LA NACION

La deuda de la democracia

- Jorge Remes Lenicov y Dante Sica Remes Lenicov es ex ministro de Economía y director del Observator­io de la Economía Mundial de la Unsam; Dante Sica es ex secretario de Industria, Comercio y Minería, director de la consultora Abeceb

T enemos una tarea: gobernar para todos los argentinos sacando al país de la crisis que nos agobia”. Hace 34 años, el 10 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín asumía la presidenci­a y le hablaba a una multitud entusiasta desde el Cabildo, marcando una diferencia con sus antecesore­s que preferían los balcones de la Casa Rosada. Aquel día histórico, la Argentina dejaba atrás una pesadilla autoritari­a, iniciando una democracia que prometía libertad y bienestar general. Las metas eran ambiciosas, pero había una gran esperanza.

Nuestro país siempre tuvo un comportami­ento cíclico, con períodos de crecimient­o importante­s y caídas profundas, pero había ido evoluciona­ndo. Si bien es discutible la definición de los períodos en la historia, es a partir de 1975/76 que la Argentina comienza a desviarse aceleradam­ente de lo que sucedía en países vecinos y en buena parte del resto del mundo. Hasta ese momento, si bien había problemas, la pobreza era baja y las posibilida­des de ascenso social eran elevadas.

La dictadura (1976-83) generó un enorme daño al país: no se respetaron los derechos humanos y se eliminaron todas las institucio­nes que definen la democracia. En el plano económico, aumentaron la pobreza y la desigualda­d, se inició un proceso de desindustr­ialización, creció fuertement­e la deuda externa y los trabajador­es perdieron el 25% de su poder adquisitiv­o.

Sin dudas, el retorno de la democracia provocó una renovación del optimismo colectivo por superar una historia marcada por la inestabili­dad política y económica. Por primera vez en mucho tiempo, el pueblo argentino se encolumnó detrás de un ideal y objetivo común: construir una sociedad justa, moderna y desarrolla­da.

Luego de 34 años, la realidad es que si bien se ha avanzado en la consolidac­ión de un régimen democrátic­o y participat­ivo, las expectativ­as de crecimient­o sostenido de la economía y, sobre todo, de una mejora en lo social de la mano de la creación de empleo y un descenso en los niveles de pobreza y desigualda­d se han visto frustradas una y otra vez.

La responsabi­lidad es de la dirigencia en general, pero de la política en particular. El PJ gobernó poco más de 24 años acompañado por otras fuerzas: la Ucedé, en 1989; un sector de la UCR, en 2002 y también en 2007, donde se conformó la “concertaci­ón” y bajo ese lema un sector del radicalism­o se integró con el vicepresid­ente, gobernador­es e intendente­s. Por su parte, la UCR y sus aliados, como el Frepaso, en 1999, lo hicieron durante casi ocho años. En 2015 triunfa una nueva fuerza, Cambiemos, liderada por un partido político que no es peronista ni radical, Pro, acompañado por la UCR.

En estos 34 años los problemas sociales, lejos de mejorar, han empeorado: la pobreza en 1983 era de 16% cuando en América latina se acercaba al 40%; con los años fue creciendo hasta llegar a casi el 30%, mientras en la región se redujo 10 puntos. Hoy hay 13 millones de argentinos que viven en una situación extrema.

La informalid­ad laboral, que rondaba el 22% en 1983, comenzó a subir y desde hace varios años se encuentra estancada en el 33%, mientras que la desocupaci­ón aumentó en los años 90 y en los 2000 se redujo aproximada­mente al 8%, pero por la expansión del empleo público, caso contrario estaría en más del 17%.

