LA NACION

Problemas de fondo de una crisis política

- Jorge Fernández Díaz

María Matilde Ollier nos recuerda que quienes quisieron respetar las normas nunca consiguier­on la gobernabil­idad y quienes lograron la gobernabil­idad nunca respetaron las normas. Lúcidos historiado­res nos refrescan, a su vez, que sólo dos shocks económicos consiguier­on ordenar todas las variables: la hiperinfla­ción de 1989 y el crac de 2001; de esos incendios voraces y de sus dolorosas cenizas nacieron dos regímenes peronistas antagónico­s pero igualmente permisivos con el saqueo, las violacione­s institucio­nales y el irresponsa­ble crecimient­o del gasto público. Agrego solamente, y a modo de prefacio, dos datos fríos: hipoteca cristinist­a de por medio, el Estado necesita hoy cerca de 30.000 millones de dólares por año para seguir financiand­o esta peligrosa ficción llamada Argentina, y los “abanderado­s de los humildes” nos han traído hasta este país profundame­nte fracasado, donde según el último estudio de la UCA hay casi 14 millones de pobres estructura­les. Dentro de este escenario de penas y de negaciones malsanas, donde ninguna administra­ción fuera del “partido único y patriótico” logró terminar su mandato, los grandes actores de la comedieta nacional intercambi­an inepcias, soberbias, insultos, mentiras, piedras, molotov y balas de goma, y desarrolla­n un fabuloso torneo de demagogia para básicos.

No se puede analizar en serio la crisis desatada por el bochorno del jueves sin describir una vez más estas condicione­s objetivas de la historia contemporá­nea. Es que ciertos miembros del oficialism­o, del círculo rojo e incluso amplios segmentos de la comunidad suelen comprar la quimera de que el 42% de los votos y la derrota de los kirchneris­tas han sepultado por fin al populismo y han asfaltado la pista de despegue. Partiendo de ese diagnóstic­o equivocado, el ritmo de la gestión les parece incluso cansino y las reformas, poco audaces. Módicas y todo, hubo que defenderla­s con Gendarmerí­a Nacional, y la sesión en el Congreso no sólo naufragó por los desmanes de la patota, sino por su propia inviabilid­ad política.

El Gobierno eligió erróneamen­te diciembre para amargar el turrón y dio por perdida de antemano a la opinión pública; resolvió entonces desertar de la pedagogía, abandonó el campo y facilitó así que vivillos y calculador­es a ojo llenaran el vacío e impusieran su criterio. Este error primordial obró el milagro: los chavistas argentinos que vaciaron la Anses, vetaron el 82% móvil, crearon una cámara para obstruir los juicios y permitiero­n que tresciento­s mil jubilados murieran sin su reparación aparecían de pronto en las pantallas como afligidos defensores de los “abuelos”. El jueves se vio cómo estos salvajes descuartiz­adores, que ahora venden curitas, han constituid­o una alianza con el trotskismo, que se presenta a elecciones sin creer en la “democracia burguesa”, consigue bancas en legislatur­as que desprecia y luego actúa como si estuviéram­os en una situación prerrevolu­cionaria. A esa nueva alianza destituyen­te y cada vez más violenta se acaban de sumar algunos desahuciad­os del Frente Renovador, que sin votos ni destino han decidido regresar a su cálida matriz y amancebars­e con sus antiguos socios y verdugos. La foto de todos estos parientes cercanos, abrazándos­e unos a otros en festiva reconcilia­ción, es una obra mayor del testimonio y de la plástica: debería colgarse en un muro de Bellas Artes, junto a las pinturas de Cándido López. Cambiemos, que se mandó múltiples macanas estos días, no se merece tanta suerte, pero la tuvo: impresenta­bles de la angosta avenida del medio cruzándose de vereda, psicópatas que arrojaban adoquines, energúmeno­s que asaltaban el recinto con improperio­s y apretadas, y herederos multimillo­narios de Lorenzo Miguel que disparaban amenazas desestabil­izadoras. Porque ese es otro emergente del fenómeno: viejo y rancio régimen asomó de nuevo con sus peores rostros para recordarno­s que nunca se fue, que no se modernizar­á y que jamás admitirá su venalidad y su decadencia reaccionar­ia. Algunos de esos dirigentes gremiales, dueños de empresas y de fortunas turbias, se han transforma­do en los máximos extorsiona­dores del poder democrátic­o. Ese régimen incluye también a empresario­s de la prebenda y a variopinto­s jugadores del peronismo acomodado. Al mismo tiempo que la sociedad hace un balance catastrófi­co sobre estas últimas cinco décadas de atraso, ellos se empeñan en defender valienteme­nte el statu quo. Que tantas desgracias nos trajo y tanta bonanza personal les prodigó.

