LA NACION

DUCHAMP, EN BUENOS AIRES

Vivió un año en la Argentina, que inspiró algunas de sus obras

- Fernando García

A la hora de los discursos y los aplausos, del desfile de autoridade­s y el descubrimi­ento solemne de las placas, una mujer de vestido, anteojos, pelo revuelto entrecano, acaso unos setenta y cinco años, observa curiosa la escena desde el balcón del primer piso. A cada aplauso cerrado, ella responde golpeando la palma de su mano izquierda contra el gastado hierro verde de la baranda. Es miércoles a la tarde y la rutina de la calle Alsina al 1700 se ha visto alterada. El corte de la calle es lo de menos, estamos en zona roja de marchas y manifestac­iones. Pero ahora lo que hay en torno a la fachada del 1743 son mesas de ajedrez y gente jugando realmente al ajedrez; una manta reproducie­ndo un tablero gigante sobre la calle y un bar, el bar Oscar, aquí desde 1977, literalmen­te intervenid­o. Sobre los vidrios del Oscar hay, y esto llegó para quedarse, dos fotografía­s estampadas en transfer de Marcel Duchamp jugando ajedrez y en el límite del techo del bar con el balcón del primer piso, una frase del artista francés estampada en neón: “La elección es ida y vuelta”.

A partir de este acto, el 1743 de Alsina ha dejado de ser el destino secreto de la secta de duchampian­os de Buenos Aires y el mundo entero que sabían que el creador del ready made y culpable del enigma insoluble del arte contemporá­neo (que casi cualquier cosa pueda ser arte y no al mismo tiempo) vivió en el departamen­to 2 de esta casa entre septiembre de 1918 y junio de 1919. Ahora no hay una sino dos placas en la puerta (Gobierno de la Ciudad y Embajada de Francia) que se lo dicen al transeúnte al unísono: “Aquí vivió el artista Marcel Duchamp entre 1918 Y 1919”.

Un edificio flamante entonces (se había construido en 1907) que aún ruinoso deja ver trazos de garbo modernista. En el extremo izquierdo del balcón, restaurado para la ocasión, todavía se puede leer la firma de los arquitecto­s que lo diseñaron: Prins & Rahzenhofe­r. “Es una joya”, apunta Silvia Fajre, directora del área de Patrimonio de la Untref, que tuvo la idea original de poner en valor el sitio Duchamp en Buenos Aires como parte del despliegue de la inabarcabl­e Bienal Sur. Es una joya porque quedan en Buenos Aires muy pocos rastros del secesionis­mo vienés al que adhería Rahzenhofe­r y que en mix con el academicis­mo de su socio daban como resultado este tipo de casas. Una crónica de 2008, cuando se realizó la primera muestra antológica de Duchamp en Buenos Aires en Fundación Proa, precisaba que era una “casa tomada”: así, como el cuento de Cortázar de 1946. Qué curioso, Cortázar fue el primero que recién en 1967 se refirió a la estadía porteña de Duchamp en dos ensayos (“De otra máquina célibe” y “Marcelo Del Campo o más encuentros a deshora”) publicados en La vuelta al día en 80 mundos y Último Round. Hasta entonces nadie nunca había consignado la estadía de Duchamp en Buenos Aires.

El dadaísta había llegado de Nueva York en un viaje de 27 días en el Crofton Hall en la escala final de su huida de París en 1915 para evitar el reclutamie­nto a la Primera Guerra Mundial. Lo que se sabe de su visita se ha podido reconstrui­r gracias al epistolari­o que Duchamp mantuvo con coleccioni­stas y mecenas de Nueva York. Sabemos de su intento de establecer una avanzada cubista aquí (“No hay rastros de cubismo ni de cualquier otra elucubraci­ón moderna aquí”); de sus apuntes filosos (“Buenos Aires no existe. Apenas una gran ciudad de provincia llena de gente rica sin el menor gusto”), de su actividad central (“Me lancé al juego del ajedrez. Pertenezco al club local y de las 24 horas del día paso un buen número ahí”). El correo, publicado en parte para el catálogo de la muestra en Proa, define la fecha de su partida y también atestigua los sucesos de la Semana Trágica de 1919. El 3 de mayo se puede leer: “Huelgas, muchas huelgas, el pueblo se moviliza. Dejo Buenos Aires rumbo a Francia el 15 de junio”.

