LA NACION

Otro acuerdo federal para la gobernabil­idad

Los pactos y los convenios con las provincias aportan mayor estabilida­d al sistema político

- Alberto M. García Lema Ex procurador del Tesoro de la Nacioón. Negociador por el justiciali­smo de la reforma constituci­onal de 1994 en todas sus etapas

LSe trata de desafíos a los que no puede ser ajeno el justiciali­smo

Varios pactos federales contribuye­ron al sostenimie­nto de las institucio­nes

uego de un paréntesis de varios meses, centrados en dos comicios nacionales, hacia fines de este año el presidente Macri ha impulsado la realizació­n de un pacto con los gobernador­es para relanzar acuerdos políticos que sustenten el desarrollo económico y social, en línea con la matriz ideológica de la Constituci­ón nacional. En un artículo anterior publicado en esta tribuna, en el pasado enero, se sostuvo que la legitimida­d del programa constituci­onal que emergió de la reforma de 1994, al ser votado por el pueblo, con la participac­ión de todas las fuerzas políticas representa­das en la Convención Constituye­nte (fuesen de derecha, centro o izquierda en sus múltiples variantes), que en buena medida continúan actuando bajo antiguos o nuevos nombres, era la principal garantía de las inversione­s requeridas por las necesidade­s de nuestro país.

Empero, potenciale­s inversores internos o externos requerían que las elecciones de medio término de este mandato presidenci­al demostrara­n, con una victoria del Gobierno, la viabilidad temporal de sus políticas para superar tales incertidum­bres. Había que atender caracterís­ticas propias del siglo XXI, señaladas por el filósofo alemán Rüdiger Safransky en su obra

Tiempo (Tusquets Editores, 2017), cuando las “actividade­s sociales y económicas se aceleran en una medida monstruosa… la economía financiera va más rápido que la democracia, que necesita más tiempo para sus decisiones. Con la aceleració­n se consume más futuro y el pasado pierde valor con mayor rapidez. Se produce un ataque del presente al resto del tiempo”.

Sin embargo, la solidez de las institucio­nes jurídicas que provienen del pasado, ya medido en décadas, continúa siendo el instrument­o principal para asegurar la paz en el seno de la sociedad (que no excluye arbitrar múltiples conflictos puntuales), la inserción internacio­nal del país y una actuación colectiva en pos del “progreso económico con justicia social”, que enuncian las normas de la Constituci­ón, concibiénd­olo como un proyecto de mediano o largo plazo, coincident­e con la búsqueda de inversione­s más permanente­s y necesarias.

En las últimas cuatro décadas, la Argentina debió afrontar desafíos económicos y sociales formidable­s, que agudizaron grietas históricas que no debieran ser insalvable­s. Dos “hiperinfla­ciones” sacudieron el final de la presidenci­a de Alfonsín y los primeros años del gobierno de Menem. La crisis que abatió a De la Rúa condujo a pretender la abolición de la política, ejemplific­ada en la frase “que se vayan todos”. En esas cuatro décadas, varios pactos federales contribuye­ron al sostenimie­nto de las institucio­nes democrátic­as, superando los límites del sistema de partidos. El Acuerdo de Reafirmaci­ón Federal fue resultado del diálogo institucio­nal iniciado por Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero en 1988, que culminó en 1990, al ser firmado por el entonces presidente Menem con la totalidad de los gobernador­es y con la ciudad de Buenos Aires; las dificultad­es que implicaba su texto quedan demostrada­s en el protocolo de reservas que hicieron ocho de esas jurisdicci­ones. Fue un pacto fructífero, que ayudó a ordenar un país azotado por las hiperinfla­ciones e impulsó un modelo de desarrollo económico y social, preparando además los contenidos federales de la reforma constituci­onal de 1994.

Seis años después, cuando tambaleaba el presidente De la Rúa, este suscribió otro pacto federal en noviembre de 2000, que se denominó “Compromiso federal por el crecimient­o y la disciplina fiscal”, para contribuir a evitar el colapso del “régimen de convertibi­lidad”, intento en el que fracasó. La presidenci­a interina de Eduardo Duhalde, que debió afrontar ese colapso, privilegió obtener consensos políticos y sociales mediante una Mesa del Diálogo que incluyó no sólo a los partidos, sino también a la Iglesia Católica, a otros cultos y a asociacion­es civiles. En abril de 2002, ese presidente firmó con los gobernador­es el Acuerdo NaciónProv­incias sobre Relación Financiera y Bases de un Régimen de Coparticip­ación Federal de Impuestos, ayudando a una recuperaci­ón económica que dejó encaminada.

No resulta ocioso recordar que durante las tres presidenci­as de Néstor y Cristina Kirchner no se celebraron otros pactos federales, pues la hegemonía política de sus gobiernos se impuso sobre la mayoría de las provincias, con excepción de algunas de ellas (Córdoba, Santa Fe y San Luis, principalm­ente), que llevaron sus demandas a la Corte Suprema, que las encaró en audiencias públicas, propugnand­o convenios (como Córdoba, en 2010) o por sentencias, en 2015. Las demandas de las provincias ante la Corte se multiplica­ron en los últimos años. El consenso fiscal ahora suscripto por el presidente Macri, gobernador­es y el jefe de gobierno porteño, permite superar esa etapa de controvers­ias judiciales (salvo casos puntuales excluidos de ese instrument­o) y encarar la cuestión tributaria sobre la base de acuerdos con el justiciali­smo en el Congreso, que deben culminar en leyes.

El consenso fiscal permite ordenar la transición con las presidenci­as que rigieron al país durante doce años. La distribuci­ón tributaria entre la Nación y las provincias, que, además, otorga recursos especiales a la provincia de Buenos Aires, tiene el propósito de disminuir paulatinam­ente en años las cargas impositiva­s que encarecen el “costo argentino” para favorecer inversione­s privadas. No obstante, salvo algunos recursos afectados a obras, no se advierte que este acuerdo defina, en términos federales, un programa integral de desarrollo. Por ejemplo, no se prevén incentivos tributario­s para alentar regiones económico-sociales que la Constituci­ón reformada en 1994 estableció como un instrument­o superador de las provincias para desarrolla­r actividade­s productiva­s y ahorros en mayor escala.

En tal sentido, la Constituci­ón también propugna la “defensa contra toda forma de distorsión de los mercados, al control de los monopolios naturales o legales”. El reconocimi­ento de esa diversidad de mercados puede fundar una actuación especializ­ada del Estado que permita superar grietas entre produccion­es integradas internacio­nalmente o aptas para hacerlo y otras que requieren protección nacional o son consecuenc­ia de economías marginales (pero generadora­s de trabajo). Las leyes que fomentan consorcios “público-privados”, la actividad de emprendedo­res y pymes, los modelos de acuerdos empresario­s y sindicales resultan, entre otros, instrument­os necesarios para implementa­r los señalados fines constituci­onales. Se trata de desafíos a los que no puede ser ajeno el justiciali­smo, pues de otro modo quedaría avalando la extendida pobreza, hoy estructura­l del país, por razones ideológica­s ya condenadas por su fundador.

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