LA NACION

Infancia bajo fuego en los Estados Unidos

Casi 24 niños, en promedio, son baleados a diario en el país, con intención o por accidente; aun así, parte de la sociedad no quiere discutir su relación con las armas

- Texto John Woodwrow Cox | Foto Ricky Carioti Traducción de Jaime Arrambide

LLa bala atravesó el frío aire nocturno hacia la ventanilla trasera derecha de una camioneta gris. Carter “Quis” Hill estaba sentado en su sillita y cuando la ventanilla estalló, la bala perforó su cabeza, 2,5 cm encima de su sien derecha. De la mano del niño cayó la brillante máscara roja del Hombre Araña que le habían regalado cuando cumplió 4 años, nueve días antes. Un Pontiac blanco pasó a toda velocidad y desapareci­ó. Cecilia Hill, madre de Carter, supo de inmediato que era el mismo auto que los había perseguido 5 kilómetros antes de que desde el interior, alguien disparara ocho veces contra su volkswagen modelo 2004, en un acto de furia rutera, según lo calificó la policía. Entonces Cecilia detuvo el auto en medio de la ruta Interestat­al 90. Dahalia, de 7 años, miró a su hermano Carter, pero no notó los fragmentos de vidrio que tenía en el pelo.

“Mami, Quis tiene sangre en la cabeza”, dijo la niña y se inclinó sobre su hermano para empezar a limpiarlo. La madre la frenó con un grito y se dio vuelta para controlar el estado de su hijo, que minutos antes de la medianoche del 6 de agosto se había convertido en uno de los casi dos docenas de niños que de manera intenciona­l, accidental o aleatoria son baleados diariament­e en Estados Unidos, en sus hogares y escuelas, en las esquinas de las calles y en las plazas, en los cines y los centros comerciale­s.

Cecilia temía que para Carter fuese demasiado tarde. La bala había atravesado el cráneo del niño y había salido por un orificio en el centro de su frente. La sangre corría cubriéndol­e los ojos, la nariz, la boca. “¡Mami, mami!”, venía gritando el pequeño minutos antes, mientras Cecilia intentaba escapar del tirador que los perseguía. Pero ahora, su irrefrenab­le hijo de mejillas sonrosadas, ojos curiosos y profundos y 16 kilos de peso estaba mudo.

“¡Auxilio!”, aulló Cecilia desesperad­a en medio de la noche hasta que un conductor se detuvo y llamó al 911. “¿Se va a salvar mi bebe?”, preguntó a los paramédico­s rumbo al hospital. No recibió respuesta. Carter fue uno de los últimos niños baleados ese día, 24 horas de violencia armada durante la cual, según los informes policiales, dejaron muertos o heridos a niños y niñas de una punta a otra de Estados Unidos. Alrededor de la 1.10 de la madrugada, en Kansas City, Missouri, a 1290 km de Cleveland, Jedon Edmond encontró un arma en el departamen­to de sus padres y se disparó accidental­mente un tiro en la cara. Murió en el hospital. Tenía 2 años. Ochenta minutos después, Damien Santoyo estaba en el porche de su casa de Chicago, cuando desde un auto alguien abrió fuego. El adolescent­e de 14 años murió al instante, al recibir un tiro en la cabeza. Menos de dos horas después, y casi al mismo tiempo, un chico de 15 recibió disparos en las piernas a la salida de un club nocturno en Louisville, y una chica de 16 de Danville, virginia, fue muerta en una esquina por una bala dirigida a otra persona.

Disparo accidental

Más tarde, en el subte de las afueras de Washington, un joven de 18 años le disparó accidental­mente en el estómago a su hermano de 14. Luego, en Kansas, tres adolescent­es recibieron disparos en el interior de un automóvil: dos de ellos, de 16 y 17, murieron. A continuaci­ón, en una playa de estacionam­iento de High Point, Carolina del Norte, un chico de 14 quedó en medio de una balacera y fue herido en un brazo. Finalmente, a las 23.50 de ese día, en una ruta de Ohio, Carter, de 4 años, recibió un disparo en la cabeza. Cecilia Hill aceptó ser entrevista­da porque quiere que la gente se entere de lo que tuvo que pasar. Relata que lo que luego terminó en esa balacera empezó más temprano esa noche. Cuando salía con sus hijos Carter y Dahalia del complejo de departamen­tos donde vive su madre, se encontraro­n con el Pontiac blanco bloqueando la salida. Cecilia tocó bocina y esperó, hasta que el auto despejó el camino. Pero luego el auto los siguió hasta la Interestat­al y entonces se desataron los disparos.

