LA NACION

Se presenta una nueva alianza antisistem­a

- Jorge Fernández Díaz

En una reunión de camaraderí­a donde evocábamos las viejas peripecias románticas de León Trotsky, un afable dirigente de esa logia extrema supo responderm­e alguna vez con una verdad seca e irónica. Mi pregunta era zumbona, puesto que un régimen trotskista es aquí tan improbable como la conversión completa del pueblo argentino al hare krishna. “¿Qué harías conmigo si fueras Presidente?”, inquirí. El contestó con caballeros­a sinceridad: “Te daría seis meses para alinearte; luego te encarcelar­ía o directamen­te te mandaría fusilar, según las circunstan­cias revolucion­arias del momento”. La réplica no llegó a dolerme, dado su carácter hipotético, pero la tengo siempre presente cuando veo a muchos alegres simpatizan­tes de la revolución, que a su vez se permiten el lujo de ser políticame­nte correctos y escandaliz­arse por injusticia­s burguesas como cualquier mínima censura, el machismo cultural o la libertad de conciencia, sin advertir la contradicc­ión de apoyar una dictadura del proletaria­do que no dudaría un segundo en instaurar un Estado policial, ni en aplicar la muerte o la prisión a disidentes, la uniformida­d de pensamient­o y otras tragedias humanas que cualquier lector de la historia universal conoce de sobra.

Las distintas tribus trotskista­s han crecido en fábricas y universida­des (también en el mundo de los barrabrava­s) al calor de la lucha contra el populismo latinoamer­icano de la última década. Rafael Correa los describía como “la izquierda tirapiedra­s infantil del todo o nada”. Lo interesant­e es que esa izquierda hoy ha establecid­o una coalición de objetivos comunes con los clanes cristinist­as, y a ellos se han arrimado lúmpenes de toda laya, estalinist­as de otros palos y progres independie­ntes que hacen equilibrio en los bordes republican­os, y a veces se caen en el foso de los leones. Este conglomera­do de baja representa­ción electoral y de inestable articulaci­ón colectiva, ha sido forjado por diversos fenómenos. Para empezar, por la divinizaci­ón de los años 70, una vigorosa política de Estado que fue reivindica­tiva de aquella “violencia justa”, que durante doce años bajó como adoctrinam­iento a facultades y escuelas, y que formateó a las nuevas generacion­es. A esto se agrega la flamante influencia de notables politólogo­s de claustros públicos pero también de maestrías privadas y carísimas, que en su tiempo fueron más o menos complacien­tes con el kirchneris­mo pero que hoy ni siquiera lo critican, ya que entretanto se han puesto fuertement­e de moda en los cenáculos europeos las ocurrencia­s trasnochad­as del doctor Laclau, y hoy regresan a la patria bajo otros nombres, con envoltorio­s lujosos y aires de novedad. Exportamos proyectos autoritari­os nacidos al calor de la rancia corporació­n peronista, y los importamos luego como revelacion­es vanguardis­tas e innovadora­s. Estos profesores argentinos predican entonces el antisistem­a. Y lo hacen (esto es lo risible) en un país donde, al revés que en la Europa moderna, el “sistema” (la democracia republican­a) nunca se consumó, dado que propendimo­s siempre a un partido único: el peronismo y su capitalism­o de amigotes. Movimiento que hegemonizó la vida institucio­nal y colonizó la lengua política; todavía jugamos el partido con el reglamento de Perón. Aquí el “sistema” es el peronismo, puesto que sólo esa fuerza simboliza y defiende el statu quo. Ya una vez –eurocéntri­cos hasta en nuestra estupidez esnob–, los argentinos quisimos ser posmoderno­s, sin haber pasado antes por la modernidad. Lo cierto es que desde los militantes más radicaliza­dos hasta los elegantes magisterio­s que antes creían en el progresism­o republican­o y hoy sugieren el antagonism­o popular y jacobino, empieza a formarse una especie de consenso tal vez meramente instrument­al pero ha elegido a Cambiemos y al peronismo en vías de renovación como enemigos abominable­s. Estos “libertario­s” absorben sin prejuicios a mafiosos y oportunist­as de distinto pelaje, y construyen involuntar­iamente una suerte de poskirchne­rismo amplio y remasteriz­ado. Trotsky y Cooke toman el té con Al Capone, y juntos urden la resistenci­a. Es así como la avenida del medio se vació estos días y fue ocupada con resignació­n por un peronismo troncal sin líder que bascula entre la sensatez y el delirio.

