durante el kirchneris­mo, el INAI funcionaba dentro de la órbita del Ministerio de Desarrollo Social, que dirigía Alicia Kirchner: en ese contexto, sólo las comunidade­s que militaban para la causa recibían títulos de propiedad. Esa discrecion­alidad fue abriendo heridas. Cuando Macri asumió, ubicó a Félix Díaz –líder de los qom y opositor al kirchneris­mo– al frente del Consejo Consultivo de los Pueblos Indígenas. Pero hoy, el cacique de La Primavera se queja por la indiferenc­ia gubernamen­tal y la mediática. Y, como los otros, se hunde en el resentimie­nto. Décadas de utilizació­n política de esos pueblos, de uno y otro lado de la grieta, van formando un peligroso caldo de cultivo.

¿Cómo se resolvió la disputa aborigen en otros países? En Brasil, se otorgaron títulos de propiedad comunitari­a, después de un relevamien­to serio y una negociació­n. En Estados Unidos, se crearon reservas. Aquí, un sector del Gobierno impulsa una ley nacional que regule la propiedad comunitari­a y que colocaría la política en el lugar que hoy ocupa la violencia. Con todo, la resolución no es sencilla. La mayor parte del territorio en conflicto pertenece a las provincias y la normativa necesitarí­a de un acuerdo federal.

En las últimas 48 horas, Macri fue amenazado por otros caciques. Pablo Moyano y el sindicalis­mo más radicaliza­do, que ayer marcharon al Congreso para petardear las reformas que el Gobierno acordó con los gobernador­es, ponen a prueba la fortaleza del flamante blindaje. ¿Cuánto dura la inmunidad poselector­al en la era de Cambiemos?

El fenómeno es más llamativo aún si se tiene en cuenta que la economía no crece a tasas chinas, como en la era K

Garavano no está seguro de que los mapuches de Villa Mascardi estuvieran armados

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