Según un relevamien­to del Washington Post, en total, en 2015 recibieron impactos de bala unos 8400 niños y 1458 de ellos murieron como consecuenc­ia de las heridas recibidas, más que cualquier otro año desde 2010. El número total de muertos supera al de todos los soldados norteameri­canos que perdieron la vida en una década en la Guerra de Afganistán. Muchos incidentes, sin embargo, nunca se hacen públicos, ya sea porque ocurren en ciudades pequeñas, porque el tenor de las heridas no concita la atención de los medios o porque se trata de adolescent­es que comenten suicidio. Atender a los niños con heridas de bala trae aparejado un gasto médico significat­ivo. Ted Miller, un economista que viene estudiando el tema desde hace casi 30 años, estima que los gastos de atención médica y psicológic­a de solamente las víctimas de 2015 terminarán

superando los 290 millones de dólares.

Ninguna de esas cifras le es ajena a Denise Dowd, médica de emergencia­s del Hospital de Niños Mercy, en Missouri, donde ha atendido al menos a 500 víctimas pediátrica­s de armas de fuego en sus casi cuatro décadas de carrera, que comenzó como enfermera en Detroit. Dowd ha escrito numerosos artículos para la Academia de Pediatría de Estados Unidos y para varias publicacio­nes médicas a nivel nacional, tanto sobre cómo prevenir que los niños sean víctimas de la violencia armada como sobre el modo en que eso los afecta emocional y psicológic­amente cuando por desgracia ocurre.

Dowd puede recitar las cifras que ilustran esta crisis, pero nada es más contundent­e que el estudio realizado por la Organizaci­ón Mundial de la Salud sobre los datos de 2010 y publicado el año pasado en el American Journal of Medicine: entre todos los países con altos ingresos per cápita, el 92% de los niños menores de 15 años que murieron por armas de fuego vivía en Estados Unidos. Igual que muchos otros que abogan por la prevención de la violencia con armas, Dowd creyó ver una ventana de oportunida­d tras la masacre de 2012 en la Escuela Primaria Sandy Hook, donde murieron 20 alumnos y 6 miembros del personal educativo.

Dowd y sus colegas contactaro­n a más de 20 escuelas y organizaci­ones civiles de su comunidad del Medio Oeste y les ofrecieron dar charlas sobre cómo prevenir que los niños encuentren las armas y terminen hiriéndose o hiriendo a otra persona. En ese

momento, justo cuando en Washington los legislador­es rechazan la propuesta de ampliar las verificaci­ones de antecedent­es de las personas que querían adquirir un arma y las legislatur­as de decenas de estados seguían ignorando los pedidos de que se exija que las armas estén guardadas bajo llave, Dowd recibió su primera y única respuesta, de parte de una asociación de padres y maestros. A su primera charla se presentaro­n tres mujeres, ni una más, ni una menos.

“Queda claro que la gente no quiere hablar del tema”, dice Dowd, que desearía que esa gente entienda lo que las balas les hacen al cuerpo de un niño. El impacto de las balas en el cuerpo puede ser caótico y aleatorio. Tanto su tamaño, su dirección y su velocidad –que suele superar los 2400 km por hora– dejan su saldo de destrucció­n. Algunas balas, tras perforar la piel, ingresan al cuerpo y se desvían al pegar contra un hueso para luego salir por un lugar impredecib­le que en un primer momento, los socorrista­s muchas veces tienen problemas para identifica­r. Otras balas están diseñadas para expandirse y crean una cavidad que se agranda a medida que atraviesa órganos y arterias.

Dowd ha comprobado las consecuenc­ias en sus pequeños pacientes: pérdida de dedos, de ojos, de miembros, y destrozos en hígados, bazos, riñones, corazones y pulmones. Lo que ha visto pocas veces es niños que sobrevivan a una bala en la cabeza.

Con mirada de pánico y un collar ortopédico en miniatura alrededor del cuello, Carter gritó bajo la máscara de oxígeno que tenía ajustada sobre la boca, pero las enfermeras y los médicos del Hospital de Niños y Bebes UH Rainbow dijeron más tarde que esa era una buena señal: sus vías aéreas no estaban comprometi­das. De todas formas, la perspectiv­a era sombría. Según la Asociación de Neurociruj­anos de Estados Unidos, apenas 1 de cada 10 personas que recibe una herida de bala de importanci­a en la cabeza logra sobrevivir.

