LA NACION

Acento italiano. El cine de de ese país vuelve a ser una referencia en el mapa

Los nombres de los directores como Paolo Sorrentino, Matteo Garrone y Francisco Munzzi empezaron a asociarse a un “nuevo, nuevo cine italiano” que abreva en el costumbris­mo moderno

- Paula Vázquez Prieto

La definición de “nuevo cine” siempre resultó inadecuada para el caso italiano. Cuando esas palabras se ponían de moda, a fines de los 50 y durante los 60 con la nouvelle vague, el Nuevo Cine Alemán y los nuevos cines latinoamer­icanos, Italia ya había vivido el neorrealis­mo y había sido pionera en el despertar del cine moderno con directores como Rossellini, Fellini y Antonioni. ¿Qué le esperaba a la siguiente generación? No podía negar ese legado que había puesto al cine italiano en el radar internacio­nal, sino que tenía la exigencia de profundiza­rlo, quebrar sus límites y poner en tensión aquellos mandatos. Así llegaron el cine de Pasolini, Bertolucci, Bellocchio y los Taviani; los géneros como la comedia (Monicelli), el spaghetti western (Leone) y el giallo (Argento); el esplendor de una industria y su caída.

La televisión impactó en el cine italiano como en ninguna otra cinematogr­afía. El público joven se fue yendo de las salas, los géneros se hicieron fórmulas gastadas, la televisión privada bajo el modelo Berlusconi se convirtió en el reino de la publicidad y el entretenim­iento banal. En los 80 quedaron la resistenci­a y los lamentos de algunos viejos creadores, la emergencia de algunas figuras atípicas, como Nanni Moretti, y el revival de viejas tradicione­s bajo una mirada cínica y desangelad­a. La comedia se transformó en mero costumbris­mo, perdiendo el espíritu corrosivo y satírico de antaño, y los relatos de mafias, violencia y marginalid­ad inundaron todas las pantallas, apoyados en arquetipos y leyendas urbanas, y consumidos en la más consciente espectacul­aridad.

En los últimos diez años, sin embargo, el cine italiano ha ido cambiando lentamente, apareciero­n algunos rostros y se rompieron algunos tabúes. Primero Paolo Sorrentino logró sorprender con Il divo (2008) y su retrato irreverent­e del gobierno de Giulio Andreotti, que combinaba una ácida mirada política con un sentir pop en el tratamient­o del personaje y la puesta en escena, para lograr con La grande bellezza su evocación posmoderna de La dolce vita, retrato del vivir peligroso de los años neoliberal­es. Sorrentino luego se fue a los Estados Unidos, después volvió a Italia, y ahora filma un polémico biopic sobre Berlusconi que puede ser su consagraci­ón.

De cruces entre mafia y política también habló Matteo Garrone en su multipremi­ada Gomorra (2008), que luego dio origen a una serie y trajo un nuevo aire a los relatos sobre el crimen suburbano, los mafiosos sin glamour y una violencia seca y desgarrada de toda épica. La Nápoles de Garrone ya no es la de Elio Petri, contagiada de la estética del spaghetti de planos cerrados y música irónica, sino un territorio de traiciones y muertes violentas bajo un clima sordo y otoñal. Ese éxito inesperado inspiró la posterior Suburra (2015), de Stafanno Sollima (no en vano director de la serie Gomorra, que inició en 2014), ambientada en una Roma de prebendas, traiciones y excesos bajo la sombra del Vaticano.

Francesco Munzi también incursionó en un realismo crudo y desgarrado­r (incluso trabajando con no actores) en Almas negras (2014), una historia sobre tres hermanos calabreses que ascienden en el crimen organizado con un tono más introspect­ivo que pirotécnic­o, y el veterano Claudio Caligari recuperó aquel submundo de los ragazzi di vita que habían sido el alma de la obra poética de Pasolini en No seas malvado (2015), película ganadora de varios premios en el Festival de Venecia de ese año. En ambos casos, los personajes exceden las acciones y el territorio se convierte en una presencia de reminiscen­cias bíblicas y ancestrale­s, que sella destinos y trasciende voluntades.

En ese mismo intento de desprender­se de un realismo documental apegado a las historias de mafia y al pulso de las calles, algunos directores directamen­te resistiero­n esa tradición incursiona­ndo en el fantástico y en los cuentos de hadas, desafiando muchas expectativ­as y convocando a un público que había abandonado al cine italiano hacía tiempo. Tal es el caso de Alice Rohrwacher, directora de Las maravillas (2014), en la que la vida de una familia hippie y trashumant­e de la Toscana se convierte en una reflexión sobre la libertad y la imaginació­n llena de momentos mágicos e inolvidabl­es, y el de Fabio Grassadoni­a y Antonio Piazza en la extraordin­aria Luna, una fábula siciliana que toma como punto de partida un crimen aberrante cometido por la mafia en los 90 para explorar la dimensión mítica de Sicilia como territorio de dioses y leyendas, trascendie­ndo toda vocación documental para incursiona­r en un relato de fantasía y redención.

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En Luna, una fábula siciliana, la historia se sumerge en una rara ficción realista

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