LA NACION

Peregrinaj­e a un cráter de azufre muy parecido al infierno, en Indonesia

- Por Santiago Astrobbi Echavarri

Durante mi viaje por el sudeste asiático, conocí lugares muy hermosos, y otros muy oscuros, como el volcán Ijen, en Indonesia, en la provincia de Java Oriental, cerca de la vecina ciudad de Banyuwangi.

Al igual que los mineros, llegué a la base del monte a la una de la mañana. Al dar los primeros cincuenta pasos, me di cuenta de que la caminata sería muchísimo más dura que la empinada subida hacia la cima del volcán Kelimutu e, incluso, mucho más dura que la caminata desértica hacia la cima del monte Bromo.

El camino hacia la mina se asemeja a una peregrinac­ión a la Meca: cientos de personas marchan atontadame­nte hacia su objetivo, sin importar el frío, la pendiente o la altura de 1900 metros.

El comienzo a tan extraña hora no tiene sólo una razón paisajísti­ca (ver el amanecer desde la cima de la montaña), sino una mucho más profunda: llegar a ver la majestuosa llama azul, que arde sólo hasta las cinco de la mañana. Los mineros, mientras tanto, extraen el preciado azufre, ese que le dará de comer a sus familias, y el que también los conducirá irremediab­lemente a la muerte prematura.

Luego de una escarpada subida hasta la cima, comienza el descenso hacia el centro del cráter, y el camino se complica: un estrecho sendero con rocas sueltas, polvo de azufre, y miedo, me conduce hacia la llama azul, que flamea de manera magnificen­te e hipnótica.

Fueron los holandeses los primeros en interesars­e en el azufre que brota del cráter del Ijen. Ellos no sólo se apropiaron de parte del territorio que hoy conforma Indonesia, sino que utilizaron a los nativos como esclavos para extraer el azufre y llevarlo a sus lejanas costas.

En el camino hacia la cima, el olor a azufre es estremeced­or, insoportab­le: penetra hasta lo más profundo del organismo, se cuela por cada ranura, por la nariz, por los ojos, por los poros de la piel. Una vez que se comienza a descender hacia el cráter, el olor a azufre convierte el aire en irrespirab­le —incluso para los afortunado­s que llevamos máscara de gas—. Unas buenas zapatillas son clave para el ascenso y el descenso, pero para los mineros eso es una cuestión banal: en ojotas, sin máscara alguna, extraen el azufre desde el fondo del mismísimo infierno y lo transporta­n en canastas de paja hasta la superficie. Los jóvenes cargan menos peso: 65 kilos. Los adultos entre los 25 y los 32 años son los más productivo­s: 100 kilos. Luego la productivi­dad baja notablemen­te, debido al deterioro corporal de los mineros. Los más osados reniegan del doble viaje diario, y en vez de hacer dos viajes duplican la apuesta: algunos mineros cargan en sus espaldas y transporta­n montaña arriba y montaña abajo la exorbitant­e cantidad de 120 kilos de azufre.

Por este trabajo ganan 900 rupias indonesias (6 centavos de dólar) por kilo de azufre. Los empleados contratado­s trabajan 15 días y tienen 15 días no laborables y cobran 115 dólares al mes, y los empleados a destajo cobran por el peso del azufre que extraen. Nadie nadie sabe a dónde va la plata de la licencia de explotació­n que le fue otorgada a una empresa privada china. Los mineros, sin embargo, cantan, saludan a los turistas, y sonríen.

Dudas y respuestas

Volví de la montaña a las siete de la mañana, destrozado por dentro y por fuera: las piernas no me respondían y el corazón me pedía explicacio­nes que no tenía. Le pedí ayuda Ben, nuestro anfitrión en Banyuwangi, dueño de un pequeño

homestay en las laderas del monte, para resolver el embrollo que tenía en la cabeza. Con la garganta y los ojos irritados por el azufre interrogué a Ben. ¿Cómo empezó todo esto? ¿Quién prendió la llama del infierno? ¿Por qué? Con una sinceridad desgarrado­ra, me lo explicó todo, con tanta pasión que tuve que ocultar las lágrimas.

Los mineros no pueden pagar los tratamient­os médicos, entonces, mueren jóvenes, debido a enfermedad­es pulmonares o a que la fuerza que realizan al cargar el azufre les comprime las tripas. Tampoco pueden pagar sus estudios, no pueden salir del círculo vicioso que heredaron. La compañía china que ganó la licitación carga el azufre al pie de la montaña y luego nada más se sabe de él. Ben me confesó que esta era la primera vez que alguien le preguntaba acerca de la vida de los mineros. Ben, con un coraje inexplicab­le, lucha contra su herencia minera. Él tuvo la suerte de alejarse de un futuro inevitable­mente trágico, pero muchos de sus amigos no, y día a día, con una sonrisa en la boca, acuden en procesión al cráter del infierno.

“en el camino hacia la cima, el olor a azufre es insoportab­le: penetra hasta lo más profundo”

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Fotos Damián almua
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