LA NACION

Perdido en Moscú: el difícil arte de entender a los rusos (más allá del idioma)

- Por Julio César Ortega

Abajo de las puertas de los colectivos hay estalactit­as. Casi no existe el agua en Moscú: en estos días todo hielo.

“¿Por qué viniste a Rusia en diciembre?”, me pregunta Nastia, que nació en Sochi. No sé qué responder porque acá el sentido del humor es otro y no apreciaría que la razón que se me ocurre es que me salió en la lista de Spotify Moscow, de Dschingis Khan. Hacía tres meses había llegado a Europa y tenía que moverme por un tema de visado. Y fue Rusia.

Las expresione­s faciales de los rusos no tienen comparació­n justa. Ejemplo: hay una escalera y una rampa al lado. Elijo la segunda y me resbalo. Una señora ve mi pobre desempeño y le sonrío. Mirada de la muerte. “No comas, ni bebas, ni te rías en el subte si te molesta la mirada de la muerte. Lo que sí hay son jóvenes besándose, porque acá casi todos viven hasta grandes con sus padres”, explica Nastia.

En el metro

No saqué el celular del bolsillo ni para las fotos. Cada tanto lo palpo para confirmar que nadie lo robó porque mi anfitriona, la de Sochi, me llenó la cabeza. Me saco los guantes y reviso el teléfono. Los menos once grados no se sienten como frío, es dolor. La mano no me responde bien y tardo en operar el Google Maps con los dedos rojos. El punto azul, mi ubicación, aparece muy lejos de lo que había pronostica­do. Figuro afuera de la ciudad aunque los edificios de enfrente son muy similares al Kremlin. Como no tengo esta zona cargada en la memoria, el mapa solo muestra una gran superficie gris borrosa que debe ser este segundo Kremlin.

La pantalla del celular se pone negra. Aprieto el encendido con mis dedos de kanicama. Nada. Me pongo el guante y camino para encontrar algún subte. Mi única forma de ubicar el departamen­to es desde una estación escrita en cirílico.

Es casi de noche a las cuatro de la tarde. Entro en la primer estación y bajo por una escalera mecánica muy larga. En la plataforma hay más de cien estatuas de bronce de maestras, niños, soldados, granjeros. Un tributo al ciudadano común de parte del gobierno de la Unión Soviética. En el subte me concentro en no comer, ni beber, ni reír. “Me olvidé de avisarte que llevaras la batería”, me dice la rusa. El frío descarga los celulares. “Y tampoco te avisé que el gobierno alteró los GPS cerca del Kremlin. Te pone tu punto azul en el aeropuerto. Sutil.”

Yuri Gagarin

Es la primera vez que tomamos el vodka local y nos subimos al taxi que no sé como logramos parar. Nastia le indica en ruso y yo lo miro sin inmutar el rostro para saludarlo como hacen ellos. Hoy me patiné en el mismo lugar que antes, evité caerme y le hice mirada de la muerte a una señora que inclinó apenas la frente. Respeto. “Esa es la estatua de Yuri Gagarin –comenta Nastia– el primer ruso en el espacio,” el auto sigue andando y Yuri queda atrás y darme vuelta es imposible en este camperón. “Es un héroe acá...”

“Pará, ¿no fue Laika antes?” Nastia me mira sorprendid­a. Las calles son muy anchas y como hay túneles para que los peatones crucen por debajo no tardamos en llegar a casa. El taxista cuenta el dinero y, ofendido, dice “Yuri primer hombre, Laika un perro.” Es raro que hablen español acá. Salgo del auto y abro la boca para pedirle disculpas pero se adelanta Nastia que grita “¡Perra! Era Perra.”

Me quedo mirando el cielo blanco después de otro patinazo que me dejó contra el piso. Estoy en las afueras de Moscú con un poco de resaca. Lo bueno de resbalarse en Rusia es que el abrigo amortiza el golpe. Una cara aparece en mi rango visual como anticipo de la mano que me ayuda a ponerme en pie. La desconocid­a sonríe, le digo spasiva sin devolverle el gesto y camino para el subte.

Un hombre entra en el vagón a los gritos y se sienta a unos metros. La campera, los guantes y su bolso camuflados, pantalón verde militar y anteojos aviadores. Tiene un diario enrollado metido adentro de la bota negra que le llega hasta la rodilla. Saca del bolso uno de esos grabadores de casete portátiles de los setenta que los periodista­s se colgaban al hombro. Mete un casete y aprieta un botón. Suena Pavarotti cantando Caruso a todo volumen. Ninguno en el subte cambiamos la expresión facial.

“el gobierno alteró los gPs cerca del Kremlin. Pone tu punto azul en el aeropuerto”

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