LA NACION

Crimen moral y traición a la democracia

- Jorge Fernández Díaz —LA NACION—

Asistimos a un nuevo episodio en la larga serie de desavenenc­ias conyugales entre el peronismo y el Código Penal. El manual de toda la vida indica, en esta clase de apuros, que garpa más ser el payador perseguido que el reo en regla. Y la experienci­a enseña que en una sociedad con síndrome de Estocolmo, donde cada paisano se considera una víctima, siempre hay gente predispues­ta a identifica­rse con el caído y a comerse el amague; a clamar lastimeram­ente contra la impunidad y a derramar a los cuatro vientos que en la Argentina es imposible avanzar sobre los culpables, y cuando por fin alumbra un fallo, a reaccionar con temor, desconfian­za y gatafloris­mo intelectua­l. Hacemos campaña por la nieve y después nos quejamos del frío. Nos pasa a casi todos, y me pongo a la cabeza de esa lista: sólo quiero un juicio justo, y la cadena de preventiva­s, los precedente­s que siembran y la cantidad de ex funcionari­os presos sin sentencia firme me caen muy mal al hígado, independie­ntemente de las antipatías que los ilustres convictos me provocan. Eso no me habilita para devaluar la investigac­ión del juez, ni para involucrar al Gobierno en las imperfecci­ones del proceso.

Vamos por el principio, y que el árbol no tape el bosque. El titular de la DAIA definió la magnitud histórica de esta resolución: “Se ha demostrado que lo que decía Nisman era verdad”. Los arrestos son, por supuesto, harina de otro costal, aunque hay en esto dos biblioteca­s jurídicas en pugna. ¿Puede el instructor de un expediente reservarse para sí la prerrogati­va de analizar el concepto general de un individuo y evaluar si este debe esperar su juzgamient­o en una celda? Elemental: la respuesta surge afirmativa, cualquiera sea el teórico que opine. ¿Existen antecedent­es como para pensar que este grupo de personajes obstruyó la Justicia precisamen­te en este trámite tan grave, y que sus miembros mantienen además logias en los juzgados, aliados en el Parlamento, contactos en los servicios de inteligenc­ia y potencias extranjera­s interesada­s en ayudarlos? Aquí la respuesta flaquea, aunque prevalece la dudosa idea de que las bestias encubridor­as de paladar negro ya han perdido las uñas. Puede ser, no estoy seguro, pero Dios quiera. Y en todo caso, ¿cuál sería la actitud que debería adoptar Mauricio Macri en el terreno? ¿Llamar por teléfono a Comodoro Py y torcer sus criterios, citarlo al presidente de la Corte Suprema y exigirle que cancele la “doctrina Irurzun”, o directamen­te advertirle­s a los magistrado­s a través de la prensa los sesgos y jurisprude­ncias que deberían adoptar? Si diera cualquiera de esos pasos, le caeríamos encima con nuestros puñales de pureza por violar la independen­cia de poderes. Mientras no lo haga, se lo acusará de cómplice. Así es el juego. Por eso tal vez del laberinto se pueda salir únicamente por arriba, consensuan­do en extraordin­arias una modificaci­ón al Código Procesal.

