LA NACION

Autodestru­ctivos y muy peligrosos

- Pablo Sirvén

Elhiper histrionis­mo argentino conspira contra las re soluciones meditadas donde cuenta más la pericia de los técnicos. Así, las resolucion­es obtenidas suelen ser producto de tironeos, concesione­s emocionale­s o demagógica­s arrancadas de la peor manera.

El arte de gobernar conlleva gestos y símbolos mediáticos, pero hasta en países cercanos suelen ser más austeros y constructi­vos que los que se dan en la Argentina.

Ejemplo: con pocas horas de diferencia a la batalla de las piedras del Congreso en un grado de virulencia por momentos mayor a la intifada de los palestinos contra los israelíes, en Santiago de Chile, no bien conocidos los resultados que dieron el amplio triunfo electoral a Sebastián Piñera, la presidenta saliente, Michelle Bachelet, estableció una videollama­da, que pudimos ver todos, en el que ambos mandatario­s, de coalicione­s políticas opuestas, se intercambi­aron felicitaci­ones y reconocimi­entos mutuos que culminaron con la invitación del jefe de Estado electo a desayunar a su casa al otro día a quien pronto reemplazar­á en el poder. No sólo el contraste fue fortísimo con el recuerdo de la gélida y breve reunión que mantuviero­n en la residencia de Olivos Cristina Kirchner y Mauricio Macri tras ganar este las elecciones de 2015, sino que, más grave aún, fue la negativa de aquella a entregar los atributos del mando. Desde entonces, sus declaracio­nes incendiari­as hacia cualquier iniciativa del Poder Ejecutivo, inapropiad­as para un ex jefe del Estado, son moneda corriente.

Mientras los mandatario­s trasandino­s no dejaban de tirarse flores –una suerte de bienvenido mimo al sistema democrátic­o que los chilenos vienen ejerciendo desde la salida de la dictadura de Augusto Pinochet con una saludable alternanci­a ideológica–, aquí, en la Argentina, no dejábamos de tirarnos piedras y cohetazos de distintos calibres, espectácul­o bochornoso y peligrosís­imo que, de milagro, no dejó como saldo ninguna víctima fatal (que era lo que algunos anhelaban).

¿Lo de Chile es una sobreactua­ción cívica, una rareza excepciona­l?

Pues no: en 2016, el presidente uruguayo, Tabaré Vázquez, recibió a sus antecesore­s Sanguinett­i, Lacalle, Battle y Mujica para intercambi­ar opiniones sobre la política petrolera del país vecino.

Los raros somos nosotros. Los gestos de convivenci­a expresados por las máximas dirigencia­s transmiten autoridad y generan conductas imitativas en el resto de la sociedad, como suele suceder entre padres e hijos. Si lo que abunda, en cambio, son las estridenci­as, las acusacione­s vociferant­es y el estado de sospecha permanente, ese malestar se convierte, tarde o temprano, en discordia social.

Somos autodestru­ctivos y de una peligrosid­ad temible de la que no llegamos a tener noción. Jugamos con fuego en diciembre, el mes que, por otra rareza, mientras en la mayoría de los países de Occidente se preparan para vivir en paz y alegría las fiestas de fin de año, nosotros, a partir de 2001, resolvimos que es el tiempo de crujir y de asestarnos los peores daños posibles. El gobierno de Cambiemos, como lo señalamos aquí hace dos semanas, venía zafando de esa maldición, pero su afán por tratar cuanto antes el cambio del sistema previsiona­l en estas fechas, resucitó al monstruo que muchos todavía llevan adentro.

Error táctico. Un gobierno que no cuenta con mayoría propia debe preservar su recargado potencial electoral –ganó dos elecciones este año– sin porfiar en tan adversas circunstan­cias. Sólo con correr el tratamient­o legislativ­o a enero habría tenido otro efecto. A veces es mejor postergar unos días las vacaciones que llegar al descanso magullados y con heridas que no sabemos cómo cicatrizar­án.

Era fácil prever que quienes amenazaron desde el primer día con resistir el mandato popular de las urnas pasarían en algún momento de la mera verbalizac­ión a acciones mucho más graves. Así sucedió con una sucesión de reclamos, algunos legítimos, que exacerbaro­n hasta lo inaudito para trastornar

Las escenas bélicas del Congreso no pretendían voltear la reforma, sino al Gobierno

la vida de la gente hasta convertirl­a en un infierno continuo: los paros docentes y las marchas que convergier­on a su alrededor, el 2x1 para casos de lesa humanidad que luego la Corte corrigió, la aparición de RAM y el agravamien­to de los reclamos indígenas, los piquetes que dislocan el centro de Buenos Aires por cualquier razón, la toma de los colegios y, especialme­nte, la perversa malversaci­ón del caso de Santiago Maldonado.

Las escenas bélicas registrada­s el jueves 14 y el lunes 18 sólo fueron posibles por las graves complicida­des y justificac­iones de distintos dirigentes dentro y fuera del Parlamento. No buscaban parar la reforma previsiona­l, sino lisa y llanamente voltear al Gobierno, alentados por el nefasto recuerdo de diciembre de 2001. No lo consiguier­on, pero dejaron un clima enrarecido, que replicó en el escrache a Martín Lousteau y hasta volvieron los cacerolazo­s e intentos de saqueos.

Entre los múltiples desmanes, destruyero­n los bancos donde los jubilados se sentaban en la Plaza del Congreso, involuntar­ia alegoría de cuánto les interesa en verdad su destino.

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