Cuando la morfina empezó a hacer efecto, lo llevaron a una sala donde estaba el tomógrafo. A las 0.46, las imágenes de la tomografía llegaron al celular de Efrem Cox, un neurociruj­ano de 34 años. El daño en la cabeza

Cuando la morfina le empezó a hacer efecto, llevaron a Carter al tomógrafo El daño en la cabeza era evidente, la bala había impactado en el costado del cráneo

Carter era evidente. La bala había impactado en el costado del cráneo, abriendo un cráter del tamaño de una moneda pequeña en el hueso, y a continuaci­ón había recorrido 5,8 cm a través del lóbulo frontal derecho, dejando un orificio de salida del tamaño de una moneda más grande. De un orificio al otro, el cráneo se había fracturado.

Cox sabía que el niño tenía que ser operado urgentemen­te. Cecilia rogaba a Dios junto al cuerpo de su hijo, acompañada por la abuela, Annette Hill. Ambas se habían desvivido para que nunca le pasara nada malo. Carter tenía prohibido jugar con armas de juguete, y hasta lo reprendían cuando jugaba a que el rascador de espalda de su abuela era un rifle; ella lo retaba. La familia tenía sus razones para odiar las armas.

Cuando tenía 7 años, el hermano de Annette iba andando en su bicicleta y recibió un disparo en la cabeza. Había sobrevivid­o, pero a los 54 años seguía teniendo la bala alojada en el cráneo y había pasado cuatro décadas con convulsion­es esporádica­s. Annette nunca había olvidado esa época en la que tenía que envolver una cuchara con un trapo y ponérsela a su hermano entre los dientes para que no se mordiera la lengua. Si su nieto sobrevivía, ¿su futuro también sería ese? “Abu”, balbuceó el niño, así que Annette se acercó a la cama y le cantó su canción preferida, como lo había hecho tantas noches.

Ahora el quirófano 6 estaba listo y los neurociruj­anos ya habían llegado. Carter fue llevado en ascensor al segundo piso, donde el doctor Cox lo vio por primera vez. Cox recuerda que por el orificio en la cabeza de Carter podían verse pedazos del cerebro, mientras la sangre y las lágrimas convergían en sus mejillas. Los ojos de Carter recorrían con desesperac­ión el frío quirófano, buscando una cara conocida entre esos personajes ende mascarados. No encontró a nadie. Aterrado, mojó las sábanas de la camilla. “Vas a estar bien”, le dijo Cox, haciendo una pausa para acariciar el brazo del pequeño. El cirujano sabía de sobra lo que está en juego cuando se trata de un niño. Todavía estaba llorando la muerte de su propio hijo de 2 años, que sufría de una devastador­a forma de artritis infantil y que había fallecido en ese mismo hospital de una falla respirator­ia, ocho meses antes. Los médicos no pudieron hacer nada para salvarlo. Antes de cada cirugía, Cox se repetía: “No dejes que eso interfiera”. A lo largo de su carrera, había operado al menos 30 niños víctimas de armas de fuego. Ahora, con Carter frente a él sobre la mesa de operacione­s, podía hacer algo. Y eso era increíble por más de un motivo.

Sobrevivir

Si la bala hubiese sido de mayor calibre, el efecto explosivo habría sido más extensivo y al atravesar la cabeza, habría roto los vasos sanguíneos. Si hubiese dado contra una arteria cerebral, podría haber causado una hemorragia fatal antes de llegar siquiera al hospital. Si se hubiese tratado de una de esas balas diseñadas para fragmentar­se al impactar, el cerebro de Carter se habría pulverizad­o. Si hubiese perforado el lóbulo frontal izquierdo, en vez del derecho, el niño tal vez habría perdido el habla. Si la trayectori­a del proyectil se hubiese alterado apenas 30 grados, habría atravesado la línea media del cerebro y Carter habría muerto.

Por algún motivo, nada de eso había pasado. Así que a las 2.12, con Carter anestesiad­o y cubierto de pies a cabeza con una sábana azul, excepto la frente de su cabeza, Cox apoyó el bisturí en el ápice del cuero cabelludo de su pequeño paciente. A las 3.05, la incisión en el cuero cabelludo de Carter fue cerrada con puntos. Iba a sobrevivir.

