La resistencia de los videoclubes. De boom comercial a refugio de los cinéfilos
De los 10.000 locales que había en el país hace 25 años, hoy sólo quedan unos 200; los servicios on demand, la piratería y la presión fiscal explican su ocaso; las historias de los que sobrevivieron
Suena el teléfono en Bellinzona. “No, todavía no la tengo. Aún no salió en DVD”, dice Fabián Gil Navarro, detrás del mostrador del videoclub. “Piden The Square [del director sueco Ruben Östlund]. Me están volviendo loco con esta”. A los pocos minutos, llaman de nuevo. Una clienta a la que conoce bien: se inclina por el suspenso y los policiales. Pregunta por Twin Peaks. “Es un clásico, pero hay que ver si te gusta”, dice él. Del otro lado de Santa Fe, también en Palermo, Marcos Rago le pregunta a una chica que acaba de llegar a Black Jack (Guatemala 4499) a devolver dos estrenos de acción de este año si pudo verlas. No tuvo ningún problema. Evidentemente su reproductor es multizona. “No sólo me aboco al cine independiente o al europeo, a mí me gusta tener de todo –dice Rago–. Mientras me dé el cuero, seguiré comprando todo lo que pueda. Incluso tengo un público de blu-ray que me exige, que todas las semanas me pregunta qué hay nuevo. Y eso me estimula”.
Les suele pasar a los dos. Alguien pasa por la puerta y dice: “¡No lo puedo creer! Un videoclub”. Y sí, para algunos despierta nostalgia y curiosidad porque van quedando cada vez menos. Y los que resisten, los que mantienen las puertas abiertas desde hace décadas, con una clientela activa y ávida de los títulos que no aparecen en las listas de los servicios on demand, se identifican con un determinado perfil: videoclubes que tienen al frente un apasionado cinéfilo, con un conocimiento profundo del negocio y de esos clientes que buscan los géneros que ellos pueden ofrecerles gracias a catálogos de películas originales que remiten a videotecas.
Si a principios de los 90 hubo un pico de 10.000 videoclubes en el país, hoy se estima que –siempre hablando del mercado legal– no hay más de 200. La cifra la aporta SBP Transeuropa, la única editora que queda en la Argentina: ese es el número de videoclubes que aún le compran, todos los meses, películas. “Los que quedan son proveedores de cultura. Videotecas que compiten contra los tanques”, dice Carlos López, el gerente de ventas. Sus clientes se reparten hoy, principalmente, entre locales que venden cómics y cadenas de librerías. Y los videoclubes representan alrededor de un 8% de sus ventas mensuales de DVD.
Entre la Capital y el conurbano, no quedan más de 20 videoclubes. Casi la misma cantidad que existe en Tierra del Fuego. López lo explica a través de tres factores: en el sur la conectividad a Internet es menor que en el AMBA; el cable ofrece menos opciones, y es más baja la oferta de ocio. Algo similar ocurre con Blockbuster en los Estados Unidos: la mayoría de las sucursales que sobreviven están en Alaska.
Son varios los fenómenos que arrinconaron a los videoclubes. Al igual que ocurrió con la industria de los discos, el más visible, hoy, es Internet y su revolución digital: la oferta de servicios pagos on demand de películas y series, con Netflix a la cabeza, y los consecuentes cambios de hábitos en la gente. Pero Rago dice que la competencia más feroz es la piratería. De las descargas a los manteros. Y una más: la presión fiscal (de alrededor del 35% de los ingresos, entre IVA, Ingresos Brutos y la ley de fomento cinematográfico). Justamente para aflojar un poco este nudo, en 2015, el ex diputado socialista y hoy legislador porteño por Eco Roy Cortina presentó un proyecto de ley para eximirlos del pago del 21% al alquilar o vender películas, para aliviar “una situación económica acuciante, lindante con la desaparición”. Pero el proyecto no prosperó.
Hace poco a Marcelo Mendiguibel, de 56 años, le llegó un WhatsApp de Rago que decía: “Mirá lo que traje”, y una foto de la caja de la serie The Young Pope. “Sabía que estaba ansioso por verla. Marcos lo hace con muchos clientes. Es el secreto de su negocio: fidelizarlo, conociendo bien su perfil”. Billy Wilder, Hitchcock, Francis Ford Coppola, Carpenter, Tarantino, De Palma, los hermanos Coen. Así, por autor, están ordenadas las películas en la estantería favorita de Rago en Black Jack. Entre DVD, blu-ray y series, el catálogo suma unos 12.000 títulos. Lo considera una videoteca. Y a sí mismo, su curador.
Patrimonio audiovisual
En sus 35 años, Videomanía llegó a tener siete locales en La Plata. Hoy mantiene sólo el de City Bell, que reúne todo el catálogo: entre 15.000 y 20.000 películas clasificadas por países, directores y regiones. Por los pasillos de ese videoclub aún circulan entre 250 y 300 personas por mes. Juan Norberto Melo, su dueño, es el presidente de la Cámara Argentina de Videoclubes: “Hay cierres todos los meses. Tal vez seré yo uno de los próximos. La situación de estas videotecas es terminal y el patrimonio audiovisual original que tenemos es amplio y valioso, un aporte cultural único. Si desarmo esa estructura y todo se remata o va a cajas, desaparece”, dice.
La algoritmización de la vida. Ese concepto del que habla el ensayista y filósofo francés Éric Sadin es el que desvela a Melo y contra el que batalla desde su videoclub. “Un algoritmo siempre te va a llevar a una zona por la que ya transitaste –dice–. Nuestra misión no es encerrarnos en un gueto de cinéfilos por un lado, y de pochocleros por el otro. Mi trabajo es hablar con la gente, hacer de intermediario entre la cultura y el entretenimiento”.
Brian Pombinho está al frente del videoclub El Gatopardo (Piedras 1086), que su padre abrió en San Telmo en 1989. Detrás del mostrador, se ven un televisor analógico y un reproductor de VHS. Él conserva uno más para alquilarles a los clientes que se llevan una película en ese formato y no tienen cómo verla.
Tiene tantas películas que necesita de un depósito –otro local– para almacenarlas. Una de las reliquias, dice, es el VHS de Una mujer poseída, del polaco Zulawski. “El videoclub era justamente un club. Un lugar de reunión, donde se charlaba de cine y de la vida. Esa charla se perdió –dice–. Esto es como una muerte lenta. Pero lo que no quiero es tener que poner las películas en un container. Es el trabajo de una vida. Sería como una biblioteca que se desarma”.