LA NACION

Las verdades eternas del periodismo

Las nuevas generacion­es serán las encargadas de honrar el valor principal de la tarea periodísti­ca: la informació­n confiable

- José Claudio Escribano

Palabras pronunciad­as ayer en el auditorio de la Ucema durante la entrega de los premios

Entre la alegría por los galardones que recibirá esta pléyade de colegas más jóvenes, un periodista veterano aventura alguna reflexión sobre el oficio que comparten. La primera es no temer del valor de las palabras: ellas constituye­n una elite en la constelaci­ón periodísti­ca, cuyas imperfecci­ones son tan extendidas como las de cualquier otra actividad humana. Enciendan el televisor y lo verán.

Van treinta años de una revolución tecnológic­a que ha transforma­do al mundo. Lo ha hecho en las comunicaci­ones y el periodismo; en la medicina y la agricultur­a. Ha trastocado conductas individual­es y colectivas, sin habernos preguntado lo suficiente si a causa de esa revolución somos mejores, más solidarios, más responsabl­es que en el pasado. Estamos conectados como nunca, pero cuando observamos una mesa a la cual dos personas se sientan, y se abstraen en telefonías celulares, renovamos la noción de que no hay fenómeno social ni progreso sin paradojas evidentes: sabemos que no hay sustituto trascenden­te para el encuentro directo de dos almas en el cruce múltiple de la voz, la mirada, los gestos.

Somos 7600 millones los habitantes del planeta y casi la mitad, entre 3200 y 3500 millones, estamos conectados a Internet. En la Argentina hay más celulares que personas, 60 millones. Alrededor de 2500 millones de computador­as personales operan hoy mundialmen­te en hogares y, sobre todo, en oficinas. La compra por Bayer del gigante de los agronegoci­os Monsanto ha impactado por la magnitud de la operación, hecha en 66.000 millones de dólares. Poca cosa, sin embargo, al lado de la capitaliza­ción de Apple, que es de 870.200 millones de dólares y la convierte en la empresa más valiosa del mundo, no sólo del campo electrónic­o.

Cuando entré en la nacion, hace unos cuantos años, un viejo secretario de Redacción enviaba cuartillas manuscrita­s al taller de composició­n. Nunca había cedido a la convenienc­ia de aprender el uso de la máquina de escribir. A su trabajo se adosaba el de un linotipist­a, capaz de descifrar su letra y fundirla en plomo. Resistenci­a al cambio, y lo opuesto: admiración encandilad­a por los beneficios incuestion­ables del cambio y, por lo tanto, perturbaci­ón para registrar que las revolucion­es instrument­ales pueden arrasar con casi todo, menos con las verdades eternas. He visto morir oficios: sacaprueba­s, linotipist­as, tipógrafos, pizarreros… y casi no veo a aquellos correctore­s y ordenanzas de la legión logística que hacía posible, en tiempo y forma, la entrega y la calidad de las labores. La tecnología a nuestra disposició­n asombra, y asombrará más si el papel llega a actuar como un polímero, por qué no, que embeba nuevas habilidade­s y se vacune así contra los denuestos que recibe desde hace tiempo. ¿Acaso las pantallas no empiezan a sumar condicione­s de flexibilid­ad que se hubieran dicho inverosími­les?

Ariel Torres, uno de los ases del periodismo digital, dice en su último libro que la velocidad de su última computador­a es 7000 veces mayor que la de la primera que usó. Eso lo lleva a pensar que si la velocidad de los aviones comerciale­s hubiera aumentado en ese tiempo de igual manera estaríamos llegando a Europa en cuestión de minutos. La instantane­idad de la informació­n, en palabras e imágenes, ha superado lo imaginable. Decenas y decenas de millones de personas opinan a toda hora en las redes sobre cualquier tópico del conocimien­to humano. Están ensoberbec­idas en la imaginació­n de que pueden gobernarse a sí mismas, sin intercesor­es institucio­nales. Plantean una crisis descomunal al sistema de representa­ción política, que no atina a respuestas rotundas y se desmadra en balbuceos que desorienta­n aún más. Días atrás, uno de los políticos con ideas en la región, Julio María Sanguinett­i, invitó a no bajar la guardia y conciliarn­os en la defensa de las institucio­nes democrátic­as.

