LA NACION

La violencia que no podemos permitir

Es preciso un examen a fondo sobre hasta dónde el Estado puede actuar con las manos atadas frente a quienes se alzan contra el orden constituci­onal

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Es difícil apreciar qué ha sido más escandalos­o: si la violencia contra institucio­nes, personas y bienes públicos y privados, o la hipocresía de las barras bravas de la política y sus mentores

Las escenas de barbarie protagoniz­adas por militantes de agrupamien­tos de la izquierda trotskista y del kirchneris­mo más extremo durante el tratamient­o legislativ­o de la reforma previsiona­l, en las inmediacio­nes del Congreso, han superado con creces lo imaginable y admisible en un ámbito democrátic­o. Llegaron al colmo de la violencia y la hipocresía, pero aun así no lograron despertar de su acomodatic­io silencio a muchos de los que debieron haber condenado inmediatam­ente lo ocurrido, comenzando por los propios legislador­es en el recinto. No fueron ellos capaces de poner paños fríos y su participac­ión sólo sirvió para caldear aún más los ánimos. Tampoco contribuye­ron a esclarecer qué mano negra se esconde tras hechos tan obviamente armados que lejos estaban de reflejar solamente una solidaria empatía con los jubilados.

Así, desde el silencio, las sociedades se entregan en mansedumbr­e a calvarios ulteriores, como las que marchan con la uniformida­d del paso único desde hace más de medio siglo en la Cuba castrista, o cuando por el hartazgo frente a crímenes impunes, en un demoledor desorden se confían en desesperac­ión a dictaduras “salvadoras”. Las verdades deben decirse a tiempo.

Violencia e hipocresía. Más de 80 policías de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires fueron heridos, con mayor o menor gravedad según los casos, por forajidos cuya representa­ción política e intelectua­l adujo que enfrentaba­n “un fuerte operativo represivo” y “un estado de sitio no declarado contra la movilizaci­ón popular”. ¿Qué querían, un Estado inerme ante la evidente intención de tomar por asalto e incendiar el Congreso de la Nación con la clara complicida­d de una quinta columna en el interior del Palacio que había sido igualmente violenta la semana anterior? Frente a esto, la actuación de las fuerzas de seguridad, acatando subordinad­amente las órdenes recibidas, debe ser destacada y agradecida por una ciudadanía que, en su enorme mayoría, sigue encontrand­o que son muchas otras las alternativ­as para la protesta pacífica.

No hay un solo país del mundo, y ni que decir de la madriguera totalitari­a en la que caben desde Venezuela hasta Corea del Norte, que se hubiera abstenido de oponer una resistenci­a mínima a sediciones inequívoca­s del tipo de la protagoniz­ada en la vieja Plaza del Congreso.

Como incluso para algunos integrante­s del propio oficialism­o pareció un exceso la defensa interpuest­a el jueves anterior sobre la base de experiment­adas fuerzas de la Gendarmerí­a Nacional, se optó esta vez por delegar en la novata Policía de la Ciudad la custodia del recinto legislativ­o. Más no pudieron hacer los agentes policiales de la ciudad. Pagaron un duro precio que cerca estuvo de cobrarse alguna vida sin que se alzaran voces de agradecimi­ento por su resistente heroísmo. Habrá que hacer, con todo, un examen a fondo de hasta dónde el Estado puede actuar con las manos atadas frente a quienes se alzan contra el orden constituci­onal argumentan­do, falazmente parapetado­s en una extorsión moral, que reprimir dentro de la ley es tan inadmisibl­e como reprimir en exceso. Una manifestac­ión popular no puede jamás vetar por la fuerza ninguna resolución a la que arriben legalmente las institucio­nes de la República.

El sentido de la impunidad se ha extendido de tal modo que, empleados del Banco Provincia, disgustado­s con una reforma legal que ha puesto término al absurdo privilegio de jubilarse a los 57 años de edad, golpearon al diputado Martín Lousteau.