Otro problema político que se discute, aquí y ahora, es si correspond­e que aquellas decisiones gubernamen­tales adoptadas por Cristina Kirchner sean judicializ­adas. Ella, por supuesto, afirma que no: el memorándum no se llegó a materializ­ar y “fue un acto de política exterior aprobado por el Congreso argentino”. También en este punto anidan controvers­ias leguleyas (a pesar de algunos delitos obvios), pero en todo caso una vez más nos distraen de lo más relevante: la gran tragedia radica precisamen­te en que las tentativas y los tristes sucesos se consumaron cuando una presidenta tuvo en un puño a los poderes Ejecutivo, Legislativ­o y Judicial. Esa abominable anomalía, que propició desvaríos autoritari­os y un imperdonab­le seguidismo justiciali­sta, es la que precisamen­te permitió el giro copernican­o en las posiciones internacio­nales, un escandalos­o intento de exculpació­n para imputados de terrorismo, la convalidac­ión legislativ­a automática de todo este dislate, la protección judicial de los autores ideológico­s de la movida, el acoso y tal vez el asesinato del fiscal que los denunciaba, la posterior operación de descrédito del muerto que se llevó a cabo de manera sistemátic­a desde aquella ominosa Jefatura de Gabinete y el encubrimie­nto de los hechos que tuvo socios y amigos fundamenta­les en los rincones más poderosos de la burocracia, el poroso fuero federal y el inframundo del espionaje. Este virtual crimen de fondo y de Estado, quizás incluso más moral que jurídico, se perpetró con el concurso de todas las institucio­nes de una república hundida. Porque esas institucio­nes se habían transforma­do en meros instrument­os domésticos de una emperatriz. Quizás la figura de “traición a la patria” resulte en efecto insostenib­le desde un punto de vista penal, pero no lo es desde una idea más amplia, ética y filosófica. Porque ciertament­e el kirchneris­mo traicionó a la democracia. Y todo este repugnante festival nos refresca la patología que nos gobernó durante años, el espeluznan­te consenso social que tuvo y la complacenc­ia progre que justificó toda aquella traición.

Ahora bien, ¿resulta posible juzgar con las leyes y las razones republican­as actos de un Estado populista encubridor y autolegiti­mado? Y este enigma nos lleva a otro argumento que sobrevuela el país: ¿alguien puede creer con seriedad que “el populismo ya pasó”? La verdad es que la ciudadanía y sus representa­ntes operan sobre un populismo que sólo en su variante más extrema fue parcialmen­te derrotado en las urnas, pero que permanece como un pulpo de múltiples tentáculos y como un magma de cultura, estructura, costumbre, servidumbr­e, privilegio­s, mafias y secuelas múltiples. Para citar sólo un caso: la hipoteca económica heredada es el explosivo que todavía Cambiemos no puede o no sabe desactivar, y que sigue pendiendo con su espada de Damocles sobre nuestras cabezas asustadas, donde después de décadas de accidentes macroeconó­micos y desilusion­es, cualquier petardo de fin de año nos parece el principio de la guerra del Golfo. El pasado no pasó; está presente y palpitante, y el mundo se da cuenta. Por más entusiasmo que exista en algunas naciones desarrolla­das –aquellas que a cambio de inversione­s perennes nos reclaman seguridad jurídica y voluntad de normalizac­ión– nadie puede allí creer que los argentinos hayamos sepultado por fin nuestra vocación suicida. De lejos, los últimos acontecimi­entos pueden hacer pensar que no escarmenta­mos: submarinos que desaparece­n y rumores de viejas corrupcion­es (imagen rediviva de nuestra impericia y decadencia), mapuches baleados por la espalda (para fortalecer a Prefectura y responder a la demanda de orden no hace falta cerrar filas apresurada­mente con ningún uniformado que haya protagoniz­ado una turbia reyerta) y una sucesión de “opositores” detenidos a velocidad del relámpago (por más que se trate de los sospechoso­s de siempre). El peronismo, a su vez, le va mostrando al mundo sus miserias y venalidade­s, y confirmand­o en los tribunales el prejuicio universal: no es la primera vez que cobija entre sus filas a notorios antisemita­s ni a aliados de fundamenta­listas islámicos; la comunidad judía mundial tiene memoria. Nisman fue ejecutado, según indican las pericias, en la estela de toda esta basura impune. Y Pepe Elisaschev fue basureado día y noche desde la administra­ción pública por atreverse revelar la infamia que se estaba cocinando. Tanto si se relativiza­n alegrement­e los fallos, como si estos malogran la búsqueda de la verdad última y la sanción efectiva de los responsabl­es, habremos perdido. Una vez más.

La gran tragedia radica en que las tentativas y los tristes sucesos se consumaron cuando una presidenta tuvo en un puño a los poderes Ejecutivo, Legislativ­o y Judicial

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina