Rueda sin fin: la crisis previsional
En ciertos debates políticos decir la verdad puede convertirse en un error imperdonable. Nunca es tan evidente que cuando se habla de las jubilaciones.
El diputado macrista Pablo Tonelli lo experimentó con toda crudeza cuando pronunció su ahora célebre frase sobre el cambio en la forma de indexación de haberes que propone el Gobierno. Dijo algo cierto –que los jubilados “perderán plata”–, pero trató de diluir el impacto con eso de que a pesar de todo tendrán “más poder adquisitivo”.
La explicación de difícil encaje lógico desarticuló la estrategia –nada original– de una administración necesitada de tocar el sistema previsional, consistente en no moverse de una discusión técnica e impersonal de fórmulas matemáticas. A la oposición le quedó servido el juego de toda oposición en estas circunstancias: el grito en el cielo, la promesa de defender a “nuestros viejos”, la indignación, a coro con Susana Giménez, por el recorte de unos pagos ya de por sí paupérrimos.
Ni unos ni otros se asoman a asumir la verdadera magnitud del problema, que se distingue a lo lejos en las palabras de Tonelli. El sistema previsional está quebrado. El Fondo de Garantía Sustentable (FGS) –pensado para prevenir una crisis– fue sobreinvertido en deuda pública. La esperanza de vida por suerte se alarga, pero al mismo tiempo baja la tasa de natalidad. La proporción de mayores de 65 años en la población argentina ronda el 25%, el doble que medio siglo atrás.
Como van las cosas, los haberes serán cada vez más bajos, la edad jubilatoria tarde o temprano subirá y acabarán por imponerse factores de sustentabilidad, como ocurre ya en media Europa, para calcular recortes periódicos de acuerdo con la mejora en la esperanza de vida.
A los líderes políticos les resulta relativamente sencillo enfrentar la crisis. Para exhibir su preocupación por los mayores basta con conseguir unos fondos –aun a costa de deuda, inflación y freno al desarrollo–, hacer unos giros bancarios todos los meses y mantener el sistema existente de salud pública gratuita. El truco consiste en que la precarización de los haberes y de las prestaciones sanitarias se note lo menos posible. Que sea gradual.
Si hay un shock de ingresos –sea por el boom sojero o por un blanqueo impositivo– incluso se pueden esbozar medidas de “justicia”, como la incorporación al sistema de personas que no habían hecho suficientes aportes, durante el kirchnerismo, o la “reparación histórica” de Macri.
El verdadero problema cuesta mucho más afrontarlo. Lo que se resquebraja es la solidaridad entre generaciones, el pacto que sostiene el sistema previsional. Cálculos privados señalan que la cantidad de aportantes y de jubilados tiende a converger en la Argentina. La única solución sostenible pasa por pensar en los jóvenes: invertir en educación y formación; promover un trabajo de calidad, estable y con mejores sueldos; afinar la política de vivienda; mejorar la tasa de natalidad (y por ende la igualdad de género en el mercado laboral); darle guerra al empleo en negro.
Son demasiadas variables. Costosas y con resultados que sólo se notarían en el larguísimo plazo.
Sometidos a las urgencias, los gobernantes suelen meter más presión sobre el sistema previsonal. Es necesario crear empleo y entonces se impulsan medidas flexibilizadoras o bajas de cargas patronales. Es vital no agigantar la deuda, para lo que el Gobierno defiende en la Justicia el índice de inflación ficticio de Guillermo Moreno por el que se ajustaron títulos públicos que en gran medida están en poder del FGS.
No hay, en apariencia, salida al laberinto. Pero reducir la discusión a la cifra del haber del mes que viene permite que la rueda del poder siga girando. Defender a los jubilados es una causa noble. Y, bueno, además son cada vez más y votan en una proporción mayor que otros grupos etarios.
Es verdad que el drama de los sistemas de pensiones desvela a todos los países desarrollados. Un consuelo ingrato: sufrir problemas de primer mundo, pero con redes de contención del tercero.