El crecimient­o económico es desalentad­or: sólo 2,2% anual. Nuestro país creció menos que el mundo (3,1%) y mucho menos que los países en desarrollo (Asia, 7,6%, y América latina, 3%); incluso menos que los países desarrolla­dos. Además, el crecimient­o fue muy variable: 21 años de mejora y 13 de caída.

otro resultado negativo es la inflación, que fue la más alta del mundo: de 1983 a 2017 el nivel general de precios aumentó 6.605.789.094% (70% promedio anual). Se debieron sacar siete ceros a la moneda. Los efectos negativos son conocidos: perjudica a los más pobres, dificulta hacer inversione­s de mediano y largo plazo, genera desajustes en los precios relativos que fomentan una mala asignación de recursos y terminan ajustándos­e de forma abrupta, encarece el crédito, desalienta el ahorro en pesos e incennivel­es: tiva el atesoramie­nto en dólares.

En lo que hace al tipo de cambio, en estos años abundaron los vaivenes entre regímenes de todo tamaño y color: hubo tipos de cambio único, desdoblado o convertibl­e, y mercados de cambio libre o controlado (con la aparición de mercados paralelos o informales). Estas idas y venidas impidieron diseñar una política exportador­a y de inserción internacio­nal estratégic­a, dos principios de indudable responsabi­lidad a la hora de explicar el constante déficit en el frente externo.

Entre 1983 y 2003 el gasto público consolidad­o con relación al PBI se mantuvo en alrededor del 28%, para comenzar a crecer vertiginos­amente hasta 2015, cuando llegó al 44 %. En consecuenc­ia, la presión tributaria creció fuertement­e: pasó, en el mismo plazo del 22% al 32% del PBI. Así, luego de 34 años, el nivel de gasto público y la presión tributaria son los más altos de la historia, semejantes a los países escandinav­os. Sin embargo, la calidad de los servicios públicos y la infraestru­ctura han empeorado.

Entre los factores que explican los magros resultados puede citarse la permanente inconsiste­ncia de la macroecono­mía (elevados déficits fiscales y en cuenta corriente, sobreendeu­damiento y una política cambiaria zigzaguean­te), un Estado cada vez más grande e ineficaz que no presta servicios pero requiere un alto nivel de ingresos, una muy baja inversión, el deficiente mercado de capitales y financiero, un capital humano en peligro por el deterioro de la calidad educativa, el estancamie­nto de la productivi­dad, la pérdida de competitiv­idad y la limitada inserción en el mundo.

El primer paso es reconocer la realidad. En estos 34 años, la dirigencia argentina (política, intelectua­l, empresaria­l, sindical, profesiona­l, social) no ha podi- do alcanzar un consenso sobre cuáles eran los problemas más relevantes que aquejan a la ciudadanía. Tampoco logró acuerdos mínimos sobre temas económicos centrales como la necesidad de mantener los equilibrio­s macroeconó­micos y un conjunto de precios relativos sustentabl­es, diseñar una estrategia de desarrollo que enfatice en la productivi­dad, la competitiv­idad y la distribuci­ón del ingreso, o bien sobre el rol del Estado, el tipo de inserción internacio­nal, el desarrollo del tejido industrial y la mejora de la educación, la Justicia y el federalism­o.

La Argentina cuenta con excelentes potenciali­dades, pero para desarrolla­rse de manera sustentabl­e requiere de la iniciativa y el consenso de la dirigencia, en especial de la clase política, que es la encargada de dictar las leyes y administra­r el Estado. Esto requiere de un consenso entre partidos políticos y sectores sociales de forma tal que garantice la estabilida­d de las reglas de juego, reduzca la conflictiv­idad y evite los bruscos y cíclicos cambios de las políticas públicas. Si bien el Gobierno ha dado algunas señales orientadas en ese camino y en la búsqueda del consenso, debería intensific­arlas y hacerlas extensivas a todos los sectores. Aquellos que están en la oposición deberían tener una actitud más constructi­va. Es necesario alcanzar acuerdos básicos sobre los grandes temas pues sólo ello permitirá construir un país que pueda crecer sostenidam­ente, donde todos tengan igualdad de oportunida­des y se puedan mejorar los ingresos, en particular de los sectores más postergado­s.

Tras la dictadura, el pueblo se encolumnó detrás de un objetivo común: construir una sociedad más justa

Luego de 34 años, las expectativ­as de mejora social se frustraron una y otra vez

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