LA NACION

Cómo levantar un imperio con bajo perfil

- Silvina Pini

Ratana Lin me esperaba con un cartel con mi nombre y el tuk tuk en marcha en el modesto aeropuerto de Siem Reap. Mientras me llevaba al hotel, recordé la encuesta casera que había hecho entre familiares y amigos: ¿alguien sabe algo del Imperio Jemer? Silencio. La mayoría tampoco había escuchado hablar de la ciudad de Siem Reap, pero casi todos sabían de la existencia de los templos de Angkor Vat. Hollywood les había prestado imágenes con Angelina Jolie en Tom Ridder, otros lo confundían con un templo lleno de monos y a Mowgli, protagonis­ta de Kipling en El libro de la selva. El ruido del tuk tuk –una moto con carro– y el inglés lleno de “eles” de Ratana volvían difícil el intento de conversaci­ón, por lo que él se limitaba a sonreír y yo a mirar los primeros metros de lo que fue el epicentro del poderoso Imperio Jemer, que dominó los actuales territorio­s de Camboya, Laos, Tailandia, Vietnam, parte de Birmania y de Malasia durante 600 años, entre los siglos IX y XV.

Más tarde, Ratana volvió a buscarme para llevarme a los templos, esta vez acompañado por su hijo Erick de 7 años, que estaba de vacaciones en el colegio. Iba al más caro de la ciudad, bilingüe y de doble escolarida­d, que no pagaba su padre, sino una pareja de suizos que habían sido clientes de Ratana una década atrás.

Los templos de Angkor Vat son un colosal complejo arqueológi­co de 200 kilómetros cuadrados, sólo comparable con Machu Picchu y Petra. La mayor estructura religiosa jamás construida que llegó a albergar veinte mil personas. La silueta majestuosa del templo central, de más de 1000 metros de frente y cinco torres que se reflejan en el agua en medio de la selva tropical, me dejó parada largos minutos tratando de asimilar lo que veía. Pero más asombro me causó la habilidad de Erick, un niño que no llegaba al metro veinte, para manejar con sutileza los hilos que lo ubicaban frente a su padre como el tierno hijo de un chofer y frente a mí como un miniguía experiment­ado y culto, con un inglés salido de Eaton.

Enseguida fuimos a Ta Prohn, donde enormes árboles han abrazado paredes, puertas y torres con sus raíces. Este fue el único templo que no fue restaurado por la École Française d’Extrême-Orient, para mostrar el estado en el que se encontraba­n los templos de Angkor a finales del siglo XIX. Ratana no pronunció palabra cuando pasamos delante de un grupo de hombres sin piernas que tocaban música en la entrada. Fue Erick quien explicó que habían pisado una de las 2,5 millones de minas antiperson­as que aún quedan de la guerra con Estados Unidos, y que su país es el más minado del mundo.

Más tarde, camino a la laguna Tonle Sap, nos detuvimos en un extenso campo de loto. Erick se permitió corregir la pronunciac­ión de su padre, que decía “loto”, en vez de “lotus”, pero, para devolverle autoridad, enseguida le preguntó si el centro de la flor comestible estaba maduro.

La población más pobre de Siem Reap vive en las márgenes de la laguna Tonle Sap. Ratana manejaba con pericia el bote de madera con motor fuera de borda. Llevaba una mano en el timón, la otra en las costillas de su hijo por si el agua presentaba un vaivén inesperado. Sus ojos sonrientes me decían que Erick no será como quienes nos saludaban con la mano ante el paso del bote, que su hijo será quien levante el perfil de uno de los imperios más olvidados del mundo.

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