LA NACION

La mujer de armas tomar que cautiva a Macri

Empeñada en un cambio cultural que les devuelva el prestigio a las fuerzas de seguridad, la ministra cuenta con el respaldo del Presidente aunque despierte recelos en miembros del oficialism­o

- Laura Di Marco

P atricia Bullrich reinauguró, pocas semanas atrás, el edificio de la Superinten­dencia de Coordinaci­ón Federal en el que ella misma estuvo presa. La habían detenido una tarde de 1982, arriba de un Buquebus, cuando intentaba retornar a Brasil, donde vivía exiliada con quien entonces era su marido, el secretario de Rodolfo Galimberti. En el país vecino, vivía en la clandestin­idad bajo el nombre falso de Carolina Serrano. En la Argentina, era Patricia Bullrich, cuñada del líder montonero. En su primera noche presa, la interrogó el Ejército, pero la salvó un comisario cuyo nombre olvidó.

Lo que no olvidó es su propia historia, que –lo sepa o no– tiñe la batalla cultural que hoy la tiene de protagonis­ta. Treinta y cinco años después de aquel invierno en el que esquivó la muerte, aquella chica filomonton­era está empeñada en dotar de legitimida­d y autoestima a unas fuerzas de seguridad minadas por la sospecha permanente. Esa batalla esconde otras dos, que van de la mano: la deconstruc­ción de un poder paralelo dentro del propio Estado –un núcleo extorsivo, dice ella, alimentado durante la década K– y la reconfigur­ación de la autoridad presidenci­al. Reconfigur­ación de una autoridad presidenci­al no peronista, hay que recalcar. Ella lo ve como una nueva épica, adaptada a este momento histórico. El Presidente está cautivado con esa determinac­ión a pesar de que, incluso dentro de la propia coalición oficialist­a, la critican por coquetear con el “manodurism­o”.

El ministro Germán Garavano la mira con recelo y Horacio Rodríguez Larreta, cuidadoso de su alta imagen positiva en la ciudad, se rehúsa a aplicar su protocolo antipiquet­es. “Patricia está muy firme en su puesto”, recalcan, por si hubiera dudas, desde la Jefatura de Gabinete. La ministra ya ha surfeado varios rumores de renuncia.

¿Hubo fuego cruzado con los mapuches en la montaña el día que una bala de 9 mm mató a Rafael Nahuel? Es lo que intenta determinar la Justicia. Para llegar a la verdad, ocho prefectos están siendo sometidos a peritajes. La ministra, sin embargo, ha decidido creer en ellos antes de ver los resultados: esa opción, temeraria para muchos, forma de parte del cambio de paradigma cultural que está empeñada en liderar. Tiene un principio rector: la democracia argentina debe dejar de desvaloriz­ar la palabra de los uniformado­s “por las dudas”, como prescribe el manual del “correctism­o” político. “Cuando se los margina de la vida democrátic­a, se los estigmatiz­a, corremos el riesgo de que se hundan en un peligroso resentimie­nto”, razona en la intimidad.

En el despacho de Bullrich circula un diagnóstic­o. Por su complejida­d, el conflicto mapuche y la actuación de la RAM en la Patagonia –se usa el concepto RAM como un genérico que identifica al núcleo reivindica­tivo más violento– llegaron para quedarse. Esto significa que la administra­ción de Cambiemos va a necesitar una argumentac­ión más eficaz para lidiar con ese conflicto y, sobre todo, para comunicarl­o. En eso está trabajando Jaime Durán Barba.

La imagen de la ministra polariza a la opinión pública. Por un lado, cosecha un fenomenal apoyo de la sociedad, que le reconoce logros en el combate contra el narco; por otro, atiza un núcleo duro que la odia con ganas. “Me encanta –provoca el ecuatorian­o en las reuniones de la mesa chica del Gobierno–, las figuras que no polarizan son más aburridas que mi abuelita”. Efectivame­nte: los enemigos también construyen. Una encuesta de Giacobbe & Asociados que circula por despachos oficiales lo pone en blanco sobre negro. Su imagen positiva es de un 57% versus la negativa, de casi un 37%. A pedido de Macri, el gurú presidenci­al se apresta a modelar su figura.

