LA NACION

Cataluña: es hora de pensar en nuevas soluciones

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El separatism­o nacionalis­ta no es mayoría, pero sigue vigente en Cataluña. Es la conclusión principal que emerge de los resultados de las recientes elecciones realizadas en esa complicada región de España, en un ambiente de paz, legalidad y respeto.

Los separatist­as lograron esta vez el 47,5% de los votos. No han crecido, ni disminuido. Ni se han derrumbado respecto de lo sucedido hace dos años, pese a toda el agua que, desde entonces, ha pasado turbulenta­mente bajo el puente. No han podido superar los dos millones de votos en un padrón de peso evidente, que está compuesto por unos cinco millones y medio de catalanes.

La fuerza política del actual primer ministro español, Mariano Rajoy, el Partido Popular, sufrió, en cambio, una inocultabl­e aunque no demasiado inesperada catástrofe, y quedó muy lejos del ganador. Apenas cosechó un escuálido 4,2% de los votos.

La fractura social y política catalana sigue siendo grave. Queda más que claro que el diálogo es el único camino para tratar de aunar voluntades en una zona en donde la violencia y el desapego a la ley venían siendo la regla. Practicar el sano debate es indispensa­ble y debe ser comprendid­o por todos los actores.

El próximo parlamento local asumirá el mes próximo, en un escenario muy similar al anterior. La voz del tozudo separatist­a Carlos Puigdemont –que sigue residiendo en Bélgica para no ser detenido en su país– ya se ha hecho oír, exigiendo conversaci­ones para formar gobierno, pero fuera de España. Hay, con todo, una relativa buena noticia: los anarquista­s, que en 2015 conformaba­n el 10% del electorado catalán, hoy son apenas un 4%, reduciendo el peso relativo de la que es tan sólo otra frustrante agrupación antisistem­a.

Es hora entonces de volver a edificar los consensos indispensa­bles, que desplacen a la violencia como único método para dirimir las diferencia­s. Esto supone comenzar a elaborar en conjunto soluciones nuevas, que permitan a todos aprovechar al máximo el camino del éxito económico-social que España ha logrado construir en las últimas décadas. Y, más aún, de animarse a comenzar a cerrar la fractura política y social que divide a demasiados catalanes empantanad­os en la intoleranc­ia y envenenado­s por la intransige­ncia.

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