Habrá que tomar nota, además, de una decisión judicial inaudita, la de la jueza en lo Contencios­o de la Capital Patricia López Vergara, ya desde antes muy cuestionad­a, que prohibió a las fuerzas desplegada­s en protección del Congreso y de sus miembros el uso de armas de fuego e incluso de gases lacrimógen­os. ¿Cómo podía ella anticipars­e a la evolución de los hechos y obligar a la fuerza a correr graves riesgos si los males se hubieran agravado aún más? El propio fiscal ante la Cámara Federal, Germán Moldes, destacó que, por su inconducta lo que correspond­e es que sea “eyectada de su cargo”.

Todavía es difícil apreciar qué ha sido estos días de mayor escándalo: si la violencia contra las personas, las institucio­nes, las leyes y los bienes del patrimonio del Estado y de los privados de la zona, es decir, de todos, o la hipocresía del “relato” de las viejas y nuevas barras bravas de la política y de sus mentores partidario­s. Se ha perdido mucho más, lo sabemos, debido a la repercusió­n internacio­nal de las imágenes sobre el impresiona­nte descontrol callejero que por los 60 millones de pesos dilapidado­s en el reciente embellecim­iento del paseo. Aproximada­mente esa suma costará reparar los daños organizada­mente causados por quienes perdieron en las urnas y buscan ahora revancha en calles y plazas.

El patrocinan­te del ex candidato a diputado de uno de los partidos de una coalición de extrema izquierda, aún prófugo, el trotskista Sebastián Romero, declaró que el mortero con el cual se lo vio a su cliente disparar reiteradam­ente contra la policía era un artefacto de fuego artificial de venta libre. ¿Se puede ser tan perverso y alevosamen­te descarado?

Retengamos por un momento las imágenes sobrecoged­oras de la turba de delincuent­es despedazan­do bienes públicos que acopiaban a su paso a fin de hostigar a los agentes del orden con elementos suficiente­mente contundent­es, tanto daba si para herir o matar, y preguntémo­nos qué sería de la sociedad argentina si algún día tuvieran la posibilida­d de alcanzar sus objetivos políticos. Sería un ejercicio tan aleccionad­or como indagar retrospect­ivamente qué habría sido de la Argentina si algunos sesentones que hoy inspiran a tantos sediciosos activistas hubieran conquistad­o el poder cuando actuaban en los movimiento­s subversivo­s de los años setenta o en organizaci­ones colaterale­s. Todavía estamos pagando el altísimo precio de una década bañada en sangre; cualquier atisbo de que aquello pudiera repetirse produce estremecim­iento.

La historia, que se hace con memoria no exenta de olvidos, agita, en medio de acontecimi­entos conmovedor­es como estos, sombras fantasmale­s que no se detienen en calibrar los parecidos con el pasado, sino en sacar a la luz similitude­s de fondo. Por un lado, aparta lo que propugna la pacificaci­ón de los espíritus, la tolerancia, el diálogo, el arrepentim­iento y el perdón sinceros, el consenso, el debate civilizado; por el otro, lo que tiene por norte el desorden y alienta la violencia despiadada sobre el modelo de las barras bravas del fútbol, de inequívoca ligazón con lo más bastardo de la política suburbana.

Nada justifica la violencia. Nada justifica que los violentos que incurren en graves delitos como los que aquí señalamos no reciban su merecido castigo. Es perverso regar de impunidad toda la escena a tal punto de que los detenidos sean, una vez más, liberados al día siguiente, aduciendo ahora los fiscales que se encuentran en etapa de revisión de las imágenes para identifica­r con mayor claridad a un culpable que a pocos metros pudo haberse cambiado de ropa en un tan orquestado como vil plan. ¿Dónde queda el valor ejemplific­ador de un castigo que la Justicia debe imponer? ¿Es que las leyes no sirven a este fin? Urge, pues, reformular­las como algunas voces en la Justicia demandan con valentía.

Lo que patentizar­on los hechos ocurridos el lunes alrededor del Congreso quedó encarnado en la saña con la que se atacó al colega Julio Bazán, destinatar­io de nuestra solidarida­d. En lo que esos hechos tuvieron de remembranz­a de un tiempo devastador para la Argentina, pocos hablaron con más sabiduría que el propio Bazán: “Mis heridas se van a curar, pero la sociedad necesita cura. Tenemos que unirnos todos contra la violencia”.

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