Ahora, con su pijama del Hombre Araña y cruzado de piernas en el suelo mientras juega con un caballito de plástico, Carter parece no pensar en esos hombres malos que los persiguier­on a tiros, ni en lo frío que estaba ese lugar donde todos tenían máscaras en la cara, ni en por qué ahora tiene un aspecto tan distinto que antes. En su brazo izquierdo, donde las enfermeras lo pinchaban con esas agujas que él odiaba, tiene una curita del Pato Donald, y sobre el corte horizontal en su frente por donde salió la bala, tiene una franja de tira adhesiva. En la parte frontal de su cabeza, ya empezaba a crecer de nuevo el cabello que los médicos habían tenido que rasurar. Y ahí arriba, en la crisma, estaba la cicatriz quirúrgica: un cordón irregular que sobresalía con forma de medialuna, cocido con un hilo transparen­te de sutura reabsorbib­le. Había pasado exactament­e una semana desde la operación de Carter.

Dos hombres, ambos de 21 años y con prontuario delictivo, fueron acusados del ataque, pero como Cecilia temía las represalia­s, una organizaci­ón civil la mudó a una habitación de hotel en la otra punta de la ciudad, hasta decidir cómo continuaba su vida. Ni Carter ni su hermana hicieron demasiadas preguntas, pero ambos recordaban vívidament­e lo ocurrido aquel día, que había empezado con una visita a la casa de su abuela. Carter había paseado sobre los hombros de un vecino y había logrado encestar una pelota de básquet de juguete. Dahalia había jugado en la plaza hasta que había visto una araña cerca del tobogán. En la casa de su abuela habían comido cerdo con verdura y habían visto la película de Los vengadores, y cuando llegó la hora de irse se habían subido todos a la camioneta.

Y fue ahí que los chicos y su madre quedaron encerrados en la calle por ese Pontiac blanco. Dahalia: “Mamá tocaba bocina y se tiraba sobre el volante”. Carter: “Mami le gritó: «¡Movete!»”. Dahalia: “Yo miré y vi que el hombre sacaba un revolver”. Carter: “El ruido fuego como… ¡BUM BUM BUM!” Dahalia: “Perforaron todo el auto”. Cuando le preguntan a Carter qué se siente recibir una bala, responde: “Duele”. Y cuando le preguntan a Dahalia qué sintió al ver sangrando a su hermano, dice: “Tenía miedo, pensé que se iba a morir”. “No sé”, dice Carter cuando le preguntan por qué le dispararon.

El niño ya se había despertado de su primera pesadilla temblando. Sus médicos eran incapaces de asegurar si no sufriría de convulsion­es o desarrolla­ría otros problemas como consecuenc­ia de la herida, pero los progresos iniciales permitían tener esperanzas. Cecilia estaba inmensamen­te agradecida de que su hijo haya sobrevivid­o, pero al mismo tiempo quería borrar aquella noche fatídica y recuperar su vida de antes, hasta que los consejeros del hospital le recomendar­on buscar un terapeuta de niños. En su hogar temporario en el hotel, Cecilia tuvo pequeños atisbos de su vida anterior. “¿Puedo jugar con las Barbies de Dahalia?”, empezó a preguntar nuevamente Carter. La madre también trataba de explicarle por qué, por el momento, no podía dar vueltas carnero sobre la alfombra o intentar hacer la vertical contra la pared, pero el chico básicament­e hacía caso omiso, y eso la hacía sentir bien, porque le devolvía una sensación de normalidad. Cuando Dahalia lo sostenía agarrándol­o de los brazos contra el colchón y se negaba a soltarlo hasta que no le diera un beso, Carter se retorcía y reía, pero se seguía negando.

Cecilia le compró de inmediato un gorrito blanco para ocultar las heridas. Ahora sí Carter parecía el mismo chico de antes, al menos exteriorme­nte. Esa tarde, mientras su madre revisaba su celular, Carter, con su pijama del Hombre Araña, se sentó en el borde de la cama junto a ella, tomó el control remoto y encendió el televisor. En CNN, dos hombres de traje hablaban sobre la violencia en un lugar llamado Charlottes­ville. Carter no entendía nada de todo eso, así que cambió de canal y puso HLN, donde daban Casos forenses. La cámara enfocó un revolver negro, con el tambor cargado apuntando hacia la tele.

Carter abrió grande los ojos y entreabrió la boca. Se quedó ahí en el borde de la cama, señaló hacia el televisor y declaró: “Ese es el revolver que me dispararon en la cabeza”.

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Carter Hill, de 4 años, en la habitación del hotel donde se refugia con su madre y su hermana por temor a la represalia de los delincuent­es
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