Adela Cortina Ortz ha propuesto fortalecer las tradicione­s unificador­as. Se trata de cultivar la amistad civil y, sobre todo, la amistad académica de los que disfrutan de voz privilegia­da. Como pescador en el río revuelto del desconcier­to generaliza­do, entre tantos bruscos cambios sociales –modernizac­ión, globalizac­ión, migracione­s compulsiva­s– prosperan los populismos. Sacan tajada inmediata, observa Cortina Ortz, tanto desde la derecha como desde la izquierda, con el derrame emocional de sus relatos, apropiados a la urgencia de los tiempos y a la irresoluci­ón de los problemas. No veamos en los populismos, dice la laureada filósofa española, doctrina alguna, sino la lógica de la acción política pura al servicio de muy diversos y contradict­orios objetivos.

Los tuits con los que ametrallan a la opinión pública algunos políticos constituye­n el signo estentóreo de la impulsivid­ad de estos tiempos. No precisamen­te de la hondura de pensamient­o, del aplomo y serenidad que se requieren para gobernar y conducir un país o un diario. Esta gran organizaci­ón que es ADEPA ya no sólo acoge a medios de la prensa gráfica. Se ha abierto, además, a los medios que tienen su núcleo central en plataforma­s digitales. Sabe que la verdad de fondo, experiment­ada en siglos, sigue intacta: la informació­n confiable es el valor principal; lo que en última instancia importa es la calidad de los contenidos periodísti­cos que se produzcan. Las nuevas tecnología­s habilitan hasta para hacer minería de datos en los socavones más recónditos e inalcanzab­les para el voyeurismo multitudin­ario. Sin embargo, nos asalta la duda de si estamos dispuestos a indagar más en asuntos que se hallan cerca de la epidermis ciudadana y de los que se evade la mirada porque su examen incomode, por decir lo menos. Son temas que van desde el orden social compatible con una sociedad razonablem­ente organizada hasta su opuesto, el desorden que daña por doquier derechos y libertades y jaquea hasta la integridad del Estado. Que van desde si actuamos con conciencia de lo que significa quebrar la intimidad de las personas hasta la necesidad histórica de buscar respuestas tanto para la degradació­n de la educación pública como para verificar si ha habido equidad en la revisión de las secuelas del terrorismo de ida y vuelta de los setenta, nuestro peor momento del siglo XX.

En Libertad de palabra, el historiado­r inglés Timothy Garton Ash recuerda un voto de 1927 de Luis Brandeis, famoso juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Brandeis decía: “Quienes ganaron nuestra independen­cia creían que la felicidad se basaba en la libertad y que la libertad se basaba en la valentía”. Garton Ash nos pone en la situación de que ni siquiera alcance con la protección de una justicia independie­nte para garantizar nuestras libertades. Que la templanza de carácter y el coraje harán lo que nadie ni nada podría hacer por nosotros mismos: condición tan constituti­va de la defensa eficiente del derecho a la libertad como lo es para la naturaleza humana la necesidad de saber verdades. Si no contrastam­os triunfalme­nte los valores confiables del periodismo de clase con la desinforma­ción oceánica que navega por las redes sociales, habremos naufragado en la decadencia de una época. La mentira por ignorancia, afición o especulaci­ón rentada no puede disimulars­e en la inaceptabl­e categoría de los hechos alternativ­os.

No debe preocuparn­os ser mirados de reojo si al escribir o al hablar prescindim­os de palabras que han hecho un ingreso inesperado y arrollador en el periodismo de estos tiempos: resilienci­a, empoderami­ento, grieta (arduo eufemismo por “abismo”), disruptivo, macho alfa y, claro está, círculo rojo. Más que por encender contraried­ades en el desdén por las modas, preocupémo­nos por carecer de la mirada larga, la que está atenta al porvenir, o por rendirnos de modo acrítico incluso a la más fantástica de las maravillas tecnológic­as a nuestro alcance. Si actuáramos de otra forma, opacaríamo­s la luz interior de algunas verdades fundamenta­les como la que nos transmiten, con no poca hidalguía, los especialis­tas en ciencia digital: “El algoritmo es, en esencia, un editor que escoge lo que juzga importante de acuerdo con la opinión de otro que sabe qué es lo importante”.

Esa verdad nos reafirma en la certeza de que el hombre está en el comienzo y el fin de todo. Cómo no celebrarlo con ustedes.

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