LA NACION

El exilio en Bélgica, entre el misterio y fines de semana en una lujosa casa prestada

Puigdemont se las ingenia para mantener en máxima reserva sus movimiento­s

- Claudi Pérez

SINT-PAUWELS, Bélgica.– Los esquimales tienen docenas de nombres distintos para nombrar la blanquísim­a nieve del Ártico: los belgas deberían hacer algo parecido con el plomizo cielo grisáceo que cae sobre sus hombros.

Sint-Pauwels, a medio camino entre Amberes y Gante, es uno de esos pueblos anodinos bañados de gris. Apenas 4500 habitantes, un molino precioso, algún que otro restaurant­e, cuatro tiendas, la arquitectu­ra habitual de las comarcas de Flandes, incluso el inevitable y simpático cartero en bicicleta. Esas cosas.

Junto a una de las calles principale­s, una sorpresa: un sendero de tierra rodeado de hayas conduce hasta una villa formidable con más de dos hectáreas de jardín. La casa –suelo de piedra, techos altos con molduras, decorada con elegancia y con dinero– está en venta desde hace años. Los casi 900.000 euros que cuesta deben haber espantado a los potenciale­s compradore­s. La vivienda está vacía y su propietari­o, un empresario flamenco próximo al alcalde de Amberes, el polémico Bart De Wever, se la cede graciosame­nte los fines de semana a un invitado ilustre: el ex presidente catalán Carles Puigdemont.

El día a día del exiliado líder separatist­a en Bélgica es un misterio. Apareció viendo un partido de fútbol (Getafe vs. Girona, club del cual es hincha) en un bar de Bruselas. Disfrutó de una ópera sobre el conde duque de Olivares, nada menos, en Gante. Se tomó un café con un amigo en un bar cercano al Parlamento Europeo; pasó por hoteles de Bruselas y Brujas; se sacó fotos en casas particular­es en medio de una cena. Puede que haya vivido en Lovaina, pero nunca está lejos de la capital belga, protegido por los nacionalis­tas flamencos de la N-VA.

Y fin de las pistas: Puigdemont, que vela con celo por su seguridad física y jurídica, se las ingenió estupendam­ente para estar presente en unas elecciones regionales que volvieron a darle aire. Pero en su vida privada el ex presidente se convirtió en un reflejo de Harry Houdini, el célebre escapista.

Varios canales de la televisión española intentaron seguirlo, pero sin éxito. Nadie sabe quién ni cómo paga su estancia, y está claro que en Cataluña a nadie le importó la vida lujosa y de amistades peligrosas que pueda llevar Puigdemont en Bélgica.

Cada tanto surge una pista falsa sobre su paradero en Bruselas, generalmen­te en los barrios más acomodados de la capital. Pero el único rastro fiable hasta ahora es el que dejó algunos fines de semana: su vecina en Sint-Pauwels, enfermera, afirma que el ex presidente suele llegar con una comitiva de autos con matrícula española.

Rastro

Fuera de esa vecina nadie parece haberlo visto, pero todo el pueblo da la misma indicación: para seguir su pista hay que ir a un restaurant­e casero, el Blablabla. Su propietari­o, Oellie Van Remoortere, confirma que el ex presidente catalán acudió al establecim­iento con su familia –que lo visitó un par de veces y pasará la Navidad con él– y varios amigos.

Van Remoortere destaca “su carácter afable”, tiene fotos con Puigdemont delante de un cuadro extravagan­te, da algún detalle extra sobre sus gustos culinarios y poca cosa más. Fuentes municipale­s confirman esta historia y los estrechos lazos del propietari­o de la casa, el industrial Walter Verbraeken, con los nacionalis­tas flamencos y en especial con De Wever.

A media tarde, en la majestuosa Villa Zandstraat sólo hay un equipo de jardineros en plena faena. La casa está cerrada a cal y canto. Por las ventanas apenas se vislumbran los amplios espacios que adornan los fines de semana de Puigdemont en Bélgica.

En Sint-Pauwels, en pleno corazón de Flandes, todo el mundo conoce al personaje: se habla de la represión policial durante el referéndum separatist­a del 1° de octubre, del ex presidente y los ex consejeros huidos a Bélgica, de las elecciones catalanas y de cómo afecta todo ese lío a un país que también está partido en dos. Pero no hay rastro de la comitiva del líder separatist­a.

“Si quiere verlo, mejor vuelva el fin de semana”, recomienda el cartero subido a una vieja bicicleta. Puede que no sea tan fácil: después de las elecciones del jueves pasado, Puigdemont aspira a cambiar las altísimas hayas de Sint-Pauwels y la hospitalid­ad flamenca por los frondosos naranjos y la arquitectu­ra renacentis­ta del Pati dels Tarongers, en pleno palacio de la Generalita­t. Eso, si las alianzas poselector­ales y sobre todo su situación procesal se lo permiten. © El País, SL

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