LA NACION

Secretos con buen sabor en Santiago

- Nathalie Kantt

Siempre elijo pasillo en los aviones salvo cuando vuelo a Chile: ver la cordillera desde el cielo forma parte del viaje y para eso es indispensa­ble pedir ventana. Es como una primera fila desde donde se contempla un colchón de nubes que de a poco dan lugar a una cadena montañosa imponente con algunos picos blancos. Suelo dedicarle un momento de mi pensamient­o a los sobrevivie­ntes de ¡Viven!, el accidente de los Andes que en 1972 marcó a toda una generación.

Quizá porque vivo en Montevideo, cruzo la Cordillera y siento que llego a un país capitalist­a, donde la compra está aceitada. Mientras que en Buenos Aires piden la cédula en cada pago con tarjeta, y en Montevideo van aún más lejos con el triple “firma, aclaración y número de teléfono”, en Santiago el monto se confirma apretando un botón y listo, a otra cosa. Hay ciclovías, muchos espacios verdes bien cuidados, y los chilenos son muy amables.

Lo difícil es la contaminac­ión: encerrada entre montañas, la ciudad respira un aire que está viciado por la falta de viento. No parece que ello cambiará pronto: está lleno de autos semivacíos, ocupados sólo por el conductor.

La gastronomí­a es sin dudas uno de los platos fuertes para destacar. Fui a dos lugares que no fallaron. En Naoki, barrio Vitacura, hay que reservar en la barra y ver cómo el dueño y sushiman, Marcos, trabaja con otras siete personas. El nombre es en homenaje a su maestro y también significa “árbol que crece derecho”. En este lugar no hay queso filadelfia en los rolls, y ni bien me lo anticipó empecé a tenerle respeto porque nunca entendí la manía de ponerle queso untable a todo lo que se enrolla. Tampoco necesité tocar la salsa de soja.

El mozo arroja agua en un minibol y una pastilla blanca se agranda de golpe. La agarré con los palitos, me la acerqué a la boca y resultó ser una servilleta. Nunca me sentí tan amateur en mi vida. Se lo confesé a la novia del chef que recibe en la puerta y me tranquiliz­ó contándome que algunos, en ese mismo camino hacia la equivocaci­ón, hasta la condimenta­n.

Recomiendo las tiritas de salmón con sal del pueblo de donde viene Marcos (Lolol, a más de 200 kilómetros al sur de Santiago) y aceite de trufa; “nigiri pobre” de salmón con cebolla carameliza­da y un huevo de codorniz encima; sushi de salmón, camarón y ostiones (picante), y un plato de bacalao con cochayuyo, una especie de alga crocante que se intercala entre dos bocanadas de pescado. Importante acompañar todo esto con un sake sour.

La otra buena recomendac­ión es República Nikkei, en el centro, diferente en precio y ambiente. Queda al lado de un indio que no llegué a probar, aparenteme­nte delicioso. El plato estrella son los takoyakis, albóndiga japonesa de pulpo, un clásico de la comida callejera nipona. También imperdible­s los okonomiyak­is, una especie de masa con forma de omelette que por dentro lleva lo que se quiera (en mi caso elegí de berenjenas), y las tiritas de pulpo tibio con una crema de olivos. Esta vez, acompañado de un buen pisco sour, para vivir la experienci­a completa.

En Naoki, en el barrio Vitacura, no hay queso filadelfia en los rolls

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