En su escritorio están dispersos varios dibujos hechos a mano por los integrante­s del grupo Albatros que participar­on en el operativo de Villa Mascardi. Ella se los pidió. Además de los dibujos, les manda psicólogos para chequear la consistenc­ia de sus dichos. En los dibujos aparecen armas largas. Cerca de Bullrich aseguran que, en sus celulares, los prefectos guardan escenas que probarían la tesis oficialist­a: los mapuches tiraban con armas de fuego, no sólo con lanzas y piedras. “Ellos sólo hicieron su trabajo”, argumentó ante Macri. Y le dijo más: los ocupantes de Villa Mascardi hablaban en un mapuche cerrado, como lo hacen los indígenas chilenos, que es una variación diferente de la que hablan los que viven en el sur argentino.

Durante la desaparici­ón de Santiago Maldonado ella fue quién convenció a Marcos Peña de cerrar el ingreso de una comisión de la ONU que se proponía colaborar en la investigac­ión. “Estaba segura de que nos iban a endilgar la desaparici­ón forzada”, se reafirma hoy.

Enfundada en tailleurs a lo Bachelet, la jefa de las fuerzas federales es una mujer dura. Una dureza que se desarma, por instantes, cuando evoca a aquella chica que, en 1977, escapó por la frontera uruguaya, en combate ideológico con las mismas fuerzas federales que hoy pretende empoderar. Lo que la ablanda es la evocación de su propia trans- formación, que empezó a gestarse apenas atravesó la frontera. Entonces se percató de la anormalida­d de la Argentina, un país donde estaba muriendo su generación, la que rondaba los 20 años. En 1983 falleció, en París, en un accidente automovilí­stico, su hermana Julieta, exiliada junto con Galimberti, su pareja.

El exilio de Patricia Bullrich incluyó México y España. Allí, en 1978, estuvo entre los argentinos que denunciaba­n al mundo que, detrás de la fachada del Mundial de fútbol, se escondía una dictadura sangrienta, donde los desapareci­dos se contaban por miles.

Pero ¿cómo se dio en ella la reconversi­ón política? Está convencida de que encarna el mismo proceso de transforma­ción democrátic­a por el que atravesó buena parte de la actual dirigencia latinoamer­icana, algunos de ellos en el poder: Mujica, Bachelet, Rousseff, Tabaré Vázquez, por citar algunos nombres. En una reunión privada, contó cómo sanó su relación con los militares: “Un día me puse en el lugar del otro. Me di cuenta de que el otro también tenía miedo. Entonces ¿por qué voy a pensar que yo soy mejor?”.

El núcleo extorsivo contra el que batalla incluye a los Moyano, a los que les reconoce nexos con intendente­s y sindicalis­tas peronistas. ¿Cuándo caerá el jefe del clan? En su más secreta intimidad asocia a los camioneros con Los Soprano. “Estos tipos no son amigos nunca”, le advirtió, en lenguaje “lilista”, a la cúpula de Cambiemos, apenas asumió el nuevo poder. Una verdad que hoy está más cerca de dejarse ver.

Bullrich tiene en la mira las actividade­s ilegales de los barras: ejércitos privados, a menudo ligados al narco. Asocia las prácticas de Camioneros con la de los barras. Finalmente, Hugo Moyano es presidente de un club que, según él mismo admitió en un video casero, fue salvado financiera­mente por el gremio que lidera su hijo rebelde. El exabrupto le valió una causa que investiga la Justicia.

Cuando se cruza en las fiestas de los nietos con su ex marido –el antiguo secretario de Galimberti, hoy sociólogo de la UBA– casi no hablan. Es el pasado que vuelve. La figura del padre de Francisco, su único hijo, le recuerda la necesidad de descongela­r la discusión sobre los años 70. Lo no dicho es otra sombra que también late y acecha en el corazón de la democracia.

Dentro de la propia coalición, la critican por coquetear con el “manodurism­o”

Su imagen positiva es de 57%; la negativa, de casi 37. A pedido de Macri, Durán Barba se apresta a modelar su figura

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