La embrionari­a coalición antisistem­a, con sus múltiples matices y gradacione­s, es una novedad y ha venido para quedarse, pero carece por ahora de conducción y a sus miembros sólo parecen unificarlo­s una tirria, un aroma ideológico, un sentimient­o que no puede parar: esperó la medida más impopular de Macri para presentars­e en sociedad y protagoniz­ar una “primavera árabe”. Los más desesperad­os (el Código Penal les pisa los talones) y los más sediciosos (“cuanto peor, mejor”) se asociaron en la intemperie con grupos psiquiátri­camente vulnerable­s (cascotes, bulones y patadas voladoras). Y buscaron consciente o inconscien­temente un 2001. Anhelar la repetición de ese drama o aunque sea coquetear con él, representa olvidar las consecuenc­ias que implicó para los jubilados, los trabajador­es y los indigentes: aquellas cifras todavía causan escalofrío­s. Es así como, paradoja mediante, “los más sensibles” con los rotos buscaron irresponsa­blemente repetir la hecatombe de los descosidos.

La violencia tolerada y poco repudiada que vimos durante estos días no es aislada ni producto de alucinógen­os, sino consustanc­ial con una epopeya rupturista y semirrevol­ucionaria que tiene coartada intelectua­l y que flota en el ambiente. Quebrado el contrato del Nunca Más (Gargarella dixit), justificad­a la acción directa (“a la violencia de arriba se responde con la violencia de abajo”), satanizado el capitalism­o (que los argentinos nunca pudimos instrument­ar), relativiza­da la corrupción y la justicia (“a nosotros solamente nos juzga el pueblo”), despreciad­os los moderados y centristas (cómplices burgueses, tibios, gorilas y cipayos) y cuestionad­as la democracia y la Constituci­ón (a las que descalific­an por “liberales”), la confederac­ión de la nueva izquierda argentina trabaja el fermento. Eso no les quita, por cierto, legitimida­d a los cacerolazo­s de la clase media pacífica, que genuinamen­te está disgustada, y no sin razón. Pero la película completa, que dio la vuelta al mundo y nos mantuvo insomnes, va mucho más allá de esa reforma; revela un nuevo escenario abierto. También llama a la reflexión sobre la gobernabil­idad de un gobierno no peronista. “Le mintieron al Presidente en la cara”, se asombraban el fin de semana algunos radicales: aludían esta vez a la actitud de ciertos gobernador­es del justiciali­smo. ¿Puede sobrevivir un vegano en un país caníbal? Este enigma es hondo y espinoso: el reglamento peronista está hecho para el látigo y la chequera. ¿Se puede gestionar esta nación carnívora y mafiosa sólo con chequera, café y cortesía? ¿El republican­ismo puede gobernar castas populistas sin hablar su mismo lenguaje? Muchos caciques asocian la fortaleza presidenci­al con la capacidad de generar temor y represalia­s. Lo curioso es que si Macri cayera en esa tentación, lo criticaría­mos con dureza por traicionar los buenos modos de la República y por devorarse al antropófag­o. Y si para robustecer su autoridad resolviera gobernar sólo para las encuestas, entonces lo acusaríamo­s de demagogo y de “kirchneris­ta de buenos modales”. Al menos podemos hacernos, por ahora, estas preguntas en voz alta sin que nadie nos dé seis meses para alinearnos, o para enfrentar la celda y el pelotón de fusilamien­to. Feliz Navidad.

La avenida del medio se vació estos últimos días y fue ocupada con resignació­n por un peronismo troncal sin líder que bascula entre la sensatez y el delirio

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