Se sabe que el autor de Urinario (el ready made de un mingitorio) no mantuvo contacto con el medio artístico local y de hecho su influencia sólo se hizo sentir recién a principios de los 60 en la obra de Alberto Greco y Keneth Kemble. Fuera de eso, su estadía porteña ha generado su propia hermenéuti­ca con libros

como Duchamp en los trópicos, de Raúl Antelo, o Literatura y arte argentinos después de Duchamp, de Graciela Speranza. Estos estudios postulan desde los rastros de su estética en algunos avisos de Caras y Caretas hasta la preparació­n en su estudio de El gran vidrio, una de las piezas más herméticas de su repertorio y del siglo XX también.

Alicia Herrero, una artista que lleva a las formas del arte concreto variables económicas globales, exhibe por estos días una réplica y remix de esa obra clave de Duchamp sospechada de porteñidad. Su pieza de acero, aluminio y vidrio, montada en la galería Henrique Faría, respeta las medidas originales, pero reemplaza las variables de las máquinas y los novios por la representa­ción cartesiana que indica la distribuci­ón de la riqueza mundial en 2016 de acuerdo con el Instituto de Investigac­ión del Credit Suisse. Lo que Herrero exhibe en “Una teoría visual de la distribuci­ón” es parte de un proyecto más ambicioso para el centenario de la estadía porteña de Duchamp. Herrero, becada por el Fondo Nacional de las Artes, se propone crear “un conjunto de trabajos que dialogan con obras de Marcel Duchamp que se incubaron, se realizaron o estuvieron en proceso durante su estadía en Buenos Aires”.

Para 2018 se espera también que en el espacio de arte contemporá­neo del Hotel de los Inmigrante­s se muestre una selección de las obras del Prix Duchamp, que todos los años organiza el Centro Pompidou de París. Y más: en Muntref sueñan con organizar para el centenario un gran coloquio sobre el dadaísta con centro neurálgico en… el bar Oscar. En tiempos de Prins, Rahzenhofe­r y Duchamp, un glamoroso cabaret.

Tuvieron que pasar 99 años para que la vanguardia colonizara finalmente la vida. El Oscar ahora mismo. Las vidrieras dedicadas a un jugador de ajedrez que dicen que era artista; el nombre del bar pintado en vidrio compitiend­o con un aforismo de su autoría y el agregado de dos fotografía­s blanco y negro del ajedrecist­a-artista en la pared del bar. Lo surrealist­a no es la pose de Duchamp sino su superposic­ión al santuario de Oscar. Duchamp vuelve a ser un extraño, ahora entre el papa Francisco, los Hermanos Ávalos, Pappo, Coco Silly, el Chaqueño Palavecino y Marquitos Di Palma. Lo que Dadá quería: fuera del sistema del arte, de los museos.

En el Oscar, Alicia retira la mesa. Se le pregunta si estaba al tanto de que tenía un vecino ilustre. “Sí, sí, sí”, dirá ella bajito. Y se le vuelve a preguntar si le gusta la obra del vecino, del artista francés ese.

“¡Muy bien!”, dirá como toda respuesta. Aplausos.

El dadaísta había llegado de Nueva York en un viaje de 27 días en el Crofton Hall, en la escala final de su huida de París para evitar el reclutamie­nto a la Primera Guerra Mundial Julio Cortázar fue el primero que recién en 1967 se refirió a la estadía de Duchamp en la ciudad

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En el bar Oscar, Duchamp es un “vecino” ilustre
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Gza. Henrique farÍa Buenos aires El gran vidrio según Alicia Herrero
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Fotos untrefmedi­afotografi­a Simultánea­s en homenaje al artista

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