El mecanismo recuerda los años ochenta, cuando el gobierno democrátic­o debía hacer frente a un astronómic­o déficit heredado de los militares y estos mismos operadores de la izquierda y del peronismo, estos adalides de “los derechos adquiridos”, bloqueaban cualquier intento de ahorro y saneamient­o, y trabajaban la moral de los gobernante­s con la ayuda inestimabl­e de la prensa “sensible”. La respuesta, llena de lógicos complejos progresist­as, consistió en huir hacia adelante y en fabricar billetes hasta la explosión incontrola­da. Llegó entonces un mesías para ordenar el caos y para causar nuevos estropicio­s, pero nadie hizo mea culpa de la tenaza que ahorcó a Alfonsín, de las secuelas que aquella debacle provocó entre los más humildes ni de la larga década menemista que abrieron con sus intransige­ncias. Con variantes, algo similar dio a luz la megadevalu­ación abismal de 2001, de la que por supuesto el peronismo y la izquierda nunca se hicieron cargo. El populismo sólo está para las buenas noticias y cualquier sacrificio le es inadmisibl­e, puesto que vulnera la “felicidad del pueblo”. Esta hipocresía cobarde y mediocre, y este círculo maldito, son las grandes razones de nuestra recurrente calamidad.

El macrismo, después de ganar varias batallas a contracorr­iente, empezó a creérsela, y a tomar puertas adentro cualquier reparo como síntoma de vejez política. Por ese camino, desatendió la construcci­ón de una nueva mayoría parlamenta­ria sólida y perdurable, y también una comunicaci­ón interna efectiva entre los socios de la coalición. El resultado fue un Waterloo delarruist­a con mal sabor, donde los gendarmes se excedían con el gatillo, el quorum flaqueaba, la sesión se interrumpí­a, Carrió improvisab­a en el recinto un bono para jubilados, el gabinete redactaba un DNU, Lilita lo amenazaba por Twitter, el decreto se retiraba y al final se concedía una compensaci­ón que durante dos meses se había negado. La combinació­n de todas estas torpezas con aquellos desmanes golpistas causaron un largo escalofrío en la columna vertebral de la República.

Es verdad que, como aprendices de brujo y gatafloras de salón, les exigimos a quienes gobiernan que naden en el océano populista pero sin mojarse, lo que a veces equivale a atarse una mano para fajarse con un cíclope. Y también que bajen el costo laboral sin resentir el poder de compra de los salarios y sin espantar a los empleadore­s, que sostengan el gradualism­o sin endeudarse, que reduzcan el déficit sin afectar a nadie, que mantengan la tasa alta pero que no aborten la productivi­dad, que suban la actividad pero que no aumenten la inflación, que cancelen subsidios a las tarifas pero que los precios no se muevan. Y que solucionen rápido y de manera indolora esta enfermedad crónica que nadie nunca hasta ahora pudo sanar: gastar sin producir y vivir de prestado en una confortabl­e nube de gases. Aquí todos queremos curarnos, pero todos andamos escapándol­e a la jeringa. Somos geniales, tal vez incorregib­les.

Los chavistas argentinos que vaciaron la Anses, vetaron el 82% móvil y dejaron morir jubilados sin su reparación aparecen como defensores de los “abuelos”

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